Cuando la
pasión por la carne muerta se conjuga con el amor por un cadáver de extraordinaria
belleza, las puertas del Infierno se abren para acoger en su seno al monstruo.
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Fue mientras
devoraba la carne de su última presa. Recostado sobre el sofá, frente al
televisor. Condimentada aquélla con salsa verde, como la que se usa para
acompañar los chuletones de buey. Una delicia. Nada igualaba el sabor del carne
humana cruda y en avanzado estado de descomposición, podrida, pero resultaba
agradable al paladar ofrecerle diferentes presentaciones y ésta era de sus
preferidas.
Los
telediarios abrieron con la noticia. Paula Hajeckova, la famosa top model eslovaca, había fallecido.
Todo parecía indicar que una sobredosis de cocaína podría haber sido la causa
del óbito. Alguien llamó a eso de las 3:00 de la madrugada aproximadamente a
los servicios de urgencia, para solicitar enviasen urgentemente una ambulancia
su domicilio en París. Cuando llegó la ayuda médica, ya era demasiado tarde.
Intentaron reanimarla camino del hospital, pero pudieron hacer nada por ella y
llegó a éste ya sin vida.
Se sospechaba que había habido con ella más gente aparte de la que
encontró el personal de urgencia al llegar y prestó declaración ante la Policía. Muchos debieron
escabullirse atemorizados por las posibles consecuencias que hubiera podido
depararles verse envueltos en un asunto así. La fémina era famosa por sus fiestas
y desenfreno. Había vivido deprisa e
intensamente, abocada a todo tipo de excesos. Sus compañías solían ser también
gente famosa. Deportistas, artistas, fotógrafos… incluso se la había llegado a
relacionar con políticos y personajes influyentes del mundo de las finanzas. Se
trataba de una auténtica belleza, una de esas diosas del Este que cuesta creer
puedan pertenecer a la misma especie que el resto de las mortales. Una hembra
así no resulta accesible para cualquiera. Se necesita una abultada cartera y un
Jaguar aparcado en la puerta para que
siquiera se digne mirarte. La clase de persona que cuenta con ello, no es de la
que puede permitirse verse implicada en algo así sin que se resienta su faceta
profesional, social…
Un escalofrío recorrió su
médula cuando apareció en pantalla un primer plano de su rostro. “¡Dios!” ¿Era posible ser tan bella? Sus
facciones parecían realmente moldeadas en la más fina y delicada porcelana. El
cabello rubio, ondulado; los ojos verdes, rasgados, con esa forma y color que
otorga a su dichosa propietaria un aspecto felino.
Se sintió estremecer. Nunca antes había contemplado beldad semejante.
En realidad, ni siquiera había sabido de la tal Paula hasta ese momento. El
nombre le sonaba y tenía un vago recuerdo de haber visto alguna rubia
espectacular en algún spot televisivo. Algo de cremas, Nivea o alguna otra por el estilo. No había prestado demasiada
atención. En ese tipo de anuncios siempre aparecen mujeres espectaculares. Tan frecuente
resulta, que llega a quedar como algo normal y rutinario su contemplación en
tal contexto, distrayéndose la atención con facilidad de ellos.
Ahora era distinto. El foco de atención estaba totalmente centrado en su
figura. Ella y no ninguna estúpida crema era la noticia. No venía de pasada,
sino protagonizando el suceso que haría correr ríos de tinta. Imposible no
fijarse en ella.
Andrés supo al momento que debía ser suya. Su carne. Debía comerla,
devorarla… Un impulso bestial, puramente animal. Necesitaba clavar en ella sus
dientes. En sus glúteos, sus pechos… morder y desgarrar aquella gloriosa
humanidad.
Un súbito ataque de deseo le poseyó, nublando todo entendimiento y
racionalidad. Debía ir a Francia. Salir inmediatamente hacia allí.
“Tranquilo, no te precipites. No
hay necesidad. Primero le harán la autopsia. No la enterrarán hasta dentro de
unos días, cuando el forense haya acabado con ella.”
Error. Al parecer, las circunstancias de la muerte y el motivo de ésta
se presentaban muy claras. Tanto que podría bastar el examen externo combinado
con el sanguíneo para confirmar el motivo de la misma.
“En pie, Andrés. Sales para
Francia ahora mismo.”
Dicho y hecho. Se aseguró antes de proveerse de todo aquello que
pudiera necesitar. Esta vez daría igual que la tumba se ubicara a ras de suelo
o en un nivel superior. Si ocurría lo segundo, simplemente extraería el ataúd y
lo dejaría caer al suelo. Ya lo había hecho en alguna otra ocasión, cuando la
excitación le vencía y no podía esperar. Entonces salía de la ciudad con
destino a alguna otra de cualquier provincia diferente a la suya. Buscaba una
sepultura reciente y, sin más, se encontrase donde se encontrase, la profanaba
y extraía de ella el cuerpo que albergaba para comer su carne. No podía
devolver después caja y ocupante a su lugar, claro, dada la ubicación de éste y
el peso de aquéllos, pero tampoco importaba demasiado. Se trataba de
cementerios a los cuales ya no volvería, al menos en mucho tiempo. No había de
qué preocuparse.
Tomó la cuerda y también la pata de cabra para forzar la tapa. También
se hizo con una pala, por si acaso la enterraban en lugar de emparedarla.
Cuchillo, garfio… Iba a la aventura, sin saber lo que podría encontrar.
