Lo vio triste, inclinado sobre la metálica
barra de la discoteca. Borracho, deplorable... ya antes lo había visto de tal
guisa en otras ocasiones. No siempre fue así. Tampoco era que hubiera resultado
en alguna ocasión chico de especial popularidad. Siempre fue del tipo “diferente”
que provoca distancia y desapego en sus compañeros, pero no un perdedor
definitivamente derrotado como ahora daba impresión en estas ocasiones. Sintió
algo parecido a la aprensión y se preguntó qué había pasado con él. Era
extraño. Nunca antes lo había hecho, pese a conocerlo desde el parvulario. Echó
un vistazo alrededor. Algo puramente mecánico. En el centro de la pista, Raquel
bailaba escoltada por su habitual coro de damas de honor y pelotas idólatras. Raquel, la misma diosa a la que ella arrebató su
trono en el panteón local, junto a su chico y la vida del mismo. Si ella
supiera... Parecían divertidas y su verde mirada se tornó glacial al cruzarse
con la azul de la mantis humana. La rivalidad resultaba manifiesta, tanto como
el rencor y envidia de la derrocada. Algún día pasaría algo. Algún día. Sin
duda Déborah podría destrozarla con una sola mano y sin esfuerzo, ¡pero
resultaba tan ordinario rebajarse a ello! Como quien no quiere la cosa, miró
para otro lado y, sin saber muy bien por qué, acabó al lado del beodo. Se giró
él extrañado para mirarla.
-Hola, Déborah...
-Hola Miguel.
Sus ojos se veían apagados. Reflejaban una
indefinible melancolía y, por un momento, creyó sentir lástima. ¡Una debilidad
Algo ya tan ajeno para ella... Lo observó más detenidamente. No era un chico
feo. Nunca lo había sido. A decir verdad, siempre fue bastante guapo. Guapo,
pero no atractivo. Al menos ahora. Alguna vez, hacía ya mucho y a pesar de su
carácter “rarito”, había gustado bastante a las niñas y al comenzar la
adolescencia, se habría pensado devendría en popular ídolo de quinceañeras.
Pero algo debió cambiar en algún momento que no hubiera podido precisar. Debió
ocurrir en la época en que su interés se centraba en dejarse sobar las tetas en
el asiento posterior del coche del guaperas de turno noche sí, noche también, y
no andaba por ello al tanto de lo que se cocía a su alrededor. El muchacho se
sonrió. Sacudiendo su cabeza, rió con triste ironía.
-¡Pero qué
jodidamente buena estás!
Suspiró y negó con la cabeza a la vez que su
mirada celeste se alzaba hacia el techo, cual si de una hermana mayor se
tratase.
-¡Anda, ven
conmigo! –le espetó tomándolo por el brazo.
-¡Ey...!
Él era varón y
ella mujer. La diferencia de fuerza era tan clara como la habitual que deriva
de la existente entre ambos sexos. Tan clara como la de energía en favor de la
mantis. Sin poder oponerse, se vio prácticamente arrastrado por ésta hacia no
sabía dónde.
-¿A... a dónde
me llevas?
-¡A quitarte
la mona, tarado! Anda Jesús, –añadió para el camarero-, ¡déjame las llaves!
No hubo
problema. Es la ventaja de ser una diosa. Todo el mundo te conoce o te quiere
conocer, y todas las puertas se te abren con sólo pedirlo En un momento, Miguel
se vio en el almacén, inclinado sobre un gran cubo de basura y recibiendo el
desagradable y despabilante vertido del agua en su nuca.
-¡Ah...!
–exclamó al sentir su fría caricia. ¡La muy zorra la había escogido helada!
-Debería
llenar el cubo para meterte la cabeza en él y no dejártela sacar en media hora.
Liberándolo de
su presa, se volvió Déborah para buscar asiento sobre unas cajas de Coca-Cola. Tomando el paquete de Marlboro, extrajo uno y lo encendió.
Miguel por su parte, se incorporó repentinamente despejado, si bien bastante
desorientado todavía. Aún algo aturdido, se quitó la mojada camiseta. Apoyando
la espalda contra la pared, se dejó deslizar a continuación para quedar sentado
sobre el suelo de cerámica. Ella lo observaba a través de la nicotínica nube
ante su rostro y él le devolvió la mirada.
-Gracias,
Déborah...
