Fantasmas... son demonios.
Surgen desde el Infierno para enseñarte el camino y arrastrarte a él.
(Conclusión de la saga)
:::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::
Negó con la
cabeza Andrés. La mano llevada hasta la nuca, apoyado en el marco de la puerta.
Una mirada chispeante en sus ojos, una sonrisa esbozada en gesto de desafío.
-No os
resultará tan fácil.
-Mejor. Así será
más divertido.
Rió
despectivo.
-Creo que no
me he explicado bien: no vais a poder conmigo.
Una expresión
indefinida afloró ahora el rostro de ella. Algo parecido a la de quien no sabe
cómo explicar algo, pero no encuentra en modo alguno embarazosa tal situación.
-Pareces bastante
estúpido.
La miró
interrogante en esta ocasión.
-Yo no tengo
ningún interés en tu caída, Andrés. Ya te lo he dicho. Me divertiré
presenciándola, pues eres un ser cuyo comportamiento y moralidad resultan
repugnantes, pero sin desear ni tu salvación, ni tu ruina. Ni lo uno, ni lo
otro. Tan sólo me diviertes, como en tu país mucha gente pueda divertirse
viendo una corrida de toros sin tener nada en contra del animal que será
sacrificado para su diversión.
Volvió a
sonreír sarcástico. Una mera fachada. Se sentía arrinconado, obligado a
defenderse como una rata panza arriba frente al felino que la acosa y acecha de
muerte.
-No eres mejor
que yo. Tú misma lo has dicho. Fuiste una zorra viciosa en vida. Una ninfómana
cocainómana cuyos vicios la llevaron a la tumba.
-Oh, bueno… lo
fui. El mío no es ningún ejemplo a seguir, desde luego, pero tampoco hice daño
a nadie nunca, al menos conscientemente. Tampoco deseé hacerlo.
-Tampoco yo he
dañado a nadie. Puede que sea un ser repugnante, como has afirmado. Profano
sepulturas y como carne de cadáveres, pero se trata de cuerpos muertos que ni
sufren ni padecen.
-¿Qué me dices
de las familias?
Arrinconado.
Nervioso e impreciso.
-No es eso lo
importante. Podrías defenderte alegando que se trata de algo cultural. Otras
culturas practicaron la antropofagia anteriormente sin que en ello encontrasen
ningún reproche moral, ya lo hemos comentado.
La observó
confundido. Ella frunció ligeramente el ceño. Todavía era más hermosa así. ¿O
quizá no? En realidad lo era hasta lo inaudito de cualquier manera. Tan sólo se
trataba del especial encanto de la novedad.
Gruñó el can
al tiempo que ella le acariciaba la cabeza sin dejar de mirarle con sus
encendidos ojos verdes. Fuego de estrellas: belleza infernal. También el animal
le miraba. Había odio en los suyos negros.
-Le hubieras
quitado la vida si hubieras podido. Su especie ha sido fiel compañera y amiga
de la nuestra desde hace decenas de miles de años. Dime, Andrés: ¿por qué esa
fobia a los animales? ¿De dónde nace todo ese odio?
De nuevo
contra la pared. No hallaba qué responder. Aquél demonio buceaba en su alma. Qué
diablos… ¡venía de ella! La conocía mejor que él mismo. Había visitado sus
profundidades abismales, intimando con las sombras inquietantes que allí
habitaban. Era su heraldo, el que traía su mensaje. Oscuro, siniestro mensaje.
-Estás podrido
por dentro. Como esos cadáveres de los que te alimentas. La purulencia no llegó
proveniente del exterior: siempre estuvo dentro de ti.
La miró
asustado. Realmente traía inquietante recado del Infierno.
-Eres un ser
de maldad, Andrés. Tu naturaleza es mezquina, propensa a la iniquidad. No has
hecho más mal en tu vida porque no has tenido ocasión. Pero tu corazón es
negro. Tu alma es negra. Como los demonios del Averno. Te han reconocido como uno
de los suyos y ahora te reclaman. Vienen por ti y no regresarán sin su presa al
Abismo.
No, no lo
harían. Realmente era como decía. En todo. Y él estaba equivocado. Ella no era
como ellos. Era un ángel. Un ángel vengador que planeaba sobre las llamas del Hades
con las alas extendidas, sin que ni aquéllas ni su calor alcanzasen jamás a
quemarlas.
………………………………………………
Se preparó
mentalmente para la batalla. La más dura de las que jamás fuera a afrontar, sin
duda alguna.
Lo primero
sería deshacerse de… eso. De ella. Era la puerta que los demonios habían usado
para llegar hasta él, aquél súcubo de satánica belleza en su vanguardia. Él era
quien les había franqueado la entrada.
Había que
acabar con ello. Se aprovisionó de una sierra de carpintero, como las que se
usan con el hueso que sobra del jamón serrano, troceándolo a fin de
aprovecharlo para hacer caldo. Había pensado primero en descuartizarla a golpe
de machete -de los que se utilizan para
abrirse camino en la selva o algo similar-, pero luego desechó la idea. Hubiera
ido bien con un cadáver normal, pero no con uno momificado. Su carne seca
dificultaría la labor. Mejor la sierra.