Existían camposantos cercados por muros de tres o cuatro metros de altura y
verjas que no daban opción al salto. Ya antes había tenido ocasión de conocer
alguno de esos. Asegurar. No podía descuidar ningún detalle. No haría el viaje
en balde. Debía comer de aquella carne. La diosa debía ser suya, nunca antes en
su vida había sentido necesidad tan imperiosa. Y debía serlo antes de que el
cadáver comenzase a hincharse y descomponerse. En otros cuerpos no le
importaba. Incluso lo prefería así, dada su consumada afición por la
podredumbre. Éste en cambio… era demasiado hermoso. Debía acceder a él en su
plenitud, antes de que el proceso de degeneración mancillase su belleza.
Ni siquiera buscó un hotel al llegar a la capital francesa. Tan sólo indagó en Google a través de su celular el lugar de ubicación del cementerio. El de Père-Lachaise, por supuesto. ¿Dónde sino podrían dar sepultura a una top model de prestigio y talla internacional? Una vez lo hubo hallado se alejó un poco, solamente para buscar algún pequeño restaurante donde comer algo. Finalmente optó por entrar a un hipermercado para comprar pan, zumo y algo de embutido. La vieja solución circunstancial de toda la vida a las necesidades de alimentación durante un viaje.
Tampoco se llevó demasiado. Lo justo para calmar un tanto su estómago.
Quería llegar hambriento al festín que le esperaba, para así poder deleitarse
con total plenitud con la carne de su diosa.
Más tranquilo ya, sabiendo que tan sólo sería cuestión de esperar, se
retiró a un lugar no excesivamente apartado y aparcó allí el coche para dormir
un poco. A través del móvil se mantendría permanentemente informado, aguardando
el momento del entierro. Había traído ropa para tres o cuatro días. Aunque
tardase treinta o cuarenta, tres o cuatro años, no se movería de allí hasta
haber consumado su aberrante propósito.
Ni siquiera había avisado en el trabajo. Ya inventaría algo al
regresar. Si es que había algún trabajo al que regresar cuando volviera.
Finalmente el cadáver fue sepultado. Un momento emotivo. A él
asistieron amigos y compañeros de trabajo de la desdichada. Algunas féminas
entre estos últimos, probablemente, tan bellas como ella misma. La belleza no
es subjetiva. Lo son los ojos con que se la admira. Lo que depende de cada cual
es el gusto y las preferencias personales, no el canon mismo que la define,
perfectamente esbozado éste en nuestra memoria genética en base a las
cualidades óptimas del individuo para garantizar una descendencia adecuada.
También acudieron otros
habituales del famoseo y el papel couché.
Andrés pudo reconocer a varios de ellos.
Un popular actor de atractivo abstracto en su fealdad, que en su día salió con
una diosa rubia española, actualmente actualmente casada con otro hombre y
viviendo la aventura de las Américas; una deidad de ébano estadounidense
emparejada ahora con otro célebre actor galo, éste sí, muy bien parecido; la
megafamosa esposa de un ex presidente de la República, ex modelo y
cantante…
Se entretuvo, una vez hubo concluido el ritual del último adiós, dando
un paseo por el camposanto para visitar las tumbas de tantos y tantos famosos
que allí reposaban por toda la eternidad. Jim Morrison, Oscar Wilde,
Edith Piaf, Honoré
de Balzac… ¿quién coño era Honore de Balzac? Leyendo en la lápida, tuvo
conocimiento de que se trataba de algún famoso novelista del siglo XIX. ¡Bah!.
Él era un cateto. Ni siquiera terminó los estudios de primaria. No había leído
un libro entero en su vida, ni tenía proyecto de hacerlo en lo que restaba de
ésta. ¿Qué le importaba a él la tumba de un juntaletras?
Otras, como la de Jim Morrison, el famoso vocalista de The doors, ya eran otra cosa. De haber estado allí en otro momento, cuando fueron enterrados…
Nada que lamentar. Estaba
ahora, un objetivo mucho más atractivo a su alcance.
Regresó esa misma noche.
Conocido el lugar de ubicación exacto, memorizado al detalle el trayecto hasta
él, recorrido bajo la siniestra luz de la luna el mismo camino que había transitado
durante el día bajo la radiante del sol. La pala al hombro, la mente fija en
una idea… Finalmente fue en una tumba de suelo que le dieron sepultura. Claro.
Mucho más glamour que las de muro.
¿Cómo iba a conformarse con una de ésas una reina de la pasarela, protagonista
habitual de las portadas de Vogue,
Cosmopolitan…?
Todavía no habían colocado
la lápida. Tardarían algunos días en grabarla y traerla. Sin pararse a pensarlo
demasiado, hundió aquélla en la tierra recién removida y comenzó a cavar. Ya
tenía experiencia en su oficio. Y sin embargo la excitación volvía a invadirle,
casi tan intensa como la primera vez. Ésta no era una más. El cuerpo que en
esta ocasión buscaba no era un simple cadáver más. Era la más gloriosa de las
anatomías la que ahora motivaba su actividad. Avanzaba hacia la profanación del
más sagrado templo de la más excelsa de las diosas. La herejía tomaba esencia
en su ánimo, estrujando el alma.
Llegó finalmente a la
madera de la caja, procediendo a forzar la tapa a continuación con la pata de
cabra que portaba en la pequeña mochila a su espalda para tal menester. Bajo el
plateado manto de la diosa Selene, que todo lo cubre con su magia y misterio en
las horas en que reina suprema, se reveló para él el despojo mortal de la
divina eslava.