Expiró
largamente el humo desde sus pulmones, pensativa.
-Tío, ¿qué te
pasa?
El chico se
mostró extrañado por la pregunta.
-Estás hecho
una mierda...
-Sí, bueno...
supongo que sí.
-¿Siempre
estás así?
Ahora se le
vio sorprendido.
-¡Oh, no!,,,
no, qué va. Es sólo... bueno, cuando coincido con ella... a veces. Es éso o
matarla.
-¿Con ella?
¿Quién es ella?
Volvió a
mirarla con sorpresa.
-Creo que me
he perdido algo, ¿no?
-Supongo que
sí –respondió abatido.
Pasaron un par
de caladas antes de que ninguno de los dos volviera a pronunciar palabra.
-Es Raquel,
¿no? Recuerdo que te gustaba.
Ahora el
muchacho sonrió con cinismo. No hacia ella o su comentario, sino en general.
-¿Y a quién
no?
-Sí, también
recuerdo eso.
Las palabras
salieron desde la pura envidia y rivalidad femenina. A pesar de haberla
superado finalmente, no es fácil olvidar el sentimiento de la época en que se
ha sido súbdito y no monarca. Ni el de envidiar lo que la rubia era y ella
hubiera matado por ser... de lo que la rubia fue y ella mató por ser. Fausto
vendió su alma al Diablo a cambio de recobrar la juventud. Ella lo hizo a
cambio del poder de la personalidad. Para él el homicidio fue consecuencia.
Para ella causa.
-Qué jodidas
sois las tías. ¿Aún le guardas rencor por aquéllo?
Déborah lo
miró sin responder, dando otra calada al cigarrillo.
-Bueno,
supongo que lo superarás. Ahora es ella la segundona. Lo mío no es tan fácil...
Expiró el humo
observándolo reflexiva, como intentando entrar en su mente.
-¿Qué ocurrió?
El chico
agachó la cabeza con una desagradable sonrisa.
-¿De verdad no
lo sabes?
-No.
-Vaya… debes
ser la única.
No contestó.
-Mira, si es
verdad que no lo sabes, preferiría no contártelo. Ya es bastante malo sentirse
humillado ante todos. No es necesario añadir al grupo de sonrisas despectivas
la de la diosa del lugar.
-Preferiría
que lo hicieras...
Su voz no
dejaba lugar a una negativa. No era imperiosa ni tajante, pero sí de una
seguridad que se hacía imposible contradecir.
-¡Buuuff!...
¿Qué quieres que te cuente? Todos los tíos andábamos locos tras ella. Un buen
día debió decidir divertirse a cuenta de ello y fui el elegido. Nos enrollamos,
un par de besos... y me pidió una prueba de amor. Un tatuaje con un corazón y
su nombre en el hombro para ser concretos. Había apostado con sus amigas... ya
sabes, Silvia, Gema y compañía... a que lo conseguía en menos de una semana. Y
efectivamente, lo consiguió. Después me largó sin más. Debieron reírse mucho.
¿Y sabes lo mejor de todo? El premio consistía en que Silvia se hiciera la loca
una noche para que ella pudiera montárselo con su chico. Me humilló y después
me dio la patada, sin más. Y para poder montárselo con otro pavo. Patético, ¿eh? Me refiero a mí, claro.
Déborah dio
otra calada al cigarrillo. Observó la blanca mancha dejada por la quemadura del
láser en la piel de su hombro.
-Es de
imaginar que tampoco debe ser tan grave visto desde su punto vista. Para ella
no era más que uno más de tantos pardillos que babeaban a su paso. Supongo que
jamás llegó a sospechar siquiera cuánto me gustaba realmente. Cuando la tía que
te tiene enchochado te hace algo así,
te sientes una mierda. Ahora... cuando coincidimos –prosiguió haciendo un
amplio gesto con su brazo para dar a entender que se refería a las discotecas, pubs y demás-, y las veo mirarme con
sus risitas... o a lo mejor no, vete tú a saber. Quizá sea tan patético que ni
de eso se acuerden ya... En cualquier caso es difícil de soportar.
Expiró el humo
largamente, pensativa. ¿Qué hacer con aquel triste ser? ¿Llevarlo al cementerio
y darle un rápido fin? No le seducía en absoluto la idea. Ella encontraba la
excitación en la conquista de personalidades poderosas, en ver fluir su esencia
vital por sus venas abiertas y beber su sangre mientras, mirándolos a los ojos,
se extasiaba viendo como la vida escapa de ellos y pasa a su persona. Sería
algo realmente deplorable succionar la de aquel lamentable personaje.