Al menos en
teoría. Puestos a la práctica… imposible. Colocado ante ella, su extraordinaria
belleza actuaba a modo de protección infranqueable. Intentó mentalizarse,
incluso recurriendo al alcohol para relajar las mentales barreras
autoimpuestas, pero ni por ésas. Al tercer o cuarto intento, tuvo la plena
certeza de que jamás podría lastimarla. Era demasiado bella. Incluso con toda
su nueva significación, con toda la carga de horror y terror que ahora
transmitía. Demasiado hermosa.
Otro medio.
Deshacerse de él como fuera. Hay muchas maneras de despellejar a un gato: todos
los caminos llevan a Roma… todo eso. Llevar el cuerpo a algún lugar donde
pudiera abandonarlo y nadie lo encontrara. ¿Qué podría pasar si alguien lo
hiciera? Nada. Incluso sería mejor así. Encontrarían aquello desconcertante. La
Policía se haría cargo. Identificarían el cuerpo y lo devolverían a su tumba en
París. Después de abrir la correspondiente investigación, por supuesto. En
colaboración con sus colegas galos. No llegarían a nada. No le descubrirían y
alejarían aquella aberración de él, llevándola fuera de su alcance.
Probablemente la incineraran para prevenir otra eventual profanación. Mejor que
mejor.
No le servía.
Demasiado débil. Él. Todavía no podía. Todavía era demasiado poderosa su
influencia en él. La del demonio. La diablesa… Como un toxicómano que quiere
dejar las drogas pero no se atreve a denunciar a su camello, por temor a quedar sin acceso rápido a ellas ante una
hipotética recaída. Como el trapecista que no se atreve a dar su salto mortal
sin la red.
Sabía como
hacerlo exactamente. También dónde. Un viejo cementerio rural. Lo había
conocido en alguna de sus expediciones en busca de carne muerta. Bastante
tranquilo, poco frecuentado. El pueblo cuyos difuntos habitantes albergaba era
pequeño. Cavar en alguna de sus tumbas, incluso creía recordar cuál. Abriría la
caja y la escondería allí, sacando para ello de ella a su legítimo ocupante.
Éste quedaría sobre la tapa, directamente en contacto con la tierra de su
sepultura. El cofre protegería la momia frente a la humedad. Por si algún día…
Era mala cosa
aquélla. Algún amigo –sí, él también los tubo, todavía podía recordarlo- le
dijo, hacía ya mucho tiempo, que uno sabe cuál es la ocasión en que finalmente
va a conseguir dejar de fumar, por la certeza que de ello se tiene. No vale
“probar a dejarlo”: se deja o no. Cuando uno va a hacerlo, sabe que es así. “Lo
he dejado”, no “estoy intentando dejarlo”. Convicción. Total certeza y
seguridad. Él no la tenía. Nadie conseguía dejar de fumar sin estar seguro de
haberlo hecho.
Nueva vida y
propósito de enmienda. Encontrar un nuevo trabajo y mantenerse alejado de los
cementerios. Lo primero fue fácil. Relativamente. Aquello de que no hay mal que
por bien no venga. Tantos pecados heredados habían traído nuevas aptitudes.
Engañar, hacer creer a otros que se es lo que no se es, algo de esfuerzo
personal… consiguió un empleo de barrendero. No era gran cosa, pero era un
sueldo fijo y seguro. Pudo haberse hecho aun antes con otro. De sepulturero.
Ironía. Demasiado cerca de los cadáveres. Tocar madera. Lejos. Ni aunque fuera
el único puesto a su alcance.
Más costó lo
de mantenerse alejado de los cementerios. También relativamente, no obstante. A
menudo, bastaba con recordar aquella experiencia. El asalto de los demonios, su
conversación con ella… sobre todo su conversación con ella. El estímulo era
poderoso. Tenía que lograrlo. Le iba la vida en ello.
No siempre
servía. Como al drogadicto no siempre le sirve saber que aquello por lo que su
organismo clama y se debate, a ciencia cierta acabará llevándole a la tumba si
no consigue mantenerlo alejado. Síndrome de abstinencia, mono, dependencia psicológica… daba igual llamarlo de una manera o
de otra.
Ellos no se lo
ponían fácil. Le acosaban. Incitándole a recaer, recordándole permanentemente
su monstruosa inclinación. Eran perversos… diabólicos. ¿Alguien podría
imaginarlo? Seres de ultratumba que llegan desde el Más Allá para atraerte
hacia su oscuro mundo. Tenebroso canto de grotescas sirenas.