“¡Oh, Dios…!” Andrés sintió encoger el corazón. Resultaba todavía
más bella en la muerte de lo que lo había sido en vida. Serena, imperturbable,
recibía su perfecto rostro el baño de plata que desde el firmamento aquella
derramaba para honrarla y reconocerla entre sus hijas predilectas.
Había algo… un sentimiento
diferente. No era lo mismo que en las otras ocasiones. Sacó la pequeña navaja
para cortar la mortaja. Más útil para tal menester que el gran cuchillo de
cocina fijo en su cintura. También éste tenía su propia función. Perforó con la
punta la tela y tiró hacia arriba para rasgarla.
El cuerpo que apareció
ante él, era algo que sólo podía haber salido de la delirante fantasía de algún
escultor loco. Sus medianos pechos, iniciadores de un tímido avance hacia
grandes, se revelaban redondos y plenos. Tan perfectos e ideales como pudiera
la humana imaginación concebir. Su vientre plano, flanqueado por una grácil
cintura que se abría hacia las caderas en una curva impecablemente trazada,
sueño de artista obsesionado por la búsqueda de la perfección. Sus muslos
marmóreos… unas piernas larguísimas, desquiciadoramente torneadas.
Andrés sintió su virilidad
alzarse incontenible bajo la prisión de tela de su pantalón.
Fue un impulso repentino,
irreprimible. No estaba allí para eso. Nunca antes lo había hecho. Ni tan
siquiera se le había pasado por la cabeza. Tampoco en esta ocasión. Tan sólo
había deseado comer su carne. Y sin embargo…
Sacó el cuerpo del cofre y
allí mismo, sobre la tapa de éste, la poseyó bajo la luz de la luna, cubierto
por el gélido abrazo del invierno continental.
Fue el mejor coito de su
vida. En él alcanzó un orgasmo como nunca antes, traspasadas las fronteras de
lo puramente sensorial para acceder al mundo de lo propiamente místico. Como
una experiencia religiosa.
Eyaculó larga y
abundantemente en el interior de la muerta vagina. Sus paredes, incapaces ya de
contraerse y dilatarse en función de las sensaciones experimentadas por su
dueña, habían acogido a su miembro sin
capacidad para resistirse o acceder, negar o afirmar. Fría… Remitidos los
efectos del rigor mortis, el cuerpo
recuperaba su flexibilidad, que no su temperatura. El amor con un cadáver se
reveló para Andrés infinitamente superior al sexo ordinario.
Su mente se encontraba
completamente turbada. ¿Qué estaba haciendo? Aquello era algo completamente
novedoso. Recorría esa noche un nuevo pasillo en el laberinto de su perversión,
imposible intuir el destino hacia el cual ésta le conducía.
No podía devorar su carne.
De repente fue consciente. Contemplando aquella gloriosidad carnal de nuevo,
acariciada por los fríos rayos plateados que desde el cielo nocturno caían para
introducirse en el hoyo de su tumba, entendió que jamás podría profanar
semejante hermosura. Era demasiado bella. Como una María oscura: una Virgen de
perversión y pecado, frente a la pura y virtuosa que adoraban los seguidores del
crucificado. Algo ante lo que postrarse y rendir culto, no que agredir
hundiendo en ello sus dientes.
Era locura lo que pensaba,
pero es la locura y no la razón lo que a menudo motiva nuestros actos y nos
llevan a la evolución. Llevaría el cuerpo consigo de vuelta a España. Para qué,
ni él o tenía claro. Lo único que sabía era que no destruiría su belleza. Aquel
esplendoroso cadáver no sería corrompido por el proceso natural de
putrefacción. No se alimentaría con su carne, ni serviría de pasto a los
gusanos.
La misma cuerda que, asegurada
a una cruz de piedra, había introducido en el agujero como vía de salida del
mismo una vez concluida su necrófaga actividad –previsible, hasta ese momento,
necrófaga actividad-, le sirvió para, atando a ella el cuerpo, alzarlo y
sacarlo de allí. Los pies apoyados con fuerza en la tierra al borde del mismo,
tirando con toda la energía que su ser físico podía acumular, como aquella
primera noche en que tiró para sacar aquel primer cofre de su nicho en la
pared.
Luego cargó con él al
hombro y se alejó en dirección a la tapia, siguiendo una vez en ella el mismo
proceso para pasarla al otro lado de ésta. Se aseguró antes de cubrirla de
nuevo con la mortaja, la cabeza con su propio jersey. No podía consentir que la rugosa piedra rasgara la delicada
piel de la diosa. Demasiado hermosa. Belleza más allá de las mundanas
circunstancias, concebida para habitar universo intemporal en el cual nada pudiera
afectarla.
Previamente había acercado
hasta ese punto por el cual salió del camposanto el coche. No podía arriesgarse
a recorrer la distancia hasta el lugar en que antes lo había aparcado con su
macabra carga a cuestas.
Lo introdujo con sumo
cuidado en el maletero, arrancando el motor a continuación y poniendo rumbo a
casa inmediatamente.
Condujo durante toda la
noche y muchas horas del día después. Pasada la frontera, quedaba más
tranquilo. La idea que preocupaba era la que tenía que ver con la posible
actuación de la policía francesa una vez alguien reparase en la tumba profanada
y lo pusiese en su conocimiento. Si de alguna manera hubieran tenido
conocimiento de las violaciones de sepulturas acontecidas en España desde hacía
algunos años, quizá se les ocurriera relacionarlas y establecer controles en la
aduana, como los que se hacían cuando buscaban a algún terrorista. Mala cosa:
difícil hacer pasar desapercibido un cadáver en el maletero.
