viernes, 4 de enero de 2013

¡NECRÓFAGO! II: NECROFILIA









Cuando la pasión por la carne muerta se conjuga con el amor por un cadáver de extraordinaria belleza, las puertas del Infierno se abren para acoger en su seno al monstruo.

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Fue mientras devoraba la carne de su última presa. Recostado sobre el sofá, frente al televisor. Condimentada aquélla con salsa verde, como la que se usa para acompañar los chuletones de buey. Una delicia. Nada igualaba el sabor del carne humana cruda y en avanzado estado de descomposición, podrida, pero resultaba agradable al paladar ofrecerle diferentes presentaciones y ésta era de sus preferidas.

Los telediarios abrieron con la noticia. Paula Hajeckova, la famosa top model eslovaca, había fallecido. Todo parecía indicar que una sobredosis de cocaína podría haber sido la causa del óbito. Alguien llamó a eso de las 3:00 de la madrugada aproximadamente a los servicios de urgencia, para solicitar enviasen urgentemente una ambulancia su domicilio en París. Cuando llegó la ayuda médica, ya era demasiado tarde. Intentaron reanimarla camino del hospital, pero pudieron hacer nada por ella y llegó a éste ya sin vida.

Se sospechaba que había habido con ella más gente aparte de la que encontró el personal de urgencia al llegar y prestó declaración ante la Policía. Muchos debieron escabullirse atemorizados por las posibles consecuencias que hubiera podido depararles verse envueltos en un asunto así. La fémina era famosa por sus fiestas y desenfreno.  Había vivido deprisa e intensamente, abocada a todo tipo de excesos. Sus compañías solían ser también gente famosa. Deportistas, artistas, fotógrafos… incluso se la había llegado a relacionar con políticos y personajes influyentes del mundo de las finanzas. Se trataba de una auténtica belleza, una de esas diosas del Este que cuesta creer puedan pertenecer a la misma especie que el resto de las mortales. Una hembra así no resulta accesible para cualquiera. Se necesita una abultada cartera y un Jaguar aparcado en la puerta para que siquiera se digne mirarte. La clase de persona que cuenta con ello, no es de la que puede permitirse verse implicada en algo así sin que se resienta su faceta profesional, social…

 Un escalofrío recorrió su médula cuando apareció en pantalla un primer plano de su rostro. “¡Dios!” ¿Era posible ser tan bella? Sus facciones parecían realmente moldeadas en la más fina y delicada porcelana. El cabello rubio, ondulado; los ojos verdes, rasgados, con esa forma y color que otorga a su dichosa propietaria un aspecto felino.

Se sintió estremecer. Nunca antes había contemplado beldad semejante. En realidad, ni siquiera había sabido de la tal Paula hasta ese momento. El nombre le sonaba y tenía un vago recuerdo de haber visto alguna rubia espectacular en algún spot televisivo. Algo de cremas, Nivea o alguna otra por el estilo. No había prestado demasiada atención. En ese tipo de anuncios siempre aparecen mujeres espectaculares. Tan frecuente resulta, que llega a quedar como algo normal y rutinario su contemplación en tal contexto, distrayéndose la atención con facilidad de ellos.

Ahora era distinto. El foco de atención estaba totalmente centrado en su figura. Ella y no ninguna estúpida crema era la noticia. No venía de pasada, sino protagonizando el suceso que haría correr ríos de tinta. Imposible no fijarse en ella.

Andrés supo al momento que debía ser suya. Su carne. Debía comerla, devorarla… Un impulso bestial, puramente animal. Necesitaba clavar en ella sus dientes. En sus glúteos, sus pechos… morder y desgarrar aquella gloriosa humanidad.

Un súbito ataque de deseo le poseyó, nublando todo entendimiento y racionalidad. Debía ir a Francia. Salir inmediatamente hacia allí.

“Tranquilo, no te precipites. No hay necesidad. Primero le harán la autopsia. No la enterrarán hasta dentro de unos días, cuando el forense haya acabado con ella.”

Error. Al parecer, las circunstancias de la muerte y el motivo de ésta se presentaban muy claras. Tanto que podría bastar el examen externo combinado con el sanguíneo para confirmar el motivo de la misma.

“En pie, Andrés. Sales para Francia ahora mismo.”

Dicho y hecho. Se aseguró antes de proveerse de todo aquello que pudiera necesitar. Esta vez daría igual que la tumba se ubicara a ras de suelo o en un nivel superior. Si ocurría lo segundo, simplemente extraería el ataúd y lo dejaría caer al suelo. Ya lo había hecho en alguna otra ocasión, cuando la excitación le vencía y no podía esperar. Entonces salía de la ciudad con destino a alguna otra de cualquier provincia diferente a la suya. Buscaba una sepultura reciente y, sin más, se encontrase donde se encontrase, la profanaba y extraía de ella el cuerpo que albergaba para comer su carne. No podía devolver después caja y ocupante a su lugar, claro, dada la ubicación de éste y el peso de aquéllos, pero tampoco importaba demasiado. Se trataba de cementerios a los cuales ya no volvería, al menos en mucho tiempo. No había de qué preocuparse.