Ella resultaba
todavía más aterradora. Por cuanto la sabía más poderosa. Su fuerza e
influencia sobre él resultaban muy superiores a la de todos los demás. Si
quisiera… No le costaría seducirlo y arrastrarlo al abismo. Lo sabía. Ambos lo
sabían. No era como ellos. No buscaba su perdición, tan sólo se divertía
contemplándola, siendo testigo de los acontecimientos. Divertirse… siempre
divertida. Demoníacamente divertida, cual monarca infernal sentada en su trono
para observar cómo se retuercen en los pozos ardientes las almas de los
condenados. Fuego verde en sus ojos. Esmeraldas de perversión infinita. No, no
buscaba su perdición… pero podría lograrla fácilmente si lo hiciera. Si en
algún momento su intención llegase a cambiar…
La cosa fue
remitiendo. Poco a poco, como el efecto de ansiedad en el organismo del
toxicómano ante el cese en el aporte de droga. Los fantasmas… su presencia e
influencia fue diluyéndose. Cada vez resultaban menos presentes. Más
translucidos, menos personales… Era como si fueran perdiéndose progresivamente.
Como si cada vez estuvieran más lejos, más separadas sus respectivas
dimensiones.
También
ocurría con ella, no podía ser de otra forma. Pero no le afectaba. No al
demonio. La demonia. La líder de aquella demoníaca horda. Seguía sonriendo.
Siempre sonriendo, sus ojos chispeantes.
-No lo
lograrás, Andrés…
Era el coro.
Ella no: ellos. Ella sólo observaba.
Luego llegó,
finalmente. La recaída. Las tentaciones... siempre estaban ahí. Nunca leía ni
echaba un vistazo a los periódicos en el bar cuando entraba para tomar algo con
los compañeros de trabajo. Mantenerse alejado de la visión de las esquelas.
Incluso se volvía de espaldas o se ponía de lado, mirando en otra dirección,
cuando alguien abría uno cerca de él. Aun así, los reclamos llegaban constantemente. Un borracho tendido sobre un
banco del parque, semejante a un cadáver, un coche fúnebre que pasa a la vista
camino del cementerio; unas campañas de iglesia que tocan a muerto… viejas
vestidas de luto, comentarios acerca de accidentes o tragedias… La tentación
andaba siempre rondándole. Había llegado a reforzarse frente a ella, pero, como
en todo, siempre hay momentos de debilidad.
Un ex
compañero. Había fallecido en un accidente de circulación. Comentario en el
trabajo, nada más llegar, de buena mañana. Hablaban acerca de ello. Lo
conocían. Alguien más que los demás. Vivía cerca de la que había sido su casa. Él había traído la noticia.
-Pobre Jaime.
Estela debe estar destrozada.
Estela. Su
mujer. Andrés no había llegado a conocerlo tanto como para saberlo –se fue poco
después de llegar él-, pero resultaba de suponer.
-Pues ya ves…
-respuesta del vecino.
-Ocurrió ayer,
cuando volvía a casa para comer. Hoy lo entierran.
“Hoy lo entierran”. La imagen de un
cadáver en mente. No de uno abstracto e indeterminado, sino la de uno bien
concreto. Un rostro conocido, una clara presencia… demasiado fuerte –la
tentación- para resistirla. Tan simple como eso. Tan estúpido. Tantas veces
habiendo resistido… Las cosas son así. Cuando se dan en el momento adecuado… momento
de debilidad, de especial predisposición… nada que hacer.
Esa misma
noche saltó de nuevo la valla del cementerio. Como un drogadicto que,
maldiciéndose a sí mismo por su debilidad, recorre de nuevo el camino a la casa
del camello. Se volvió loco
recorriendo el camposanto en busca de una sepultura recién cubierta. No la
encontró. Irrelevante. En su estado de excitación e irreflexión, la mente
nublada por el ansia, acabó arremetiendo contra otra cualquiera.
De nuevo probó
la carne de cadáver. De nuevo ésta entre sus dientes. Aquel sabor… a
podredumbre, descomposición… Se sintió estremecer. Nada deparaba un placer
semejante. Nada, salvo… La imagen de él mismo teniendo sexo con un cuerpo sin
vida –uno muy especial-, llegó con fuerza a su mente.
“¡No, no…! ¡¡No!!” ¡Fuera de allí!
Sacárselo de la cabeza.
Mordió el
ulcerado bíceps para alejar aquel pensamiento. Sostenido en sus manos, recién
amputado el brazo del cuerpo. Era como emborracharse para no pensar en la droga
que el cuerpo reclama con más ansia todavía que el alcohol.
Fueron muy
malos los días siguientes Días de depresión, de sentirse vencido y superado. Lloraba.
Abatido, desolado por la traición de sus propios impulsos. Anduvo como alma en
pena durante algún tiempo. Asaltando cementerios en la noche por pura inercia,
arrastrado por la última derrota. Engullía la carne de los muertos sin pensar
siquiera, sin disfrutar con ello. Como el cocainómano que se mete una raya tras
otra sin encontrar ya efecto, por pura adicción y ausencia de voluntad.
Los fantasmas volvieron a incrementar su
esencia en su mundo. Rodeándole, rondándole permanentemente… incitándole a
recaer una y otra vez.
Luego poco a
poco, fue surgiendo de nuevo la fuerza dentro de él. El instinto de
supervivencia, la rebeldía en su pecho. No se rendiría sin luchar.