Afortunadamente, consiguió
pasar la frontera a primeras horas de la mañana, cuando todavía la profanación
no debía haber sido descubierta o, al menos, antes de haber transcurrido el
tiempo necesario para permitir a las autoridades galas tomar las primeras
medidas. Condujo para ello como un loco, pisado a fondo el acelerador y
reduciendo lo imprescindible en las curvas.
Llegado ya a casa, el
coche en el garaje del sótano, esperó a la noche para bajar con un saco y subir
el cuerpo a su apartamento. Afortunadamente, estaban en lo más crudo del
invierno. De haberse encontrado en una estación más cálida, la temperatura
hubiera acelerado el proceso de descomposición del cuerpo.
El viaje de vuelta había traído
tiempo para pensar. La mente abotargada, confusamente, sumida en el caos
surgido de la excitación, pero pensar al fin y al cabo. Había tenido ideas.
Aprovechó lo que restaba del día hasta la hora de cierre de los negocios y
comercios por la tarde, para buscar un congelador. De esos que usan en los
bares y heladerías para mantener los helados. ¿Dónde diablos se compra una
máquina de esas? En algún establecimiento especializado, claro. Complicado en
plena época de frío. Al menos encontrarlo con la urgencia que el caso requería.
Finalmente recurrió a Internet. ¿Cómo
no lo había pensado antes? Estamos en los comienzos de la era virtual. La forma
más rápida y directa de hacerlo todo, es a través de la red de redes. También
la más discreta. Una búsqueda con la premura y precipitación que imponían las
circunstancias, podría haber escamado a alguien. Nada especialmente
preocupante. En tanto no viniera acompañado de una eventual desaparición de
alguna persona, no provocaría la curiosidad de los de la placa. Mejor evitar
cualquier posible recelo, policial o no. En cualquier caso. Doscientos euros.
Nuevo y en perfecto estado. Incluso se lo trajeron a casa.
-Estoy harto de los
precios de la carne, el pescado, el marisco… A partir de ya, todo congelado. Más barato.
Una expresión de difícil
interpretación, asociada a una sonrisa de circunstancias, fue la única
respuesta que pudo esgrimir ante tal argumento el vendedor. También los vecinos
lo encontraron curioso. Comprar en ofertas, congelado y por kilos, para
congelar. El compartimento congelador de los frigoríficos normales, con sus reducidas
dimensiones, apenas daba para unas cuantas cosas. En fin, cada cual con sus
manías.
Después se convirtió en un
experto en el proceso de momificación y Taxidermia. También en peluquería,
maquillaje y diferentes manualidades y artesanías. Sendos cursos on line, haciendo las prácticas con
pelucas artificiales, bustos de plástico, máscaras... Respecto del último grupo
de especialidades mentadas, claro, no de las anteriores. Sobre ésas,
simplemente se informó y practicó por su cuenta. Mucho. Con gatos muertos que
recogía de las carreteras o conejos y gallinas que compraba y sacrificaba ex profeso. Luego pasó a bestias de más
entidad. Perros, incluso alguna cabra u oveja robada en el campo.
Al principio costó. Buscar
la información. No resulta fácil ilustrarse sobre actividades de ese tipo. La Taxidermia,
todavía, se mantiene como algo más asequible: la momificación… hace falta
verdadero interés, mucha voluntad y perseverancia, y todo el talento natural y
la inspiración del mundo.
Fue creativo. Innovó para combinar
los diferentes procedimientos y técnicas. No se atrevió a tocarla hasta que
estuvo seguro de poder hacerlo con absolutas garantías. A ella. Su cuerpo.
Ella… para él era ella. No la concebía como un simple objeto. Era ella, no
ello. Su amada. Su versión oscura de La
novia cadáver. Aquello no era una ninguna comedia. Era un romance macabro y
real.
Le costó un par de años de
intensa dedicación y aprendizaje a través de la escuela de prueba y error,
adquirir el dominio y pericia suficientes. Finalmente consiguió dominar las
diferentes especialidades. Realmente llegó a adquirir la habilidad propia de un
maestro. Parecía haberse revelado especialmente dotado para ellas. Nunca lo
hubiera imaginado. Que él supiera, jamás había destacado especialmente en nada.
Ningún talento reseñable, nada que le separase del grueso más gris y anodino
del rebaño humano. A veces esas cosas permanecen ocultas hasta que, de la forma
más casual, vienen a mostrarse para pasmo y sorpresa de cualquiera, incluido
uno mismo. El más excelso de los disecadores del Antiguo Egipto, se hubiera
sentido pagado de poder contarlo entre sus más preciados aprendices.
Lo primero que hizo fue
retirarle la piel. Por partes, tal y como había aprendido a hacer, y con el
mayor de los cuidados. Cortando siempre por los lugares que mejor pudieran
ocultar después dicha operación. En la parte de la cabeza, atravesando el cuero
cabelludo por la mitad. En el torso por la espalda, en las extremidades por la
parte de atrás de éstas.
Luego procedió a vaciar el
cuerpo de sus vísceras. Rajó su vientre y extrajo de él intestinos, estómago,
pulmones… Con las manos desnudas, extasiándose en el placer que le
proporcionaba su viscoso tacto. Con éstos últimos hubo de esforzarse, habida
cuenta de su posición por encima de abertura practicada. El cerebro consiguió
extraerlo a través de la nariz, sirviéndose de instrumentos adecuados.