-Está bien,
vamos.
-¿Vamos?... ¿A
dónde?
-A ordenar
cosas que llevan demasiado tiempo desordenadas. A saldar cuentas con tu pasado
y con el mío.
Miguel la miró
confundido, sin entender. No obstante, se puso la camiseta sin rechistar.
Salieron
juntos. Déborah devolvió las llaves al camarero y caminaron abrazados a través
de la pista en dirección a los sofás que quedaban más allá de la misma, en una
zona de semipenumbra. Mucha gente los miró sorprendida, incluidas Raquel y su
coro de arpías aduladoras. Todos podían imaginar el motivo por el cual un pavo y una pava se encierran en un
almacén. O bien para hacerse una raya, o bien para follar. No hay más. Todos
sabían que Déborah no era habitual de lo primero, al menos desde hacía mucho...
¡pero era tan difícil de creer lo segundo? ¿Déborah? ¿La diosa Déborah? ¿Con Miguel?
En modo alguno resultaba congruente. No obstante, al cabo de unos minutos
retozaban enzarzados en duelo pasional. Sus lenguas enrolladas sin aparente solución de
separación, las manos de él sobando ansiosamente los divinos pechos de ella.
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Miguel no
habría sabido definir el tipo de relación que mantenía con Déborah si le
hubiesen preguntado. De hecho, no esta seguro siquiera de que les uniera algún
vínculo que pudiera catalogarse como tal. Ella iba y venía. A su libre antojo,
sin dar explicaciones... Como el agua del Guadiana, aparecía cuando le apetecía
echar un polvo con él para luego desaparecer durante días sin dar señales de
vida, sin que supiera nada de ella. Por no saber, ni siquiera sabía su número
de teléfono. ¡Qué coño! ¡Ni siquiera sabía si tenía teléfono! Tampoco se
atrevía a acercarse a su casa a preguntar. ¡Era tan rara! Dios sabe cómo podría
tomárselo. Igual lo interpretaba como indiscreción y lo mandaba a tomar por
culo. Y, evidentemente, si algo tenía claro era que no quería irse a tomar por
culo. Ni en sus sueños más delirantes hubiera osado creer que algún día
acariciaría las curvas de aquella diosa con sus manos. Su aterciopelada piel,
cada una de sus durezas y suavidades... Jamás hubiera podido llegar siquiera a
intuir el éxtasis al que una hembra como ella puede llevar a un varón, los
mundos y niveles celestiales que de su mano podían llegar a conocerse y en
mucho excedían al séptimo. Estaba claro que había nacido para dar placer. Su
diabólica belleza, su mezcla de felina fatalidad y ronroneante complacencia,
aquellos ojos... todo en ella parecía diseñado para llevar a los hombres a la
locura, a perder el sentido y estar dispuestos a abandonarlo todo por ella.
¿Cómo arriesgarse a perder algo así?
Al principio
había tenido miedo. Era normal. Como todo el mundo, estaba al tanto de las
cosas que de ella se contaban. Sabía que eran varios los pavos de los que lo último que se sabía era que habían sido vistos
en su compañía. Nada más después. Ni una sola pista de su paradero o destino.