Comenzó a
entregarse de nuevo a su perversión de pleno. Sin reticencias ni cargos de
conciencia. No lo consiguió de buenas a primeras, sino gradualmente, pero lo consiguió,
al fin y al cabo.
-Te dije que
no lo lograrías.
Vino a verle
mientras cumplía con unos de sus festines en casa. Cuando ya comenzaba a
soltarse y gozar de nuevo con ello.
-Sí, lo
dijiste… y yo te dije que no podríais conmigo.
Sonrió.
-No hables en
plural. Yo no estoy en el grupo. Son ellos los que van a por ti, no yo.
Mohín de
cabeza -la de él-.
-Sois lo
mismo. Prevaleceré sobre todos vosotros.
Mohín de la de
ella, acompañado de una nueva sonrisa.
Acabó
perdiendo su nuevo trabajo, por supuesto. Había sido la crónica de una muerte
anunciada. Los vicios en grado de adicción insuperable suelen resultar
incompatibles con cualquier tipo de vida mínimamente organizada. De nuevo se
vio acosado por éstos que, si bien con su temporal rehabilitación habían
llegado a esbozar un amago de retirada, volvieron con toda su fuerza después,
con la recaída. Una vez más el caos en su mente, las tentaciones diversas que
tiraban de ella, a menudo en direcciones opuestas, desquiciándola y llevándola
al borde del colapso.
Llegaron otros
nuevos. Conforme iba devorando la carne de otros cadáveres. Ya ni siquiera se
paraba a conjeturar sobre ellos. Al principio sí lo había hecho, intentando
indagarlos para así conocer aquello que podría heredar. Quizá ello permitiera
mejor combatirlo. Era la idea. Incluso pareció funcionar en un primer momento.
Luego, poco a poco, fue perdiendo cuidado y abandonándose definitivamente. Un
atropellado que se había dejado las tripas en el asfalto de la Nacional, un suicidado
con barbitúricos, un ahogado a causa de alguna depravada práctica sexual… Fue
éste uno de los que más le llamó la atención. Lo habían encontrado asfixiado en
su domicilio, desnudo y con una bolsa de plástico cubriéndole la cabeza. La
policía estaba segura de que se había tratado de un ejercicio de ahogamiento,
de esos en que se especializan algunas dominatrices profesionales. Al parecer,
hay gente que alcanza orgasmos extraordinarios en el umbral de la asfixia. Un
juego peligroso. Más de uno había pagado con la vida su momento de placer. El
clímax llegaba al filo mismo de la línea definitiva, donde aquella se columpia
al borde del abismo. Un ligero error en el cálculo…
Le provocó
hilaridad aquella idea. ¿Qué podría venir a raíz de ello? ¿Qué de comer la
carne de aquel cadáver? ¿Acaso se lanzaría a la búsqueda de dóminas vestidas de
cuero y armadas con siniestros látigos?
“Sí, ama: ¡azótame!”.
Realmente rió
con ganas. Mientras masticaba y tragaba aquélla. Resultó bastante sabrosa.
También se
hacía curiosa la idea de suceder en sus vicios al fallecido a causa de la
ingesta de pastillas para dormir. Ya había asumido el de la cocainomanía. ¿Cómo
podría resultar combinarlo con la adicción a los somníferos? Efectos diametralmente
opuestos. Curioso. Cuanto menos, curioso. Sólo por comprobarlo, casi valía la
pena.
También
llegaron de nuevo, claro, las preocupaciones económicas. Y sin embargo en esta ocasión
se le ocurrió una idea. Una brillante. Quizá. La cosa era: si su maldición
consistía en heredar los pecados que arruinaron la vida de aquellos cuyos
cuerpos devoraba… a lo mejor… acaso… ¿pudiera volverla en su favor? Es decir…
había visto a algunas vecinas adornadas a veces con llamativas joyas. Collares
de oro, pulseras… también algún vecino con relojes o similar. No era un ladrón.
Y sin embargo, robar no debía ser muy diferente a lo que él hacía en aquellas
noches en que asaltaba los cementerios para saciar su repugnante apetito. Si
tuviera el valor… cuando ellos no estuvieran en casa. Conocía bien sus hábitos,
sus salidas y entradas, y las horas en que aquéllas permanecían vacías. No lo
tenía. El valor. Y sin embargo, quizá pudiera… ¿”ingerirlo”?
Se puso a ello
inmediatamente. Nada perdía con probar. Día a día consultó la sección de
sucesos del diario. Primero del local, en el bar. Luego, al no encontrar lo que
buscaba, también otros nacionales en la biblioteca municipal.
Finalmente dio
con ello. En la provincia de Madrid. Un atracador muerto en una persecución. La
Policía había llegado cuando él y sus compinches salían ya disparados con su
botín, en el coche que en la puerta del banco había estado esperándoles.
Emprendieron así una vertiginosa huída acosados por aquéllos, que vino a
finalizar estampándose, ya en la autovía, con la parte trasera de un trailer
que el conductor no pudo esquivar tras una precipitada maniobra.
Dos heridos,
un muerto… carne para su banquete… talento que heredar para incorporar a su
acervo.