Esa misma noche se dio un
auténtico banquete con las entrañas de su diosa. ¡Había esperado tanto para
poder hacerlo! Sus ojos, sus tripas… especialmente sabrosos encontró su corazón
y sus sesos. Algo totalmente subjetivo, por supuesto. Resultaba imposible no
dejarse arrastrar por las connotaciones culturales a ellos asociados. Sintió
estar devorando su pasión, su pensamiento… estar haciéndola suya, fusionándola
con su propia carne y esencia. Cuando aplastó el globo ocular entre sus muelas,
masticándolo y derramando sus líquidos y humores en el interior de su boca,
casi creyó ver lo que ella había visto.
Como se ha dicho, fue
creativo. Para disecar a un animal, se necesita una escultura de su cuerpo.
Pues bien, ¿qué mejor escultura que éste mismo? ¿Qué mejor réplica de sus
formas y relieves?
Tenía una idea muy exacta
acerca de lo que quería hacer y cómo proceder. Lo primero fue hacer un molde de
escayola, usando aquél, aún intacto y sin rajar, como base para ello. A partir
de éste, pudo esculpir a continuación una versión de su anatomía de idéntico
material que le sirviera como referencia y orientación.
Luego pasó al proceso de
momificación del cadáver, vaciándolo como se ha descrito y rellenándolo con
silicona industrial, dándole la forma ideal y cosiendo luego para cerrarlo de
nuevo. También cortó alrededor de los lugares correspondientes a las
articulaciones, para retirar rótulas y/o separar aquéllas un poco. Sólo un
poco.
Una momia no conserva la
apariencia que el cuerpo tuvo en vida. La deshidratación de los tejidos hace
que estos pierdan la mayor parte del volumen que tuvieron, mostrando al final
de la fase de secado un aspecto huesudo y un color ocre, para nada evocador de
los tiempos de lozanía de los tejidos momificados.
Contaba con ello. El
siguiente paso fue el más delicado, procediendo a cubrir cada una de las partes
con silicona y moldeándola hasta darles el grosor y forma adecuada. Se apoyó
para ello en los mismos moldes de escayola que ya había usado para construir su
modelo. Una labor sublime, de auténtico artista.
Usó también el polímero
sintético para rellenar los huecos vaciados en las articulaciones y ensamblar
éstas de nuevo. La idea era que, de esa manera, el cuerpo quedase articulado.
Se ayudó para ello de algunas piezas móviles artificiales, fijándolas al hueso.
Implantó una vagina y un
ano de látex en los lugares que anteriormente ocuparon los verdaderos. Los
consiguió de una muñeca hinchable, expresamente comprada para tal menester. Los
separó de ella y los colocó allí, perfectamente ubicados y fijados. No quiso
hacer lo mismo con su boca. Hubiera sido un verdadero crimen mancillar la
belleza de aquellos labios con una grotesca mueca que la mantuviera abierta.
Tampoco la cerró del todo. Quería tener visión de sus blancos y divinos
dientes, poder introducir su lengua allí para besarla y lamerlos. Ellos y toda
su cavidad bucal. La dejó entreabierta. Una expresión de lánguido erotismo… Las
piernas algo separadas. No demasiado. Lo justo para permitir el acceso a su
gruta de placer.
Dudó acerca de la
conveniencia de proporcionarle unos ojos de cristal. Finalmente optó por
hacerlo, pero manteniendo sus párpados sellados. Nunca la vil materia inerte
hubiera logrado aproximarse siquiera a la belleza de aquellas estrellas que
descendieron del firmamento para, en vida, adornar un rostro que no podía
admitir menor grandeza y esplendor. Casi entendía la idea como una especie de
herejía. Por otro lado, la hermosura de la diosa se hallaba ahora en la muerte.
En su condición de cadáver. Serena, imperturbable… resultaba adorable con los
ojos cerrados.
Finalmente, para glúteos y
pechos consiguió hacerse con sendas prótesis de silicona del tamaño justo e
ideal.
Una vez acabado el proceso
de formación, procedió a cubrirla de nuevo con su propia piel. No usó aguja e
hilo para coser, sino que, directamente, cerró pegando los bordes que había
separado el corte por la parte interior a la escultura. Luego, una vez hubo
acabado, cubrió la zona de unión con el mismo gelatinoso material y alisó para
igualar.
Par terminar, untó la piel
con abundante crema hidratante y, una vez la hubo absorbido, la cubrió con
maquillaje corporal y facial para darle el color adecuado.
El resultado fue una
auténtica obra maestra. Los cortes resultaban totalmente inapreciables. El
tacto de la silicona similar en alguna manera al de la carne, al tiempo que la
rigidez de los tejidos momificados bajo ella evocaban la muerte y la condición
de cadáver de aquella maravilla. Perfectamente peinada y maquillada. Su pelo
rubio como nunca, los párpados pintados de verde. Negro rimel para sus pestañas
de abanico, carmín para sus labios de pasión… bella como jamás podría serlo
criatura viviente alguna. Bella como la muerte.
No hubo noche que no le
hiciera el amor. Como un poseso. Un verdadero loco enamorado. Y ella siempre
devolvía sus besos. A su manera. Como sólo puede devolverlos una muerta.
Psicológico. Siempre psicológico.
La cuidó y mimó.