Ni una llamada de alguien que supiera de ellos, ni una prenda suya, ni una
mancha de sangre... ni un cuerpo o resto de él. El qué había sido de ellos, resultaba
absoluto misterio que nadie acertaba a penetrar. Desde Madrid habían venido
criminólogos e investigadores especializados, los mejores de España, en busca
de algún indicio. Varias eran las veces que ella había pasado por Comisaría
para ser interrogada, sin que a su salida los de la estrella hubieran avanzado
en algo más que no fuera su propia calentura personal ante el poderoso
atractivo sexual de la hembra. Sin que ni Miguel ni el público en general
tuviera conocimiento de ello, la flor y nata de la investigación policial
española se encontraba totalmente desorientada
ante el caso. Tenían la práctica, absoluta certeza de que estaba implicada
en las desapariciones. Más aún, de que era la principal y única responsable de
las mismas, pero no había por dónde meterle mano. Pasaba por horas de
interrogatorio sin dar muestra del más mínimo desgaste emocional, sin incurrir
en la más mínima contradicción... Sus declaraciones eran completamente
coherentes, sus mentiras –porque lo eran, no cabía duda- perfectas, sus
coartadas de una solidez incontestable... Se habían montado dispositivos de
seguimiento, conseguido autorizaciones judiciales para registrar su casa e
intervenir sus conversaciones telefónicas y telemáticas... Todo, se había
intentado absolutamente todo para descubrir y probar su conexión con el asunto,
sin que se hubiera conseguido avanzar un solo paso en tal sentido. Totalmente
desconcertados, los agentes sólo podían plantear dos posibilidades: O bien la
muchacha era realmente inocente y todos los indicios apuntaban
inexplicablemente en la dirección equivocada, o bien se encontraban ante la más
brillante mente criminal que la humanidad hubiera conocido. Bundy, Sutcliffe,
Chikatilo... ninguno igualaba su genialidad, la perfección de su método o su dominio
emocional. Pero lo más desconcertante de todo... ¡era que se alegraban de que
así fuera! De forma inexplicable en gente de su profesionalidad y experiencia,
ninguno de ellos permanecía inmune ante el poderoso encanto de aquella joven.
Al menos ninguno de los varones, para todos los cuales, invariablemente, la Venus morena pasaba a
convertirse en dueña absoluta de sus fantasías sexuales.
Era lógico pues sentir miedo. No a lo
primero, momento en el cual el irresistible hechizo de la mantis hacía olvidar
toda precaución y conseguía que uno la siguiera a donde fuera que quisiera
llevarle, así significara la muerte o hasta el mismísimo Infierno, pero sí tras
remitir la calentura y reposar la testosterona. Los que dieron su vida a cambio
del momento de supremo placer que ella ofrecía, habiendo dejado este mundo en
plena efervescencia de su pasión definitiva, jamás tuvieron oportunidad de
sentirlo, pero sí los que, como él, vivieron para contarlo. Pero no había tema.
Cuando ella volvía a reclamarlos... si ella volvía a reclamarlos, de nuevo se
mostraban dispuestos s seguirla dóciles cual cordero que llevan al matadero.
Pero Miguel no
fue sacrificado. Tampoco otros de sus compañeros, pero lo suyo era diferente.
Pocos pasaban de rollo de una noche; ninguno de las dos o tres citas. Con él en
cambio, ya llevaba cerca de mes y medio. ¿Qué le había visto?, se preguntaba.
¿Qué en su persona podía encontrar tan atractivo la diosa oscura para otorgarle
el honor de ser su macho apareador más constante y duradero? Había momentos en
que Miguel se convencía de que todo lo que se decía no eran más que rumores sin
fundamento. En realidad todo el mundo lo pensaba así. La Policía no había hecho
declaración alguna de que tuvieran nada en que basar una sospecha razonable contra
su ella. Su personal convicción no había trascendido. Para la gente en general,
era la comidilla del momento, el germen que muy probablemente diera lugar una
futura leyenda urbana, pero nadie pasaba realmente del mero recelo. En otros en
cambio, era perfectamente consciente de que había algo oscuro en ella. Un aura
siniestra e indescriptible que aterrorizaba. La veía entonces como una negra
araña que en torno a él tejía su tela sin dejarle opción a escapar, siquiera a
intentarlo.
-Hola Miguel.
-¡Glup!...
El cubata casi
se le atragantó en la garganta y la chica hubo de hacer un verdadero esfuerzo
para evitar no romper a reír ante su reacción. ¿Cómo podía haberse fijado
Déborah en él? ¡Era tan patético! Allí había algo más de lo que se veía a
simple vista, estaba segura.
-¡Raquel...!
El chaval casi
no podía hablar. De repente, ni siquiera el
encanto de la mantis resultaba suficiente para contrarrestar el efecto
de la rubia en sus hormonas. Por bella que fuera e irresistible que resultara,
la impronta emocional que dejan las primeras pasiones de adolescencia es muy
fuerte y profunda en voluntades no excesivamente poderosas. Raquel también era
un verdadero cañón y el atractivo subjetivo que en él ejercía algo potentísimo.
Se sintió nervioso, al borde del colapso, y su rostro enrojeció como un tomate.