Tomó la cuerda y también la pata de cabra para forzar la tapa. También se hizo con una pala, por si acaso la enterraban en lugar de emparedarla. Cuchillo, garfio… Iba a la aventura, sin saber lo que podría encontrar. Existían camposantos cercados por muros de tres o cuatro metros de altura y verjas que no daban opción al salto. Ya antes había tenido ocasión de conocer alguno de esos. Asegurar. No podía descuidar ningún detalle. No haría el viaje en balde. Debía comer de aquella carne. La diosa debía ser suya, nunca antes en su vida había sentido necesidad tan imperiosa. Y debía serlo antes de que el cadáver comenzase a hincharse y descomponerse. En otros cuerpos no le importaba. Incluso lo prefería así, dada su consumada afición por la podredumbre. Éste en cambio… era demasiado hermoso. Debía acceder a él en su plenitud, antes de que el proceso de degeneración mancillase su belleza.

Ni siquiera buscó un hotel al llegar a la capital francesa. Tan sólo indagó en Google a través de su celular el lugar de ubicación del cementerio. El de Père-Lachaise, por supuesto. ¿Dónde sino podrían dar sepultura a una top model de prestigio y talla internacional? Una vez lo hubo hallado se alejó un poco, solamente para buscar algún pequeño restaurante donde comer algo. Finalmente optó por entrar a un hipermercado para comprar pan, zumo y algo de embutido. La vieja solución circunstancial de toda la vida a las necesidades de alimentación durante un viaje.

Tampoco se llevó demasiado. Lo justo para calmar un tanto su estómago. Quería llegar hambriento al festín que le esperaba, para así poder deleitarse con total plenitud con la carne de su diosa.

Más tranquilo ya, sabiendo que tan sólo sería cuestión de esperar, se retiró a un lugar no excesivamente apartado y aparcó allí el coche para dormir un poco. A través del móvil se mantendría permanentemente informado, aguardando el momento del entierro. Había traído ropa para tres o cuatro días. Aunque tardase treinta o cuarenta, tres o cuatro años, no se movería de allí hasta haber consumado su aberrante propósito.

Ni siquiera había avisado en el trabajo. Ya inventaría algo al regresar. Si es que había algún trabajo al que regresar cuando volviera.

Finalmente el cadáver fue sepultado. Un momento emotivo. A él asistieron amigos y compañeros de trabajo de la desdichada. Algunas féminas entre estos últimos, probablemente, tan bellas como ella misma. La belleza no es subjetiva. Lo son los ojos con que se la admira. Lo que depende de cada cual es el gusto y las preferencias personales, no el canon mismo que la define, perfectamente esbozado éste en nuestra memoria genética en base a las cualidades óptimas del individuo para garantizar una descendencia adecuada.

 También acudieron otros habituales del famoseo y el papel couché. Andrés pudo reconocer  a varios de ellos. Un popular actor de atractivo abstracto en su fealdad, que en su día salió con una diosa rubia española, actualmente actualmente casada con otro hombre y viviendo la aventura de las Américas; una deidad de ébano estadounidense emparejada ahora con otro célebre actor galo, éste sí, muy bien parecido; la megafamosa esposa de un ex presidente de la República, ex modelo y cantante…

Se entretuvo, una vez hubo concluido el ritual del último adiós, dando un paseo por el camposanto para visitar las tumbas de tantos y tantos famosos que allí reposaban por toda la eternidad. Jim Morrison, Oscar Wilde, Edith Piaf, Honoré de Balzac… ¿quién coño era Honore de Balzac? Leyendo en la lápida, tuvo conocimiento de que se trataba de algún famoso novelista del siglo XIX. ¡Bah!. Él era un cateto. Ni siquiera terminó los estudios de primaria. No había leído un libro entero en su vida, ni tenía proyecto de hacerlo en lo que restaba de ésta. ¿Qué le importaba a él la tumba de un juntaletras? Otras, como la de Jim Morrison, el famoso vocalista de The doors, ya eran otra cosa. De haber estado allí en otro momento, cuando fueron enterrados…

Nada que lamentar. Estaba ahora, un objetivo mucho más atractivo a su alcance.

Regresó esa misma noche. Conocido el lugar de ubicación exacto, memorizado al detalle el trayecto hasta él, recorrido bajo la siniestra luz de la luna el mismo camino que había transitado durante el día bajo la radiante del sol. La pala al hombro, la mente fija en una idea… Finalmente fue en una tumba de suelo que le dieron sepultura. Claro. Mucho más glamour que las de muro. ¿Cómo iba a conformarse con una de ésas una reina de la pasarela, protagonista habitual de las portadas de Vogue, Cosmopolitan…?

Todavía no habían colocado la lápida. Tardarían algunos días en grabarla y traerla. Sin pararse a pensarlo demasiado, hundió aquélla en la tierra recién removida y comenzó a cavar. Ya tenía experiencia en su oficio. Y sin embargo la excitación volvía a invadirle, casi tan intensa como la primera vez. Ésta no era una más. El cuerpo que en esta ocasión buscaba no era un simple cadáver más. Era la más gloriosa de las anatomías la que ahora motivaba su actividad. Avanzaba hacia la profanación del más sagrado templo de la más excelsa de las diosas. La herejía tomaba esencia en su ánimo, estrujando el alma.

Llegó finalmente a la madera de la caja, procediendo a forzar la tapa a continuación con la pata de cabra que portaba en la pequeña mochila a su espalda para tal menester. Bajo el plateado manto de la diosa Selene, que todo lo cubre con su magia y misterio en las horas en que reina suprema, se reveló para él el despojo mortal de la divina eslava.