Lavándola, peinándola con todo el cuidado del mundo, procurando siempre no
arrancar sus dorados y divinos cabellos.
No abandonó sus necrófagas
aficiones, claro está. Siguió asaltando cementerios en la noche, profanando sus
sepulturas para alimentarse de los cuerpos putrefactos que albergaban y
proveerse de carne hedionda para sus banquetes hogareños.
Su vida había derivado en
una profunda y constante paranoia. En ocasiones costaba diferenciar la realidad
de lo que tan sólo estaba en su mente. De sus pensamientos y emociones. Por
momentos, llegaba a sentirse marear en plena calle y perder contacto con el
tejido de aquélla. Resultaba complicado de explicar. Incluso para sí mismo. A
veces, de repente, sentía como si miles de atenciones se centraran en él, como
si hasta los mismos edificios y árboles que escoltaban las calzadas reparasen
en su existencia y se volviesen con ojos siniestros para contemplarle. Otras,
era como percibir una sensación de coro de silenciosas carcajadas a él
dedicadas. Como si todos los viandantes e incluso los perros y gatos con que de
tanto en tanto se cruzaba, se riesen y burlasen de él desde su interior, sin
dejar trascender en ningún momento su malsana mofa, salvo para aquella extraña
percepción extrasensorial.
Era el sentimiento de
sentirse sucio y purulento por dentro, que le acosaba. Había estado ahí desde
el primer momento. Desde aquella primera noche en que saltó la valla del
camposanto para cebarse con el cuerpo de aquella chalada ludópata. Tenía el
alma enferma, podrida… como la carne de los cadáveres con que se alimentaba. Y
desde ella la putrefacción surgía incontenible para anegarlo todo. Era como
vivir inmerso en un mar de descomposición, poblado por gusanos y otros seres
que se arrastraban en la repugnancia y se fusionaban con su esencia.
Todo parecía abocado a una
espiral que cada vez lo absorbía y hacía
girar con más fuerza, atrayéndolo hacia algún oscuro lugar. Como un invisible
agujero negro que no delata su presencia más que indirectamente, a través de la
curvatura que causa en la luz que pasa por sus cercanías y del que nada escapa
una vez ha traspasado el límite de no retorno, en el cual materia ni energía
alguna puede contrarrestar ya su fuerza. Él había traspasado ya ese límite. Lo
sabía. Lo sentía…
Hacía tiempo que había
terminado con Susana. Esa estúpida… su vida y aficiones resultaban incompatibles
con su relación con ella. En realidad, resultaban incompatibles con cualquier
tipo de relación. Ahora compartía su casa con un cadáver –bellísimo cadáver-,
pero incluso sin tan macabra presencia en ella, el mismo estado de excitación,
rayano en el puro delirio, en que permanentemente se encontraba, lo convertía
en un ser necesariamente solitario y huraño. Sin amigos, sin visitas…
También en el trabajo las
cosas iban mal. En las ocasiones en que, por asaltarle la imperiosa necesidad
de comer carne de muerto, no podía esperar a la ocasión adecuada para saciar su
necrófago apetito en su propia ciudad, salía decididamente de ella en busca de
algún camposanto en cualquier otra en que no hubiera actuado con anterioridad.
A veces llegaba a su puesto sin dormir, hecho una piltrafa. En otras, ni
siquiera llegaba. Luego inventaba excusas y explicaciones. Cada vez resultaba
más difícil encontrarlas. Cada vez menos creíbles éstas. No tardaría en perder
su empleo. ¿Qué sería entonces? ¡Bah!, qué más daba. Ya pensaría en eso cuando
llegase. Si era que había algo que pensar. Cada vez lo hacía menos. Pensar.
Cada vez actuaba más por impulso, como un simple animal.
Acumulaba vicios.
Borracho, cocainómano, ludópata… toda la humana degeneración se venía sobre él
como una avenida entera de edificios que caen en un terremoto para cubrir
estruendosamente con escombros y una nube de polvo la calzada.
………………………………………………..
Fue una tarde como
cualquier otra. A eso de las 18:00 o las 18:30, no hubiera sabido decirlo
exactamente, cuando ya el sol comenzaba a declinar en busca de resguardo tras
las montañas en el horizonte. Despertaba de su siesta vespertina. Desde que
perdiera su empleo, despedido a consecuencia de su anárquico e inconstante
comportamiento, vivía de una forma totalmente desordenada. Comiendo y durmiendo
cuando tenía hambre o se sentía cansado, sin horario ni orden preestablecido.
Supo que había algo fuera
de lo normal desde el primer momento. Precisamente había venido saliendo de su
sueño a consecuencia de ello. Una sensación extraña. Como la que pueda sentirse
cuando alguien pasa sobre tu tumba. Una percepción como de frío no sensorial.
Estaba al otro lado de la
habitación. En la puerta. Podía sentirlo. El qué, no hubiera podido decirlo.
Algo que hacía nacer en él un comienzo de escalofrío, asustándole hasta el
punto de no atreverse a girarse para encararlo. A su lado, en el lecho, su
amante cadáver. Siempre allí, siempre con él…
Finalmente lo hizo. No
tuvo más medio. No podía quedarse allí para siempre, mirando hacia la pared
opuesta y aferrado a las sábanas, subidas éstas hasta la mitad del rostro,
arrebujado en ellas como un chiquillo aterrorizado por la oscuridad.
El escalofrío tomó cuerpo
haciéndose realidad, cuando descubrió el objeto de su inquietud. Allí, apoyada
en el marco… mirándole cínica y sonriente. Ella…
-No eres real… no estás
aquí.