Ésta vez no pudo contener la muchacha su sonrisa. Totalmente cortado, bajó
estúpidamente él la mirada. Descendiendo por sus pechos, deslizándola por su
soberbia anatomía... ¡Pero qué buena estaba la grandísima hija de puta! Hoy
lucía especialmente hermosa. Sus ojos se recrearon en las abultadas
protuberancias que el verde top de
lentejuelas exhibía provocativamente, intentando colarse por el divino
canalillo. Pasada aquella primera, soberbia barrera, su virilidad se sentía
estallar ante la contemplación de la graciosa y estrecha cintura que la prenda
tan deliciosamente descubría. Llegado a sus caderas, el nivel de testosterona
en su sangre aumentaba en la misma delirante proporción que se ampliaban aquéllas
desde el talle de la hembra y hasta los soberbios muslos que la blanca
minifalda de vuelo desnudaba para desquicio y deleite de las miradas que en
ellos tuvieran la fortuna de posarse.
-Veo que
todavía me recuerdas... –ironizo con picardía y una maravillosa sonrisa. Miguel
la miró a los ojos y se sintió definitivamente perder en aquella inmensidad
esmeralda.
-¿Y Déborah?
¿No está contigo hoy?
-No... tenía
que estudiar.
-Pero...
estáis juntos, ¿no?
-Bueno...
supongo que sí.
-¡Ja, ja, ja!
¿Cómo que supones? ¿Te la tiras o no?
Su tono de voz
era tan déspota como adorable. Estaba claro que la zorra sabía conseguir lo que
quería. En este caso, resultar irresistible sin rebajarse ni renunciar a la
ironía.
-Sí, bueno...
sí.
-Ya. Bueno,
imagino lo que ha visto en ti. Eres guapo.
El chaval la
miró y ella le dedicó una sonrisa de anuncio de dentífrico.
-Está
estudiando, ¿no?
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“Así
que aquí es donde Déborah se lo monta contigo, ¿eh?”-,había comentado la
diosa rubia al llegar al lugar. La belleza del paisaje nocturno, cubiertas de
plata por el nacarado manto de la reina del firmamento las copas de los pinos,
sobre las cuales la mirada deslizaba ladera abajo hasta las luces de la ciudad
en la lejanía, no bastaba para impresionar a la materialista alma de Raquel,
más complacida en el alimento del cuerpo que en el del espíritu.
“Bueno, es bonito”.
Sin más, había
comenzado a besarle y acariciarle. Sin más. Desprovista su pasión del fuego
abrasador de la de Déborah. ¡Eran tan diferentes!... y tan parecidas a la vez.
Podrían concebirse sacadas del mismo molde, confeccionadas con distinta materia
prima. O viceversa. Fuera como fuera, había algo que las hacía muy parecidas y
no se atinaba a identificar. Algo tan radical y abstracto como aquello otro que
las diferenciaba.
No le pareció
a Miguel la zorra tan soberbia y magistral en su papel de amante como su rival.
En cambio, había un componente subjetivo en esta primera experiencia sexual
compartida con ella que había faltado en la otra. El enrollarse con Déborah
había sido algo totalmente imprevisto. Le cogió por sorpresa y todo lo
experimentado fue fruto de reacciones reflejas a flor de piel. En cambio, por
Raquel había suspirado largamente en otro tiempo. Uno en que había sido la
dueña y señora de sus pensamientos y durante el cual su sexualidad había
destilado hormonas en su honor continua y reiteradamente. No es lo mismo la
consecución de un premio que se ha buscado y deseado con ardor, por el cual se
han derramado lágrimas y semen en noches de pasión solitaria, que uno que ha
llegado sin haberse sospechado en ningún momento que podría hacerlo. No es lo
mismo.
“¿Cómo te lo hace Déborah?” había
preguntado.
“Le gusta hacerlo sobre el capó” había
respondido. “Cabalgando ella encima”.
No había
necesitado más para sacarlo del vehículo y tumbarlo sobre aquél. Ahora galopaba
desbocada, abandonada a un frenesí de pasión desbordada camino del más brutal
de los orgasmos alcanzado, no gracias al compañero del momento, al que en
realidad encontraba sumamente mediocre, sino al dulce sabor de la venganza,
extasiados sus sentidos en la profanación del templo de su enemiga. De no ser
por esa conciencia de invasión, de estar prostituyéndolo y pisoteándolo, no
hubiera podido soportar el tacto de aquel gusano sobre su aterciopelada piel de
diosa, pero así... ¡era tan glorioso!