“¡Oh, Dios…!” Andrés sintió encoger el corazón. Resultaba todavía más bella en la muerte de lo que lo había sido en vida. Serena, imperturbable, recibía su perfecto rostro el baño de plata que desde el firmamento aquella derramaba para honrarla y reconocerla entre sus hijas predilectas.

Había algo… un sentimiento diferente. No era lo mismo que en las otras ocasiones. Sacó la pequeña navaja para cortar la mortaja. Más útil para tal menester que el gran cuchillo de cocina fijo en su cintura. También éste tenía su propia función. Perforó con la punta la tela y tiró hacia arriba para rasgarla.

El cuerpo que apareció ante él, era algo que sólo podía haber salido de la delirante fantasía de algún escultor loco. Sus medianos pechos, iniciadores de un tímido avance hacia grandes, se revelaban redondos y plenos. Tan perfectos e ideales como pudiera la humana imaginación concebir. Su vientre plano, flanqueado por una grácil cintura que se abría hacia las caderas en una curva impecablemente trazada, sueño de artista obsesionado por la búsqueda de la perfección. Sus muslos marmóreos… unas piernas larguísimas, desquiciadoramente torneadas.

Andrés sintió su virilidad alzarse incontenible bajo la prisión de tela de su pantalón.

Fue un impulso repentino, irreprimible. No estaba allí para eso. Nunca antes lo había hecho. Ni tan siquiera se le había pasado por la cabeza. Tampoco en esta ocasión. Tan sólo había deseado comer su carne. Y sin embargo…

Sacó el cuerpo del cofre y allí mismo, sobre la tapa de éste, la poseyó bajo la luz de la luna, cubierto por el gélido abrazo del invierno continental.

Fue el mejor coito de su vida. En él alcanzó un orgasmo como nunca antes, traspasadas las fronteras de lo puramente sensorial para acceder al mundo de lo propiamente místico. Como una experiencia religiosa.

Eyaculó larga y abundantemente en el interior de la muerta vagina. Sus paredes, incapaces ya de contraerse y dilatarse en función de las sensaciones experimentadas por su dueña,  habían acogido a su miembro sin capacidad para resistirse o acceder, negar o afirmar. Fría… Remitidos los efectos del rigor mortis, el cuerpo recuperaba su flexibilidad, que no su temperatura. El amor con un cadáver se reveló para Andrés infinitamente superior al sexo ordinario.

Su mente se encontraba completamente turbada. ¿Qué estaba haciendo? Aquello era algo completamente novedoso. Recorría esa noche un nuevo pasillo en el laberinto de su perversión, imposible intuir el destino hacia el cual ésta le conducía.

No podía devorar su carne. De repente fue consciente. Contemplando aquella gloriosidad carnal de nuevo, acariciada por los fríos rayos plateados que desde el cielo nocturno caían para introducirse en el hoyo de su tumba, entendió que jamás podría profanar semejante hermosura. Era demasiado bella. Como una María oscura: una Virgen de perversión y pecado, frente a la pura y virtuosa que adoraban los seguidores del crucificado. Algo ante lo que postrarse y rendir culto, no que agredir hundiendo en ello sus dientes.

Era locura lo que pensaba, pero es la locura y no la razón lo que a menudo motiva nuestros actos y nos llevan a la evolución. Llevaría el cuerpo consigo de vuelta a España. Para qué, ni él o tenía claro. Lo único que sabía era que no destruiría su belleza. Aquel esplendoroso cadáver no sería corrompido por el proceso natural de putrefacción. No se alimentaría con su carne, ni serviría de pasto a los gusanos.

La misma cuerda que, asegurada a una cruz de piedra, había introducido en el agujero como vía de salida del mismo una vez concluida su necrófaga actividad –previsible, hasta ese momento, necrófaga actividad-, le sirvió para, atando a ella el cuerpo, alzarlo y sacarlo de allí. Los pies apoyados con fuerza en la tierra al borde del mismo, tirando con toda la energía que su ser físico podía acumular, como aquella primera noche en que tiró para sacar aquel primer cofre de su nicho en la pared.

Luego cargó con él al hombro y se alejó en dirección a la tapia, siguiendo una vez en ella el mismo proceso para pasarla al otro lado de ésta. Se aseguró antes de cubrirla de nuevo con la mortaja, la cabeza con su propio jersey. No podía consentir que la rugosa piedra rasgara la delicada piel de la diosa. Demasiado hermosa. Belleza más allá de las mundanas circunstancias, concebida para habitar universo intemporal en el cual nada pudiera afectarla.

Previamente había acercado hasta ese punto por el cual salió del camposanto el coche. No podía arriesgarse a recorrer la distancia hasta el lugar en que antes lo había aparcado con su macabra carga a cuestas.

Lo introdujo con sumo cuidado en el maletero, arrancando el motor a continuación y poniendo rumbo a casa inmediatamente.




Condujo durante toda la noche y muchas horas del día después. Pasada la frontera, quedaba más tranquilo. La idea que preocupaba era la que tenía que ver con la posible actuación de la policía francesa una vez alguien reparase en la tumba profanada y lo pusiese en su conocimiento. Si de alguna manera hubieran tenido conocimiento de las violaciones de sepulturas acontecidas en España desde hacía algunos años, quizá se les ocurriera relacionarlas y establecer controles en la aduana, como los que se hacían cuando buscaban a algún terrorista. Mala cosa: difícil hacer pasar desapercibido un cadáver en el maletero.