Su sonrisa se hizo más
intensa, al tiempo que sus ojos verdes brillaban con un fulgor alimentado por
las llamas del Infierno. Su cuerpo… no estaba a su lado… en la cama. Se había
alzado desde la muerte para venir a atormentarle.
Un sonido familiar. Uñas
golpeando suavemente el suelo de baldosa. Al costado de la diosa, rozando su
sensual camisón de finísima seda blanca, un amenazador can aparece procedente
del salón. Un enorme rotweiller,
negro como las puertas de la muerte. Se para a su lado para observarle feroz.
Gruñendo, el hocico arrugado para mostrar sus agudos colmillos. Cojea… le falta
una sección de carne en el muslo izquierdo. Amputada por un limpio corte,
mostrando la ensangrentada herida.
Burlona, perversa,
simplemente se dio la vuelta para dirigirse al centro de la estancia contigua a
aquella de la cual había llegado el animal.
Se había orinado en la
cama. Venían a buscarle. Estaban aquí. El puro terror le paralizaba. Le llevó
un rato reunir el valor necesario para conseguir alzarse y vestirse. Seguía
siendo lo mismo. No podía quedarse allí para siempre. ¿O quizá sí? Finalmente
lo logró.
Ella le contemplaba diabólicamente sarcástica
sentada al sillón, encarado éste hacia la puerta del dormitorio. El perro a su
lado, acariciando su cabeza.
Se miraron a los ojos.
-¿Qué quieres?
Venía para algo. Estaba
claro. No dejaba de sonreír. Sus ojos… ¡Dios! Era como contemplar un fastuoso
incendio que avanza hacia ti sin que puedas alejarte de él, cautivado e
inmovilizado por su inconmensurable belleza.
No venía sola. No era
únicamente el animal. Habían venido más con ella. Una presencia… junto a él, a
sus espaldas.
Girándose con el corazón
encogido, descubrió allí a una segunda fémina. Compartidora de su sexo, jamás
de su hermosura. Sintió otro escalofrío recorrerle la médula.
-A ella ya la conoces.
Se volvió de nuevo. Hacia
ella. Hacia la diosa. Diosa oscura… demonio.
Sí, la conocía. A la otra.
Ya antes la había visto. Aquel día en que vino a atormentarle cuando jugaba en
la misma máquina en que tantas veces lo hizo ella en vida. La ludópata…
Luego llegaron más… y más…
Almas acusadoras, demonios surgidos del Averno… la estancia se llenó de ellos,
toda la casa. Le miraban con ojos perversos, aterrorizándole y llenándole de
pavor. No podía reconocer sus rostros, pero conocía su identidad. Eran los
espíritus de sus presas. Aquellos cuya carne muerta había devorado. Algunos se
mostraban con el aspecto que debieron tener en vida. Otros, menos vanidosos,
más terroríficos, con el de sus cadáveres hinchados y en descomposición,
algunos con las amputaciones derivadas de sus necrófagos festines.
-¡¡¡No!!!... –gritó desde
la más profunda desesperación, los ojos cerrados con fuerza. Encogido, las
manos llevadas a la cabeza para agarrar sus cabellos y tirar de ellos con
crispación.
-¡¡Largaos!! ¡¡¡Dejarme en
paz!!! ¡¡No estáis aquí!! ¡Sois sólo un delirio de mi mente!
Cuando volvió a abrirlos,
ya no estaban allí. Se habían marchado. ¿O quizá nunca estuvieron?
Miró en derredor, girando
sobre sí mismo. No había nadie. Habían
desaparecido. El dormitorio…
Se dirigió allá.
Lentamente, el corazón en un puño… como un sonámbulo que caminase hacia la
condenación temiendo lo que en ella pudiera encontrar.
Estaba allí. Tumbada en la
cama. Como siempre lo había estado desde que la sacara del congelador para
momificar su cuerpo. Inerte y fría, impasible… serena como la muerte. La
contempló apoyado en el marco de madera de la puerta.
El sonido de una risa….
Musical, en todo similar a la cantarina agua que discurre por los arroyos en el
monte. Se giró como impulsado por un resorte.
Seguía allí. Sentada al
sillón. El perro a su lado. No se había movido de aquél. Tan sólo había
desaparecido del espectro perceptible para la humana visión por unos momentos.
Continuaba mirándole de aquella manera. Burlándose de él.
Volvió a mirar el cuerpo
en el lecho; y volvió a mirarla a ella. No, no era éste que se hubiera alzado.
Era su negra alma, que había ascendido desde el Infierno para torturarle.
-No estás aquí… eres sólo
un producto de mi mente. Una alucinación.
Volvió a reír.
-No eres real…
Una lánguida expresión.
-¿Realmente importa?
Llegada desde el Más Allá o desde tu mente… el caso es que estoy aquí.
Cierto. Estaba aquí. Y era
tan real como los delirios que puedan llevar a una persona a la muerte.
-No eres… no fuiste
española. En vida. ¿Cómo ibas a hablar mi lengua?
-No seas estúpido.
Claro. No hablaba con una
garganta carnal. Transmitía su pensamiento. Telepatía. O algo similar que
pudiera utilizar un ser descarnado para comunicarse. Lo hacía directamente a su
mente. No con palabras, sino con pensamientos que no conocían idiomas. No
significados, sino significantes.
-¿Qué quieres de mí?