Raquel tomó las manos del chico para llevarlas
a su pechos, apretándolas contra ellos, y dejarlas deslizar las suyas a
continuación hacia arriba para enredar los dedos en sus ensortijados cabellos y
tirar de ellos en un éxtasis de placer. Fue como si sus brazos cobraran vida
propia. Algo extraño e indefinible que sintió de momento. Como si al ir a alzar
un peso éste se viera aligerado repentinamente. La misma sensación de irreal
facilidad. Para cuando se quiso dar cuenta, sus muñecas habían sido ya
engrilletadas con unas esposas atadas a una cuerda que ahora colgaba por encima
de su cabeza. Alarmada, miró en derredor suyo y se giró. Detrás de ella,
Déborah sonreía triunfal a la luz de la luna.
-Buenas
noches, Raquel.
¡¿De dónde
había salido?! Una nueva mirada le sirvió para confirmar la nueva situación.
Sobre ella, la soga se inclinaba para pasar por encima una rama de pino a unos
tres metros de altura, yendo a asegurarse el otro extremo al tronco. ¿Cómo lo
había hecho? Silenciosa como una gata en la sombra. Sin un solo ruido, sin que
se apercibieran de su llegada... Lo había preparado todo mientras ellos
follaban sin que en ningún momento fueran conscientes de su presencia. Sus
brazos... había acompañado su movimiento ascendente con las manos, simplemente
siguiéndolo, favoreciéndolo en su trayectoria, sin la más mínima oposición por
su parte. Para cuando se había venido a dar cuenta, ya restaba inmovilizada en
indefensa.
Extrañado por
el repentino cese de los femeninos golpes de cadera sobre él, Miguel abrió los
ojos para encontrarse con la nueva y sorprendente escena. Preocupada, con temor
reflejado en sus hermosos ojos verdes, Raquel le miraba desde arriba. Un par de
metros atrás, los azules de Déborah refulgían con fuego infernal.
-¿Qué me has
hecho zorra?
Invadida por
la furia más ardiente, la rubia se giró para saltar sobre la morena, que
simplemente esquivó su ataque dando un paso atrás. Aquélla por su parte vio
escapar un grito de su garganta al encontrar que, una vez abandonado el capó
del coche, sus muñecas quedaban aprisionadas a una altura superior a la suya
propia, con lo cual quedaba suspendida de ellas a algunos centímetros del
suelo. Apresuradamente, buscó con los pies el parachoques para a continuación
subir de nuevo sobre aquél. Déborah sonrió.
-Has dejado a
Miguel a medias, Raquel... ayúdale a terminar.
La chica la
miró con aprensión.
-Estás... ¡¡loca!!
Sonrió de
nuevo.
-El pobre te
ha deseado tanto... ¡no sabes cuánto! Mucho más que a mí. Vamos, ayúdale a
terminar.
Sintió miedo
de aquella mirada, de aquellas palabras tan perfectamente moduladas que
hablaban de una pasión dominada al borde mismo del desbocamiento.
-Vamos...
Prisionera de
las circunstancias, no tuvo más opción que obedecer. De repente, las historias
y rumores que circulaban acerca de su enemiga cobraban cuerpo y consistencia.
El miedo se convirtió en terror ante la consciencia de que podía morir y
determinó que lo mejor sería obedecerla en todo. Quizá así...
Retomando su
posición sobre el macho, comenzó a cabalgarlo de nuevo. Éste por su parte, si
bien aturdido al principio, pronto se dejó llevar por el momento, comenzando a
suspirar ante los magistrales, ahora sí, movimientos de pelvis de su otrora
adorada diosa. Desde atrás, Déborah paso los brazos por debajo de las femeninas
axilas para tomar en sus delicadas manos los divinos, pletóricos pechos
juveniles y acariciarlos. Pellizcó suavemente los pezones y besó el esbelto
cuello de cisne, dejando deslizar por él su lengua hacia arriba hasta el
lóbulo, para introducirla a continuación en su oído. Raquel suspiró de placer.
Algo puramente reflejo y rápidamente olvidado, inmediatamente recordado el
horror de su situación.