Afortunadamente, consiguió pasar la frontera a primeras horas de la mañana, cuando todavía la profanación no debía haber sido descubierta o, al menos, antes de haber transcurrido el tiempo necesario para permitir a las autoridades galas tomar las primeras medidas. Condujo para ello como un loco, pisado a fondo el acelerador y reduciendo lo imprescindible en las curvas.

Llegado ya a casa, el coche en el garaje del sótano, esperó a la noche para bajar con un saco y subir el cuerpo a su apartamento. Afortunadamente, estaban en lo más crudo del invierno. De haberse encontrado en una estación más cálida, la temperatura hubiera acelerado el proceso de descomposición del cuerpo.

El viaje de vuelta había traído tiempo para pensar. La mente abotargada, confusamente, sumida en el caos surgido de la excitación, pero pensar al fin y al cabo. Había tenido ideas. Aprovechó lo que restaba del día hasta la hora de cierre de los negocios y comercios por la tarde, para buscar un congelador. De esos que usan en los bares y heladerías para mantener los helados. ¿Dónde diablos se compra una máquina de esas? En algún establecimiento especializado, claro. Complicado en plena época de frío. Al menos encontrarlo con la urgencia que el caso requería. Finalmente recurrió a Internet. ¿Cómo no lo había pensado antes? Estamos en los comienzos de la era virtual. La forma más rápida y directa de hacerlo todo, es a través de la red de redes. También la más discreta. Una búsqueda con la premura y precipitación que imponían las circunstancias, podría haber escamado a alguien. Nada especialmente preocupante. En tanto no viniera acompañado de una eventual desaparición de alguna persona, no provocaría la curiosidad de los de la placa. Mejor evitar cualquier posible recelo, policial o no. En cualquier caso. Doscientos euros. Nuevo y en perfecto estado. Incluso se lo trajeron a casa.

-Estoy harto de los precios de la carne, el pescado, el marisco… A partir de ya,  todo congelado. Más barato.

Una expresión de difícil interpretación, asociada a una sonrisa de circunstancias, fue la única respuesta que pudo esgrimir ante tal argumento el vendedor. También los vecinos lo encontraron curioso. Comprar en ofertas, congelado y por kilos, para congelar. El compartimento congelador de los frigoríficos normales, con sus reducidas dimensiones, apenas daba para unas cuantas cosas. En fin, cada cual con sus manías.

Después se convirtió en un experto en el proceso de momificación y Taxidermia. También en peluquería, maquillaje y diferentes manualidades y artesanías. Sendos cursos on line, haciendo las prácticas con pelucas artificiales, bustos de plástico, máscaras... Respecto del último grupo de especialidades mentadas, claro, no de las anteriores. Sobre ésas, simplemente se informó y practicó por su cuenta. Mucho. Con gatos muertos que recogía de las carreteras o conejos y gallinas que compraba y sacrificaba ex profeso. Luego pasó a bestias de más entidad. Perros, incluso alguna cabra u oveja robada en el campo.

Al principio costó. Buscar la información. No resulta fácil ilustrarse sobre actividades de ese tipo. La Taxidermia, todavía, se mantiene como algo más asequible: la momificación… hace falta verdadero interés, mucha voluntad y perseverancia, y todo el talento natural y la inspiración del mundo.

Fue creativo. Innovó para combinar los diferentes procedimientos y técnicas. No se atrevió a tocarla hasta que estuvo seguro de poder hacerlo con absolutas garantías. A ella. Su cuerpo. Ella… para él era ella. No la concebía como un simple objeto. Era ella, no ello. Su amada. Su versión oscura de La novia cadáver. Aquello no era una ninguna comedia. Era un romance macabro y real.

Le costó un par de años de intensa dedicación y aprendizaje a través de la escuela de prueba y error, adquirir el dominio y pericia suficientes. Finalmente consiguió dominar las diferentes especialidades. Realmente llegó a adquirir la habilidad propia de un maestro. Parecía haberse revelado especialmente dotado para ellas. Nunca lo hubiera imaginado. Que él supiera, jamás había destacado especialmente en nada. Ningún talento reseñable, nada que le separase del grueso más gris y anodino del rebaño humano. A veces esas cosas permanecen ocultas hasta que, de la forma más casual, vienen a mostrarse para pasmo y sorpresa de cualquiera, incluido uno mismo. El más excelso de los disecadores del Antiguo Egipto, se hubiera sentido pagado de poder contarlo entre sus más preciados aprendices.

Lo primero que hizo fue retirarle la piel. Por partes, tal y como había aprendido a hacer, y con el mayor de los cuidados. Cortando siempre por los lugares que mejor pudieran ocultar después dicha operación. En la parte de la cabeza, atravesando el cuero cabelludo por la mitad. En el torso por la espalda, en las extremidades por la parte de atrás de éstas.

Luego procedió a vaciar el cuerpo de sus vísceras. Rajó su vientre y extrajo de él intestinos, estómago, pulmones… Con las manos desnudas, extasiándose en el placer que le proporcionaba su viscoso tacto. Con éstos últimos hubo de esforzarse, habida cuenta de su posición por encima de abertura practicada. El cerebro consiguió extraerlo a través de la nariz, sirviéndose de instrumentos adecuados.