Una sonrisa…
-Oh, bueno… en realidad no
estoy aquí para atormentarte. Fui una zorra viciosa en vida. Incluso me halaga
el hecho de que, hasta después de muerta, mi cuerpo pueda crear una pasión tal
como la que late en tu pecho. Me honras con ello más allá de lo que nadie antes
honrara a otra diosa.
“Otra diosa…” Se concebía a sí misma como tal. No se le hacía
recriminarle su pecado de vanidad. Un solo espejo ante el cual se hubiera
colocado mientras vivió, no le hubiera permitido llegar a ninguna otra
conclusión. Sí, era una diosa… y las diosas existen para ser adoradas.
-Ellos… ya son otro cantar.
-Ellos…
-Tu pasión ha abierto una
puerta. La fuerza de tu sentimiento… la abrió para mí. Y por ella se han colado
después los demás.
Entendía.
-¿Cómo puede ser? Mucha
gente vive con sus pecados.
Movió el demonio la cabeza
en un gesto indefinible, acompañado de un movimiento de su brazo hacia un lado,
con la mano extendida, vuelta la palma hacia arriba.
-Las personas no son todas
iguales. Cada cual tiene una predisposición diferente. La tuya es especialmente
sensible para estas cosas.
Asintió con la suya.
-Ya veo…
La miró a los ojos. No, no
estaba allí para atormentarle. Pero le divertía aquello. Era perversa…
-No lo imaginé… el día que
vi a la ludópata en el bar. Fue real.
Volvió a sonreír.
Maravillosa. Diabólica.
-Sí… la viste.
La vio.
-Tienes esa capacidad. No
adquirió fuerza suficiente tu sentimiento hasta que me conociste y surgió en tu
corazón la ardiente pasión que en el despierto, pero ya antes se había
manifestado en mayor o menor grado.
Volvió a asentir.
-Ellos han traído la
degeneración a mi vida.
Ahora fue ella la que lo
hizo. Con su sempiterna sonrisa.
-Así es. Buscan su
venganza. No todos. Sólo aquellos que se sintieron ofendidos por tus actos de
necrofagia sobre sus cuerpos. Muchos los consideraron afrentas imperdonables.
-Ya…
Una luz de comprensión se
hizo en sus ojos, provocando que aun se hiciera más intensa aquella sonrisa.
Gruñó el animal.
-Sí… también él. Fue el
primero.
El primero…
-Comiendo su carne,
pasaron a ti sus vicios y pecados.
Tenía sentido. El perro…
el suyo fue comer la carne de su dueña. Alimentarse de su cadáver. Necrófago.
El primero…
-Sí… así fue como llegó a
tu alma el demonio devorador de cadáveres.
Encajaba. Cuando comenzó a
meter monedas en las tragaperras… no fue consecuencia de ningún sentimiento de
culpa. Fue la tarada, que desde el otro mundo le acosaba para cobrarse su
venganza. Después llegaron otros –vicios-.
-Y así fue como adquirí el
talento necesario para reconstruir tu cuerpo. Necesitaban su puerta para venir
a por mí. Me dieron las herramientas necesarias para que yo mismo se la
abriera.
Esa sonrisa… ¡Dios! ¡Esa
sonrisa! Y esos ojos. Verdes como el fuego de Lucifer. Chispeantes…
-Sí, tú mismo… la fuerza
de tu pasión.
-Tu cuerpo junto a mí
permanentemente, la incrementaría y haría más poderosa.
-Así es…
Locura. Demencia. Aquello
no podía ser real.
-No puede ser… no soy el
primero que come la carne de un semejante. Han existido caníbales. Incluso
culturas a ello entregadas.
-Tú lo has dicho: culturas
a ello entregadas. Asumían su antropofagia como algo normal y aceptado entre
ellos. Lo tuyo es distinto. Para ti es un pecado. Algo que mancilla tu alma y
la torna negra, arrastrándola al abismo.
>>Por otro lado… ya
te lo dije: no todas las personas son iguales. Tú tienes una especial
predisposición para estas cosas. No todos la tienen.
-Ya…
Silencio.
-¿Qué será…?
No se le escapaba que
aquella situación, necesariamente, habría de desembocar en algo, y no a mucho
tardar. Su vida se había visto abocada a una espiral que giraba conduciéndole a
algún desenlace predeterminado. Ni siquiera contaba ya con un trabajo. Por el
momento cobraba el subsidio por desempleo. No duraría por siempre. Ni siquiera
con una base económica estable podía contar ya.
Ella simplemente se
encogió de hombros, esbozando un gesto de desconocimiento por respuesta.
-¿Quién sabe?
-Ya… estás aquí para
divertirte observándolo, ¿verdad? Como quien va al cine o al teatro.
Volvió a sonreír. No dijo
nada.
-¿No harás nada por
ayudarme?
Sonriente… siempre
sonriente.
-Nada en absoluto. En vida
abusé de mi cuerpo. Viví rápidamente. Nunca fui mujer virtuosa. Ahora me
divertiré viendo como tus pecados arruinan la tuya. No participaré en ello,
pero tampoco intervendré en tu auxilio. Por otro lado, poca sería la ayuda que
te pudiera prestar. Será entretenido verte caer al abismo.
(Continuará…)
Dedicado a la figura de
Adriana Sklenarikova. Una belleza fuera de toda medida.
PRÓXIMO:
DEMONIOS
Fantasmas... son demonios. Surgen desde el Infierno para enseñarte el camino y arrastrarte a él. (Conclusión de la saga)
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