Quizá fuera
todo cosa de la mente. Uno se autosugestiona. Cree que algo puede suceder, que
va a suceder… y finalmente sucede. Sucedió. Adquirió del atracador el valor
necesario para emprender su carrera de ladrón. Nuevos pecados que añadir a los
que ya impregnaban su negra alma. Como si pretendiera asegurarse el Infierno,
igual que las viejas se aseguraban el Cielo con sus novenas.
El
descubrimiento le entusiasmó. Comenzó a sopesar las posibilidades que aquella
facultad suya ofrecía. Hackers, proxenetas, estafadores… ¿hasta dónde llegaría
su capacidad para absorber las características negativas que habían definido la
personalidad de las personas de cuyos cadáveres se alimentaba, en vida de
éstas? Probablemente lo que heredara no fuesen sus capacidades, sino tan sólo
sus inclinaciones. Experimentar, devorarlos… debía comprobarlo.
La cosa se fue
convirtiendo en un caos. Mayor aun de aquél en que ya había venido sumiéndose.
Antes, al menos, había intentado luchar contra la asimilación de sus vicios.
Ahora en cambio, abría las puertas de su alma a ellos, deseoso de recibirlos en
ella.
Tenía algo
bueno aquello por otra parte, además de permitirle obtener ingresos por la vía
fácil e ilegal. Devenían tantos ya, que a menudo resultaban incompatibles,
neutralizándose mutuamente unos a otros. Como el agua helada que, tras verter
sobre ella otra ardiente, se torna tibia o templada, totalmente agradable y
acogedora merced a la mezcla de dos extremos insoportables.
En cualquier caso, las cosas parecían dar
vueltas en su cabeza, girar en una demencial espiral de locura y horror. Le
gustaba. Comenzaba a disfrutar con ello.
-El círculo se
cierra…
De nuevo ante
él. Observándole. Con aquellos llameantes ojos suyos, que más semejaban
satánicas esmeraldas que representación etérea de órganos que un día sirvieron a
la humana visión.
También él la
miró. Mientras degustaba la carne de su última presa, masticándola con la boca
abierta para mostrar su repugnante contenido. No necesitaba mostrar ninguna
consideración hacia aquella puta demoníaca.
-¿Sí…?
Sonrió satisfecha.
No demasiado. Tan sólo un ligero esbozo.
-El destino no
está escrito… pero para ti trazaron una senda que no podías dejar de recorrer.
-Ya veo. ¿Acabaste
harta de comer pollas y esnifar todo lo que encontrabas en vida y te has pasado
a la filosofía tras ella?
No parecía
ofendida. Daba igual. A él le divertía.
-Bueno,
también es posible que andes mamándosela a algún filósofo en el otro mundo.
¿Quién sabe? Si mi perversión es la necrofagia y a través de ella absorbo los
pecados de aquellos de cuyos cadáveres me alimento, puede que una zorra como tú
hiciera suyos los de los dueños de los rabos que se comía. ¡Ja, ja, ja…!
Una risa
desquiciada. Demencial. También ella lo encontraba divertido. Un sonido… como
el de algo innombrable arrastrándose por el pasillo, rozándose con las paredes.
-Ya vienen…
¿los oyes?
Sí… los oía. A
ellos. Los fantasmas. Los demonios. Ella era su líder. El caudillo de aquella
horda infernal.
-Podéis ir y
venir cuanto queráis. Ya no os temo.
-¿No…?
Buena
pregunta. ¿No lo hacía? ¿Era una especie de falsa coraza aquel valor de que se
había revestido, o por el contrario constituía algo real? Quizá lo hubiera
heredado de alguna de sus presas. Quién sabía.
-No puedo
impedíroslo. Nuestros respectivos universos no coinciden plenamente. Estáis
aquí, pero a la vez no estáis. No llegáis a tener plena presencia, ¿verdad?
No respondió.
-Sí -rió
ligera, cínicamente-… así es. Yo no puedo actuar sobre vosotros para agrediros,
violentaros o forzaros, pero tampoco vosotros podéis actuar sobre mí.
No, no podían.
Y sin embargo, ella seguía sin inmutarse.
-No necesitan
actuar sobre tu cuerpo para aniquilarte. Ellos atacan a tu mente. Devastándola
con su método lento, pero imparable.
Sintió irá.
-¡¡Y una
mierda muy grande!! ¡¿Dónde esta lo imparable de ello?! ¡¿Eh?! ¡He vuelto
vuestra maldición en mi favor! ¡Me habéis dado con todo, lo más fuerte que
habéis podido, y sigo aquí, entero! ¡Os he vencido y lo sabéis!
Seguía
encontrándolo divertido. También su arranque de furia.
-¿No te irritas?
Bajó el tono
de su voz de nuevo ahora. Casi un susurro. Sonrió.
-Dime, puta:
¿qué se siente al ver cómo alguien abusa cuanto le viene en gana del que fue tu
cuerpo?
Nada. Seguía
imperturbable. Como la muerte.
Se puso en pie
para acercarse a ella. La miró directamente a los ojos.
-Una ramera
materialista y superficial como tú, debió sentirse muy orgullosa de él.