Esa misma noche se dio un auténtico banquete con las entrañas de su diosa. ¡Había esperado tanto para poder hacerlo! Sus ojos, sus tripas… especialmente sabrosos encontró su corazón y sus sesos. Algo totalmente subjetivo, por supuesto. Resultaba imposible no dejarse arrastrar por las connotaciones culturales a ellos asociados. Sintió estar devorando su pasión, su pensamiento… estar haciéndola suya, fusionándola con su propia carne y esencia. Cuando aplastó el globo ocular entre sus muelas, masticándolo y derramando sus líquidos y humores en el interior de su boca, casi creyó ver lo que ella había visto.

Como se ha dicho, fue creativo. Para disecar a un animal, se necesita una escultura de su cuerpo. Pues bien, ¿qué mejor escultura que éste mismo? ¿Qué mejor réplica de sus formas y relieves?

Tenía una idea muy exacta acerca de lo que quería hacer y cómo proceder. Lo primero fue hacer un molde de escayola, usando aquél, aún intacto y sin rajar, como base para ello. A partir de éste, pudo esculpir a continuación una versión de su anatomía de idéntico material que le sirviera como referencia y orientación.

Luego pasó al proceso de momificación del cadáver, vaciándolo como se ha descrito y rellenándolo con silicona industrial, dándole la forma ideal y cosiendo luego para cerrarlo de nuevo. También cortó alrededor de los lugares correspondientes a las articulaciones, para retirar rótulas y/o separar aquéllas un poco. Sólo un poco.

Una momia no conserva la apariencia que el cuerpo tuvo en vida. La deshidratación de los tejidos hace que estos pierdan la mayor parte del volumen que tuvieron, mostrando al final de la fase de secado un aspecto huesudo y un color ocre, para nada evocador de los tiempos de lozanía de los tejidos momificados.

Contaba con ello. El siguiente paso fue el más delicado, procediendo a cubrir cada una de las partes con silicona y moldeándola hasta darles el grosor y forma adecuada. Se apoyó para ello en los mismos moldes de escayola que ya había usado para construir su modelo. Una labor sublime, de auténtico artista.

Usó también el polímero sintético para rellenar los huecos vaciados en las articulaciones y ensamblar éstas de nuevo. La idea era que, de esa manera, el cuerpo quedase articulado. Se ayudó para ello de algunas piezas  móviles artificiales, fijándolas al hueso.

Implantó una vagina y un ano de látex en los lugares que anteriormente ocuparon los verdaderos. Los consiguió de una muñeca hinchable, expresamente comprada para tal menester. Los separó de ella y los colocó allí, perfectamente ubicados y fijados. No quiso hacer lo mismo con su boca. Hubiera sido un verdadero crimen mancillar la belleza de aquellos labios con una grotesca mueca que la mantuviera abierta. Tampoco la cerró del todo. Quería tener visión de sus blancos y divinos dientes, poder introducir su lengua allí para besarla y lamerlos. Ellos y toda su cavidad bucal. La dejó entreabierta. Una expresión de lánguido erotismo… Las piernas algo separadas. No demasiado. Lo justo para permitir el acceso a su gruta de placer.

Dudó acerca de la conveniencia de proporcionarle unos ojos de cristal. Finalmente optó por hacerlo, pero manteniendo sus párpados sellados. Nunca la vil materia inerte hubiera logrado aproximarse siquiera a la belleza de aquellas estrellas que descendieron del firmamento para, en vida, adornar un rostro que no podía admitir menor grandeza y esplendor. Casi entendía la idea como una especie de herejía. Por otro lado, la hermosura de la diosa se hallaba ahora en la muerte. En su condición de cadáver. Serena, imperturbable… resultaba adorable con los ojos cerrados.

Finalmente, para glúteos y pechos consiguió hacerse con sendas prótesis de silicona del tamaño justo e ideal.

Una vez acabado el proceso de formación, procedió a cubrirla de nuevo con su propia piel. No usó aguja e hilo para coser, sino que, directamente, cerró pegando los bordes que había separado el corte por la parte interior a la escultura. Luego, una vez hubo acabado, cubrió la zona de unión con el mismo gelatinoso material y alisó para igualar.

Par terminar, untó la piel con abundante crema hidratante y, una vez la hubo absorbido, la cubrió con maquillaje corporal y facial para darle el color adecuado.

El resultado fue una auténtica obra maestra. Los cortes resultaban totalmente inapreciables. El tacto de la silicona similar en alguna manera al de la carne, al tiempo que la rigidez de los tejidos momificados bajo ella evocaban la muerte y la condición de cadáver de aquella maravilla. Perfectamente peinada y maquillada. Su pelo rubio como nunca, los párpados pintados de verde. Negro rimel para sus pestañas de abanico, carmín para sus labios de pasión… bella como jamás podría serlo criatura viviente alguna. Bella como la muerte.

No hubo noche que no le hiciera el amor. Como un poseso. Un verdadero loco enamorado. Y ella siempre devolvía sus besos. A su manera. Como sólo puede devolverlos una muerta. Psicológico. Siempre psicológico.