Deboráh pasó a
lamer sus pezones con lésbica maestría, al tiempo que introducía alguno de sus
dedos en la gruta posterior de la rubia. Ésta, consciente de que le convenía
seguir la corriente, pensó que lo mejor sería dejarse llevar e intentar
complacerla. Así, llegó a disfrutar realmente del momento y, cuando por fin
llegó el masculino orgasmo, el suyo propio lo acompañó en un salvaje paroxismo
final. Para cuando consiguió recuperarse, se apercibió extrañada de que la
mujer ya no estaba allí. ¿Dónde...?
El coche se
movió. Despacio y marcha atrás, apenas unos metros. Lo suficiente para dejarla
sin base bajo ella y colgando de nuevo de la rama de pino.
-¡¡Déborah...!!
–gritó aterrorizada.
La morena
descendió del vehículo sonriente. En su mano, la larga y aguda hoja de un
estilete de doble filo brillaba a la luz de la luna.
-¡Déborah!...¡no!
-¡Ey,
Déborah...! –intervino Miguel alarmado, ya para entonces descendido del capó y
luchando por abrocharse los pantalones. -¿Qué vas a hacer?
Sonrió de
nuevo, ahora mirándole. Tomo su rostro delicadamente con una mano antes de
acercar el suyo y besarle en los labios. Después, avanzó de nuevo hacia la
muchacha. Clavó sus ojos en los de ella. Verde sobre azul, zafiros contra
esmeraldas... Tras la primera capa de temor, había desafío en ellos.
Suavemente, se arrodilló ante ella y acercó la cara a su pubis.
-Enhorabuena...
–susurró con una sonrisa- Nunca creí que fueras realmente rubia natural.
Sonriente,
mirándola a los ojos, aplicó su boca a la vulva y comenzó a lamer. Masajeando
suavemente el clítorix con la punta de la lengua al tiempo que introducía sus
dedos en ano y vagina en busca del placer de la hembra. Ésta suspiró. Agradada,
Déborah se hizo ligeramente atrás para observarla mejor. Repentinamente, sin
que nada hubiera permitido preverlo, una de las rodillas de la rubia vino a
estrellarse violentamente contra su rostro, partiéndole el labio y derribándola
de espaldas.
Aturdida, la
mantis se reincorporó palpándose aquél, apreciando la sangre en sus dedos.
Sonrió.
-Me gustas,
Raquel... siempre he has gustado. Nunca lo sospechaste, ¿verdad?
La muchacha la
observaba asustada ante las probables consecuencias de su acción. Déborah se
acercó hasta ella. Tomó uno de sus preciosos pechos en la mano y lo acarició
mirándola a los ojos.
-Yo quería ser
lo que tú eras... quería ser tú. Fue antes de que todo cambiara pero, aun hoy,
de no poder ser quien soy, me gustaría ser tú. Tan bella, tan ideal...
El gesto de la
rubia se encogió en una expresión de aprensión.
-Además tortillera... ¡qué asco das!
Débora sonrió.
-Eres
valiente, Raquel. Realmente me gustas...
Las palabras
vinieron acompañadas por un intenso dolor en su región pélvica, producido por
la fría hoja del cuchillo al abrirse paso en busca de los tendones que
gobernaban el movimiento ascendente de su muslo derecho.
-¡Ah...!
Fue más un
quejido que un grito. Sin llegar a la intensidad del segundo, sabedora la rubia
de que había llegado su fin. Una nueva incisión en el izquierdo le privó
igualmente de la disponibilidad del
mismo. Déborah extrajo el puñal y colocó su punta apuntando en diagonal contra
la vagina. Las dos soberbias hembras se miraron a los ojos en desafío final.
-Lo siento,
Raquel... Hubiera preferido que fuéramos amigas... amantes...
El mortal filo
profundizó en la carne en busca de la arteria ilíaca, perforándola. La sangre
manó en brutal abundancia, llevándose con ella gradualmente la vida de la
muchacha. Débora se arrodilló con adoración ante ella para aplicar su boca a la
vulva y recibir en ella la carmesí lluvia de vital elixir. Cortados los
tendones, imposibilitada su víctima para agredirla de nuevo. En apenas unos
instantes, dejó ésta de respirar, al tiempo que ella sentía la desbocada avenida
de su orgasmo. Arrolladora, incontenible, como había pensado ya nunca volvería
a experimentar. En ese momento en cambio, supo que siempre habría una
motivación para volver a alcanzarlo. Una motivación para una vampírica
psicópata sexual. Una motivación que siempre existiría y tan sólo habría de
buscar.