Realmente fue… es hermoso –matizó volviéndose un momento hacia la puerta del
dormitorio para desde allí echarle un vistazo. Luego devolvió a ella su
atención.
-Ahora es mío.
Me pertenece. Hago con él lo que quiero. Se la meto por el culo y por el coño,
y me corro en su cara y en sus tetas.
Sonrió
diabólico.
-No puedes
hacer nada para impedirlo. En vida decidiste con quién follabas y con quién no,
pero ahora, después de muerta, soy yo el dueño de tu cuerpo. Yo decido lo que
se hace con él. Lo robé y adapté para mi vicio, esclavizándolo.
Se mantuvieron
las miradas por un momento. La una sobre la otra.
-Eso que
tienes sobre la cama, no es más que una carcasa abandonada. ¿Crees que puede
ofenderme lo que hagas o dejes de hacer con ella?
Sonrisa. Ahora
era él quien la esbozaba. Triunfal, demencial…
-Sí… te
ofende. No has encontrado recompensa en el Más Allá. Tampoco castigo. No eres
ni ángel, ni demonio. No incurriste en pecados de suficiente entidad para
condenar tu alma, pero tampoco fuiste hembra virtuosa y no has conseguido
todavía limpiar los que mancillaron tu alma.
Profundas
palabras. ¿De qué abismo intelectual surgían? Con toda seguridad, no de ninguno
que a él hubiera pertenecido por vía genética. Probablemente hubiera comido la
carne de algún tarado sesudo.
-Quizá tengas
que volver a la Tierra. Hay
culturas, gente que cree en ello. Reencarnarse hasta alcanzar el grado de
pureza necesario.
Las miradas…
-¿Es eso?
–preguntó excitado.
Silencio.
-Sí… ¡eso es!
Se mostraba
pletórico, exultante.
-No existe un
limbo en el Más Allá. ¡El Limbo es la vida terrenal! Volverás a ella para
continuar tu evolución espiritual, pero no puedes hacerlo todavía. No mientras
un monstruo como yo sea dueño del que fue tu cuerpo en tu última encarnación.
Ése del que tan orgullosa estabas. ¡Ése del que tan orgullosa estás! Ese fue tu
pecado: ¡pecado de soberbia!
Era una
conversación estúpida. Hablaba sólo. Quizá en el sentido más exacto de la
expresión. ¿Realmente estaba allí? Ella y todos los demás. ¿O quizá sólo en su
mente? Al caso era lo mismo. Se limitaba a mirarle impasible. Fría como un
témpano de hielo. Fría como el abrazo de la muerte.
Fueron muchas
las conversaciones como esa. Siempre con ella. Ellos no dialogaban. Tan sólo
incitaban, exhortaban… buscaban con su siniestra presencia atormentar y
empujar, llevarle al borde del abismo. El caso de ella era distinto. Tan sólo
encontraba divertido todo aquello. Al menos, eso era lo que afirmaba. No lo
tenía tan claro Andrés. Quisiera o no, resultaba la figura más terrorífica de
todas, y ella lo sabía. Incluso se congratulaba de ello, estaba seguro.
Conversaciones
estúpidas, pensamientos estúpidos… su propia vida había devenido pura
estupidez. Un caos sin tino ni destino alguno, degenerado hasta mera secuencia
de imágenes aberrantes.
-¡Ja, ja, ja!
Bienvenido a la locura, Andrés. Hacía tiempo que te esperaban.
¿Quién le esperaba?
¡Bah! Hablar sólo, hablar con fantasmas… ¿qué diferencia había? Sus días eran
un puro continuo de estrés y paranoia, siempre al borde del ataque de nervios.
Ellos le acosaban continuamente. Le acompañaban a todos lados, cuando caminaba
por la calle, en el autobús… llegaba un momento en que costaba diferenciar lo
terreno de lo ultraterreno –o quizá lo real de lo irreal-. Las alucinaciones
volvieron con más fuerza aun que antes. Los demonios estaban por todos lados.
Se mezclaban con los humanos carnales y no resultaba posible reconocerlos. No
siempre. Era algo capaz de llevar a la demencia a cualquiera. Una sensación de
no tener nunca claro quién es aquél que camina junto a ti, que se sienta a tu
lado en el Metro… “Ese pavo que viene de
frente… ¿por qué me mira así? ¿Lo está haciendo realmente o soy yo el que lo
imagina? ¡Se ha sonreído! ¡Dios! ¡Se ha sonreído! ¡Es uno de ellos!”.
O quizá no. A
veces resulta que es a alguien que viene detrás a quien saluda. O que en
realidad no lo ha hecho. Locura. Pura paranoia. Cuando, en otras, conseguía
relajarse un tanto, podía ocurrir que quien había decidido no identificar como espectro,
cambiase repentinamente su apariencia ante sus ojos para tornarla en monstruosa.
La mente al borde del caos, la vida precipitándose al abismo…
Comer… ¡carne
de cadáver! Vivía para eso. Carne de cadáver, carne humana… Buscar innovar.