La cuidó y mimó. Lavándola, peinándola con todo el cuidado del mundo, procurando siempre no arrancar sus dorados y divinos cabellos.

No abandonó sus necrófagas aficiones, claro está. Siguió asaltando cementerios en la noche, profanando sus sepulturas para alimentarse de los cuerpos putrefactos que albergaban y proveerse de carne hedionda para sus banquetes hogareños.

Su vida había derivado en una profunda y constante paranoia. En ocasiones costaba diferenciar la realidad de lo que tan sólo estaba en su mente. De sus pensamientos y emociones. Por momentos, llegaba a sentirse marear en plena calle y perder contacto con el tejido de aquélla. Resultaba complicado de explicar. Incluso para sí mismo. A veces, de repente, sentía como si miles de atenciones se centraran en él, como si hasta los mismos edificios y árboles que escoltaban las calzadas reparasen en su existencia y se volviesen con ojos siniestros para contemplarle. Otras, era como percibir una sensación de coro de silenciosas carcajadas a él dedicadas. Como si todos los viandantes e incluso los perros y gatos con que de tanto en tanto se cruzaba, se riesen y burlasen de él desde su interior, sin dejar trascender en ningún momento su malsana mofa, salvo para aquella extraña percepción extrasensorial.

Era el sentimiento de sentirse sucio y purulento por dentro, que le acosaba. Había estado ahí desde el primer momento. Desde aquella primera noche en que saltó la valla del camposanto para cebarse con el cuerpo de aquella chalada ludópata. Tenía el alma enferma, podrida… como la carne de los cadáveres con que se alimentaba. Y desde ella la putrefacción surgía incontenible para anegarlo todo. Era como vivir inmerso en un mar de descomposición, poblado por gusanos y otros seres que se arrastraban en la repugnancia y se fusionaban con su esencia.

Todo parecía abocado a una espiral que cada vez  lo absorbía y hacía girar con más fuerza, atrayéndolo hacia algún oscuro lugar. Como un invisible agujero negro que no delata su presencia más que indirectamente, a través de la curvatura que causa en la luz que pasa por sus cercanías y del que nada escapa una vez ha traspasado el límite de no retorno, en el cual materia ni energía alguna puede contrarrestar ya su fuerza. Él había traspasado ya ese límite. Lo sabía. Lo sentía…

Hacía tiempo que había terminado con Susana. Esa estúpida… su vida y aficiones resultaban incompatibles con su relación con ella. En realidad, resultaban incompatibles con cualquier tipo de relación. Ahora compartía su casa con un cadáver –bellísimo cadáver-, pero incluso sin tan macabra presencia en ella, el mismo estado de excitación, rayano en el puro delirio, en que permanentemente se encontraba, lo convertía en un ser necesariamente solitario y huraño. Sin amigos, sin visitas…

También en el trabajo las cosas iban mal. En las ocasiones en que, por asaltarle la imperiosa necesidad de comer carne de muerto, no podía esperar a la ocasión adecuada para saciar su necrófago apetito en su propia ciudad, salía decididamente de ella en busca de algún camposanto en cualquier otra en que no hubiera actuado con anterioridad. A veces llegaba a su puesto sin dormir, hecho una piltrafa. En otras, ni siquiera llegaba. Luego inventaba excusas y explicaciones. Cada vez resultaba más difícil encontrarlas. Cada vez menos creíbles éstas. No tardaría en perder su empleo. ¿Qué sería entonces? ¡Bah!, qué más daba. Ya pensaría en eso cuando llegase. Si era que había algo que pensar. Cada vez lo hacía menos. Pensar. Cada vez actuaba más por impulso, como un simple animal.

Acumulaba vicios. Borracho, cocainómano, ludópata… toda la humana degeneración se venía sobre él como una avenida entera de edificios que caen en un terremoto para cubrir estruendosamente con escombros y una nube de polvo la calzada.

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Fue una tarde como cualquier otra. A eso de las 18:00 o las 18:30, no hubiera sabido decirlo exactamente, cuando ya el sol comenzaba a declinar en busca de resguardo tras las montañas en el horizonte. Despertaba de su siesta vespertina. Desde que perdiera su empleo, despedido a consecuencia de su anárquico e inconstante comportamiento, vivía de una forma totalmente desordenada. Comiendo y durmiendo cuando tenía hambre o se sentía cansado, sin horario ni orden preestablecido.

Supo que había algo fuera de lo normal desde el primer momento. Precisamente había venido saliendo de su sueño a consecuencia de ello. Una sensación extraña. Como la que pueda sentirse cuando alguien pasa sobre tu tumba. Una percepción como de frío no sensorial.

Estaba al otro lado de la habitación. En la puerta. Podía sentirlo. El qué, no hubiera podido decirlo. Algo que hacía nacer en él un comienzo de escalofrío, asustándole hasta el punto de no atreverse a girarse para encararlo. A su lado, en el lecho, su amante cadáver. Siempre allí, siempre con él…

Finalmente lo hizo. No tuvo más medio. No podía quedarse allí para siempre, mirando hacia la pared opuesta y aferrado a las sábanas, subidas éstas hasta la mitad del rostro, arrebujado en ellas como un chiquillo aterrorizado por la oscuridad.

El escalofrío tomó cuerpo haciéndose realidad, cuando descubrió el objeto de su inquietud. Allí, apoyada en el marco… mirándole cínica y sonriente. Ella…

-No eres real… no estás aquí.