Nuevos vicios que absorber, nuevas perversiones… Carne de niño, carne de
criminal, carne de monja… ¡carne, carne, carne…! No era toda igual. Cada una
tenía sus propias circunstancias, su propia historia y morbo… Temblor, los
muslos tiritando de pura excitación. Dedos del pie. “Ja, ja, ja!” Tenía gracia. Decían que el meñique está condenado
evolutivamente a desaparecer. No sirve para nada. Pero era sabroso. También los
demás. Anular, meñique, pulgar… solía condimentarlos con salsa, esa picante que
va genial con las alitas de pollo y se vende en sobres para preparar en casa.
Había comido cientos de ellos. Le gustaban. Ya era un experto en la rutina. Un
auténtico Arguiñano de la cocina del horror y el Infierno. Conseguía sus
propios ingredientes. Como el cocinero que se acerca hasta la huerta para
seleccionar por sí mismo sus verduras.
Colocó las
tijeras de podar contra el dedo. ¿Cuántos cortaría? Probar una nueva receta. La
ocasión lo valía. Quizá sólo uno. Sí, mejor así. No estaba muy seguro. Una
novedad demasiado… “atrevida”. La idea llevaba tiempo rondando en su cabeza. Al
principio había preferido desecharla, pero, como siempre, el vicio acababa
venciendo.
¡Bah!, iba a
hacerlo. ¿A qué engañarse? Carecía de sentido alguno el retrasarlo. “Un, dos… ¡¡tres!!”
……………………………………………………………….
“He vuelto a tomar pastillas para dormir. Lo
necesito. No he conseguido conciliar el sueño en las dos últimas semanas sin
ellas. Las tomo tanto para poder conseguirlo, como para evitar soñar. El nuevo
paciente de la 203… tiene algo que afecta al alma. Tengo pesadillas recurrentes
y temo el momento en que caigan los párpados y lleguen las primeras imágenes
oníricas. Yo, que tanto he estudiado a Freud y a sus seguidores.
Su desvarío es único, extraordinario. Nunca
antes me había enfrentado a algo así, ni tengo constancia de que colega alguno
lo haya hecho. La estructura de su delirio es… diría brillante. Sólo una mente
genial puede haber concebido algo semejante. Aunque sucediera a nivel
inconsciente y sin proponérselo, la capacidad creativa necesaria sigue siendo
la de un genio.
El chico desarrolló una perversión
consistente en ingerir carne de cadáveres putrefactos. Está convencido de que,
al hacerlo, asimila con ella los vicios que acompañaron a sus ‘propietarios’ en
vida. Ello consiguió llevarle a un puro e intenso estado de paranoia
permanente, acuciado por cientos de adicciones y depravaciones ‘heredadas’.
Como digo, algo totalmente original.
Al parecer, todo comenzó tras comer la del
perro de una vecina fallecida. Le empujó a ello un indefinible deseo de
venganza azuzado por el desprecio que le inspiran los animales, magnificado éste
último para la ocasión por el conocimiento de que aquél en particular se había
alimentado con la carne de su dueña. Desde el momento de la muerte de ésta y
hasta que entraron los servicios de urgencia con la Policía en la casa, pasaron
varios días durante los cuales el pobre bicho no dispuso de otra fuente
alimenticia.
El perro desciende del lobo, y los lobos son
carroñeros. Según su demencial idea, la bestia se vengó de él póstumamente
transmitiéndole dicha condición. Pasar a los cadáveres humanos fue el siguiente
y lógico grado, por cuanto nutrirse de uno de éstos había sido el pecado del can.
¡Dios! ¡Es una pura locura! Según he dicho,
afirma que comenzó a acaparar los vicios y defectos que arruinaron la vida de
aquellos cuya carne ingería. Politoxicomanía, alcoholismo, ludopatía,
pederastia… incluso llegó a hacerse con el cuerpo de una bellísima y muy famosa
top model fallecida en lamentables circunstancias, para momificarlo y
construirse con él una ‘amante-cadáver’, añadiendo así la necrofilia a su
colección de perversiones.
No quedó ahí la cosa. Su patología continuaba
avanzando. Asegura que los fantasmas de todos esos desgraciados le acosan para arrastrarlo
con ellos al Infierno. Especial temor parece inspirarle el de ‘ella’. Una
demoníaca belleza de llameantes ojos verdes, cuyo terror nada puede igualar.
Huelga decir que se trata, precisamente, del espíritu de esa siniestra ‘amante
cadáver’. En los escasos momentos en que no permanece sedado, grita y se
retuerce suplicando que no le dejemos morir ni permitamos que se lo lleven. Es
puro e irracional pánico el que siente en esas ocasiones, en su mente la
certeza de una eternidad de sufrimientos esperándole más allá de la muerte. El
pobre está totalmente desquiciado.
En algún momento debió comer la carne de un
sadomasoquista fallecido en circunstancias muy especiales. Era sádico y era
masoquista. Disfrutaba infligiendo y soportando sufrimiento, con lo cual
desarrolló una especialidad consistente en volver sobre sí mismo sus instintos
sádicos, autolastimándose y produciéndose dolor.
El hombre apareció muerto por asfixia. Lo
encontraron en su dormitorio, con la cabeza introducida en una bolsa de
plástico. Al parecer, debió írsele la mano en una de esas prácticas suyas de
particular masoquismo.
Lo más extraño de todo, resulta la
forma en que pudo el paciente llegar a
tener conocimiento de tales informaciones. Muestra un extraordinario
conocimiento de las circunstancias de la
vida de sus ‘presas’ y, muy especialmente, de las que envolvieron sus muertes.
Según él, era ella la que le hablaba sobre ello. El caso es que, a menudo, se
trata de datos, como los comentados, que no se publicaron en los diarios y se
mantenían en secreto de sumario al momento en que ingresó en nuestro centro.
El paciente ‘heredó’ del fallecido su
‘automasoquismo’. Aplicada dicha tendencia a su propia perversión antropófaga,
el resultado resultó aberrante, volviendo su apetito por la carne humana…
¡sobre la suya propia!
Cuando la Policía accedió a su domicilio
alertada por los vecinos, encontró una imagen que, a buen seguro, no olvidarán los
agentes por el resto de sus días. Lo que allí hallaron, mirándoles
demencialmente con el único ojo que le quedaba, era prácticamente un tronco.
Ambas piernas amputadas, al igual que las orejas, la nariz, un globo ocular, el
pene, los testículos y el brazo izquierdo, al tiempo que el derecho aparecía
devorado hasta la altura del hombro, el hueso desnudo colgando de él.
En algún momento, el hombre comenzó a
devorar su propia carne. Empezó con los meñiques de los pies, por aquello de
que son, quizá, la parte más prescindible del cuerpo humano. Luego, sin poder
contenerse, fue progresando hacia otras del suyo. Sobrecoge tan sólo intentar
evocar las escenas. ¿Cómo pudo conseguirlo? ¿Acaso alcanzaba en esas ocasiones
ese estado de excitación en que deja de percibirse la sensación de dolor?
Al momento en que fue encontrado, todavía
conservaba los torniquetes que se había practicado en las extremidades para no
desangrarse. Es aterrador. Durante semanas debió arrastrarse por su domicilio.
Sin piernas, sin un brazo… Cuando dejó de poder hacerlo, se volvió
compulsivamente hacia las partes de su cuerpo que aún podía alcanzar con la
boca. El otro brazo primero, los hombros después… ¡arrancándose la carne a
mordiscos!
Los vecinos le oyeron gritar en los últimos
días. En sus fases de lucidez –que las tiene, por sorprendente que pueda
parecer-, gritaba pidiendo auxilio y que ‘los alejasen de él’. Ya de un tiempo
a aquella parte había venido mostrándose extraño y perturbado. Los otros
habitantes del inmueble lo sabían sólo en casa y no le dieron mayor importancia
a la cosa, hasta que a fuerza de repetirse, se hizo evidente que algo
ciertamente raro estaba ocurriendo allí dentro y decidieron llamar a la Policía.
Se refería a ‘ellos’. A los demonios.
Insiste en que fueron quienes le arrastraron al abismo. Cuesta creer que nadie
ni nada, aunque tenga el inmenso poder de lo que sólo existe y rige en nuestra
cabeza, pueda llevar a una persona hasta una aberración tal, pero, al parecer,
llevaron a cabo antes un verdadero proceso de acoso y derribo mental en forma
totalmente planificada. Algo así como el trabajo de demolición que realizan los
boxeadores sobre el cuerpo de sus rivales, preparándolos y llevándolos al punto
crítico antes de abordar el ataque final que acabará en el KO. Para cuando el
paciente comió la carne de aquel cadáver, ya su mente estaba totalmente
desquiciada. Ya devastada y preparada para asumir locura semejante.
Al momento actual, permanece casi todo el
tiempo sedado. Los cortos lapsos en que no es así, hay que mantenerlo atado a
la cama para que no se autolastime o intente morder al personal que le atiende.
He comenzado a asistir a misa. Yo… no soy un
apersona religiosa. Nunca lo he sido. Todo lo contrario, siempre me he
considerado ateo convencido. Eso no ha cambiado, y sin embargo siento algún
tipo de paz espiritual cuando asisto a esas ceremonias. Tiene gracia. ¿Quizá me
estaré comenzando a volver loco yo también?
Creo que comienzo a desvariar. Deben ser los
somníferos. Sus efectos empiezan dejarse
notar. Será mejor que lo deje por hoy.”
DIARIO DEL
DOCTOR FRANCISCO BELTRÁN
12-03-201…
……………………………………………………..
Andrés falleció dos años y tres meses
después de su ingreso en el hospital psiquiátrico. Hasta el final de sus días,
nunca dejó de gritar pidiendo auxilio, suplicando que no permitiesen que los
demonios se lo llevasen.
-Ya vienen. Ella… está aquí. Sus ojos son
fuego verde. ¡¡Abrasan el alma!! ¡¡Por Dios!! ¡¡No permitáis que me lleven!! ¡¡¡Alejadla
de mí! ¡¡¡Alejadla de mí!!!