Su sonrisa se hizo más intensa, al tiempo que sus ojos verdes brillaban con un fulgor alimentado por las llamas del Infierno. Su cuerpo… no estaba a su lado… en la cama. Se había alzado desde la muerte para venir a atormentarle.

Un sonido familiar. Uñas golpeando suavemente el suelo de baldosa. Al costado de la diosa, rozando su sensual camisón de finísima seda blanca, un amenazador can aparece procedente del salón. Un enorme rotweiller, negro como las puertas de la muerte. Se para a su lado para observarle feroz. Gruñendo, el hocico arrugado para mostrar sus agudos colmillos. Cojea… le falta una sección de carne en el muslo izquierdo. Amputada por un limpio corte, mostrando la ensangrentada herida.

Burlona, perversa, simplemente se dio la vuelta para dirigirse al centro de la estancia contigua a aquella de la cual había llegado el animal.

Se había orinado en la cama. Venían a buscarle. Estaban aquí. El puro terror le paralizaba. Le llevó un rato reunir el valor necesario para conseguir alzarse y vestirse. Seguía siendo lo mismo. No podía quedarse allí para siempre. ¿O quizá sí? Finalmente lo logró.

 Ella le contemplaba diabólicamente sarcástica sentada al sillón, encarado éste hacia la puerta del dormitorio. El perro a su lado, acariciando su cabeza.

Se miraron a los ojos.

-¿Qué quieres?

Venía para algo. Estaba claro. No dejaba de sonreír. Sus ojos… ¡Dios! Era como contemplar un fastuoso incendio que avanza hacia ti sin que puedas alejarte de él, cautivado e inmovilizado por su inconmensurable belleza.

No venía sola. No era únicamente el animal. Habían venido más con ella. Una presencia… junto a él, a sus espaldas.

Girándose con el corazón encogido, descubrió allí a una segunda fémina. Compartidora de su sexo, jamás de su hermosura. Sintió otro escalofrío recorrerle la médula.

-A ella ya la conoces.

Se volvió de nuevo. Hacia ella. Hacia la diosa. Diosa oscura… demonio.

Sí, la conocía. A la otra. Ya antes la había visto. Aquel día en que vino a atormentarle cuando jugaba en la misma máquina en que tantas veces lo hizo ella en vida. La ludópata…

Luego llegaron más… y más… Almas acusadoras, demonios surgidos del Averno… la estancia se llenó de ellos, toda la casa. Le miraban con ojos perversos, aterrorizándole y llenándole de pavor. No podía reconocer sus rostros, pero conocía su identidad. Eran los espíritus de sus presas. Aquellos cuya carne muerta había devorado. Algunos se mostraban con el aspecto que debieron tener en vida. Otros, menos vanidosos, más terroríficos, con el de sus cadáveres hinchados y en descomposición, algunos con las amputaciones derivadas de sus necrófagos festines.

-¡¡¡No!!!... –gritó desde la más profunda desesperación, los ojos cerrados con fuerza. Encogido, las manos llevadas a la cabeza para agarrar sus cabellos y tirar de ellos con crispación.

-¡¡Largaos!! ¡¡¡Dejarme en paz!!! ¡¡No estáis aquí!! ¡Sois sólo un delirio de mi mente!

Cuando volvió a abrirlos, ya no estaban allí. Se habían marchado. ¿O quizá nunca estuvieron?

Miró en derredor, girando sobre sí mismo. No había nadie. Habían  desaparecido. El dormitorio…

Se dirigió allá. Lentamente, el corazón en un puño… como un sonámbulo que caminase hacia la condenación temiendo lo que en ella pudiera encontrar.

Estaba allí. Tumbada en la cama. Como siempre lo había estado desde que la sacara del congelador para momificar su cuerpo. Inerte y fría, impasible… serena como la muerte. La contempló apoyado en el marco de madera de la puerta.

El sonido de una risa…. Musical, en todo similar a la cantarina agua que discurre por los arroyos en el monte. Se giró como impulsado por un resorte.

Seguía allí. Sentada al sillón. El perro a su lado. No se había movido de aquél. Tan sólo había desaparecido del espectro perceptible para la humana visión por unos momentos. Continuaba mirándole de aquella manera. Burlándose de él.

Volvió a mirar el cuerpo en el lecho; y volvió a mirarla a ella. No, no era éste que se hubiera alzado. Era su negra alma, que había ascendido desde el Infierno para torturarle.

-No estás aquí… eres sólo un producto de mi mente. Una alucinación.

Volvió a reír.

-No eres real…

Una lánguida expresión.

-¿Realmente importa? Llegada desde el Más Allá o desde tu mente… el caso es que estoy aquí.

Cierto. Estaba aquí. Y era tan real como los delirios que puedan llevar a una persona a la muerte.

-No eres… no fuiste española. En vida. ¿Cómo ibas a hablar mi lengua?

-No seas estúpido.

Claro. No hablaba con una garganta carnal. Transmitía su pensamiento. Telepatía. O algo similar que pudiera utilizar un ser descarnado para comunicarse. Lo hacía directamente a su mente. No con palabras, sino con pensamientos que no conocían idiomas. No significados, sino significantes.

-¿Qué quieres de mí?

Una sonrisa…

-Oh, bueno… en realidad no estoy aquí para atormentarte. Fui una zorra viciosa en vida. Incluso me halaga el hecho de que, hasta después de muerta, mi cuerpo pueda crear una pasión tal como la que late en tu pecho. Me honras con ello más allá de lo que nadie antes honrara a otra diosa.

“Otra diosa…” Se concebía a sí misma como tal. No se le hacía recriminarle su pecado de vanidad. Un solo espejo ante el cual se hubiera colocado mientras vivió, no le hubiera permitido llegar a ninguna otra conclusión. Sí, era una diosa… y las diosas existen para ser adoradas.

-Ellos… ya son otro cantar.

-Ellos…

-Tu pasión ha abierto una puerta. La fuerza de tu sentimiento… la abrió para mí. Y por ella se han colado después los demás.

Entendía.

-¿Cómo puede ser? Mucha gente vive con sus pecados.

Movió el demonio la cabeza en un gesto indefinible, acompañado de un movimiento de su brazo hacia un lado, con la mano extendida, vuelta la palma hacia arriba.

-Las personas no son todas iguales. Cada cual tiene una predisposición diferente. La tuya es especialmente sensible para estas cosas.

Asintió con la suya.

-Ya veo…

La miró a los ojos. No, no estaba allí para atormentarle. Pero le divertía aquello. Era perversa…

-No lo imaginé… el día que vi a la ludópata en el bar. Fue real.

Volvió a sonreír. Maravillosa. Diabólica.

-Sí… la viste.

La vio.

-Tienes esa capacidad. No adquirió fuerza suficiente tu sentimiento hasta que me conociste y surgió en tu corazón la ardiente pasión que en el despierto, pero ya antes se había manifestado en mayor o menor grado.

Volvió a asentir.

-Ellos han traído la degeneración a mi vida.

Ahora fue ella la que lo hizo. Con su sempiterna sonrisa.

-Así es. Buscan su venganza. No todos. Sólo aquellos que se sintieron ofendidos por tus actos de necrofagia sobre sus cuerpos. Muchos los consideraron afrentas imperdonables.

-Ya…

Una luz de comprensión se hizo en sus ojos, provocando que aun se hiciera más intensa aquella sonrisa. Gruñó el animal.

-Sí… también él. Fue el primero.

El primero…

-Comiendo su carne, pasaron a ti sus vicios y pecados.

Tenía sentido. El perro… el suyo fue comer la carne de su dueña. Alimentarse de su cadáver. Necrófago. El primero…

-Sí… así fue como llegó a tu alma el demonio devorador de cadáveres.

Encajaba. Cuando comenzó a meter monedas en las tragaperras… no fue consecuencia de ningún sentimiento de culpa. Fue la tarada, que desde el otro mundo le acosaba para cobrarse su venganza. Después llegaron otros –vicios-.

-Y así fue como adquirí el talento necesario para reconstruir tu cuerpo. Necesitaban su puerta para venir a por mí. Me dieron las herramientas necesarias para que yo mismo se la abriera.

Esa sonrisa… ¡Dios! ¡Esa sonrisa! Y esos ojos. Verdes como el fuego de Lucifer. Chispeantes…

-Sí, tú mismo… la fuerza de tu pasión.

-Tu cuerpo junto a mí permanentemente, la incrementaría y haría más poderosa.

-Así es…

Locura. Demencia. Aquello no podía ser real.

-No puede ser… no soy el primero que come la carne de un semejante. Han existido caníbales. Incluso culturas a ello entregadas.

-Tú lo has dicho: culturas a ello entregadas. Asumían su antropofagia como algo normal y aceptado entre ellos. Lo tuyo es distinto. Para ti es un pecado. Algo que mancilla tu alma y la torna negra, arrastrándola al abismo.

>>Por otro lado… ya te lo dije: no todas las personas son iguales. Tú tienes una especial predisposición para estas cosas. No todos la tienen.

-Ya…

Silencio.

-¿Qué será…?

No se le escapaba que aquella situación, necesariamente, habría de desembocar en algo, y no a mucho tardar. Su vida se había visto abocada a una espiral que giraba conduciéndole a algún desenlace predeterminado. Ni siquiera contaba ya con un trabajo. Por el momento cobraba el subsidio por desempleo. No duraría por siempre. Ni siquiera con una base económica estable podía contar ya.

Ella simplemente se encogió de hombros, esbozando un gesto de desconocimiento por respuesta.

-¿Quién sabe?

-Ya… estás aquí para divertirte observándolo, ¿verdad? Como quien va al cine o al teatro.

Volvió a sonreír. No dijo nada.

-¿No harás nada por ayudarme?

Sonriente… siempre sonriente.

-Nada en absoluto. En vida abusé de mi cuerpo. Viví rápidamente. Nunca fui mujer virtuosa. Ahora me divertiré viendo como tus pecados arruinan la tuya. No participaré en ello, pero tampoco intervendré en tu auxilio. Por otro lado, poca sería la ayuda que te pudiera prestar. Será entretenido verte caer al abismo.

(Continuará…)

Dedicado a la figura de Adriana Sklenarikova. Una belleza fuera de toda medida.



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DEMONIOS

Fantasmas... son demonios. Surgen desde el Infierno para enseñarte el camino y arrastrarte a él. (Conclusión de la saga)



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