miércoles, 6 de junio de 2012

SANGUINARIA DÉBORAH: SEXO, HORROR Y MUERTE EN LA NOCHE ( II de IV )





  En la soledad del lugar en la noche, las imágenes del pasado vuelven a su mente cual negras olas de mar que siempre retornan a la orilla. En la única compañía de la muerte, su amiga, su confidente... evoca tristes pensamientos arropada por el sepulcral silencio. Ensimismada en la contemplación de las caprichosas formas que adopta el humo del cigarrillo al ascender hacia el pétreo y mohoso techo, mirando sin ver, más allá de las formas, del tiempo y del espacio. Se ve a sí misma tal como es. Hemosa, segura, poderosa... Soberbia hembra deseada y admirada, dueña de su destino. No siempre fue así. No siempre el bello cisne lo fue tanto, si bien tampoco nunca pato feo. Hubo un tiempo en que todo era diferente. ¿Cuántas cosas habían cambiado desde entonces? En ocasiones, al volver la mirada retrospectivamente hacia su más reciente evolución, tenía la impresión de que las cosas se habían sucedido demasiado rápidamente, como en natural secuencia del film de su vida rodado de antemano.

  Déborah siempre fue chica agraciada, al menos desde que podía recordar, pero su hermosura no había sido la misma que la de ahora. Siempre estuvo ahí, sí, pero era diferente. Menos brillante, menos esplendorosa... como la de una obra magnífica que, tras ser perfectamente acabada, anhela la mano de barniz que ha de darle el toque definitivo y hacerla destacar por encima las demás. Fue también siempre fémina de voraz e insaciable apetito sexual, que no gozosa en la cama. No es lo mismo. Déborah había perseguido ansiosamente el placer que sistemáticamente le era negado y ningún hombre o mujer sabido darle. Lo había buscado cual caballero artúrico su Santo Grial. Con el mismo empeño y devoción. En todas las razas, en todos los sexos, en todas las edades... Nunca conoció el significado de la palabra orgasmo hasta el momento en que su vida cambió. Era extraño. Las raíces el problema había que buscarlas atrás, mucho más atrás, en los tiernos años de su infancia.

  Déborah adoraba a su padre. Un hombre extraordinariamente bueno y afable que, en base a su sueldo de transportista y a una vida dedicada a su familia, pudo dar a ésta todo lo que necesitaba. Su madre por su parte, fue bonita y hermosa, como ella. Amante del fashion y la ropa de marca. Gucci, Vogue, Versace... Ardiente, apasionada, sexual... esclava de sus deseos y prisionera de sus debilidades. Sus continuas infidelidades fueron tónica dominante desde que tenía recuerdo. Ella hacía como que se ocultaba y él como que no se enteraba, pero todos sabían lo que había. Al fin y al cabo, no había chico agraciado en las cercanías que no hubiera conocido las mieles de su cuerpo, el fuego de sus entrañas…

  Un día como otro cualquiera, su progenitora se fue y jamás volvieron a verla. Fue siendo Déborah muy niña todavía, cuando apenas contaba once años. Dijeron que se había enamorado locamente de un chaval mucho más joven que ella y había decidido dejarlo todo para irse con él. Bueno, todo... Al cabo de unos meses, llegó la petición de divorcio. Como gananciales, le correspondían la mitad de los bienes acumulados durante el tiempo que duró el matrimonio. El proceso fue rápido. No había mucho a dónde agarrarse. La Ley estaba de su parte y, además, tampoco su progenitor se sintió con ánimo de pleitear. Afrontó el tema con la mayor de las dignidades y enterezas posibles, volcándose en sus hijos y su trabajo.

  Déborah creció incubando profundo resentimiento hacia la condición femenina, despreciando la naturaleza que compartía con su madre y el placer de su género que infeliz hizo a su padre. Allá en las abismales aguas donde el consciente naufraga y el inconsciente ejerce absoluto su imperio, satanizaba el gozo sexual de la hembra y renegaba con desprecio de él, achacándole las culpas de sus desdichas familiares.

   Cuando finalmente despertó a la adolescencia, su mundo devino en caos y confusión. Por más que la odiara y repudiara, tenía los genes de ella. Las hormonas revueltas buscando transformar su cuerpo de niña en homólogo de mujer, comenzó a sentir al deseo tirar con fuerza de hilos que no acertaba a descubrir de dónde surgían, arrastrándola hacia el mismo fango en que se había revolcado la que le dio el ser. Sintiéndose sucia, traidora, se abandonó una y otra vez al placer de la carne para culparse y odiarse después, quizá sin siquiera saberlo.  Fue de mano en mano, de cama en cama... Hermoso trofeo que galanes de medio pelo fácilmente colgaban junto al resto de su colección. No importaba que sólo la quisieran para pasar el rato, que tuvieran novia o estuvieran casados. Al fin y al cabo, una mujer como ella no merecía más.

 Así anduvo la bella durante los años de su primera juventud. Sabedora de su atractivo y valía, desconocedora del real potencial y magnitud de los mismos. Vagabunda emocional en permanente búsqueda del perdón y la reconciliación consigo misma, perdida en selva de infinitas sendas de la que no acertaba a salir. Tan admiradora de la mujer poderosa y dueña de sus actos y emociones, cuan lejana se sabía de la misma.

 Todo cambió de repente una tarde de Mayo. Déborah calentaba la cama -entiéndase la figura, que a esas edades se practica el sexo donde se puede- de alguno de esos conquistadores de cuarto de hora, evitando que ésta se enfriara en ausencia de su legítima propietaria. Rubiales y guapo mozo él, tan agraciado como soez y de baja estopa. Magnífica hembra ella, de dorada y excelsa cabellera oxigenada, reina de la belleza del instituto que envidias despertaba entre todas sus compañeras y conocidas, por su hermosura. No hubiera entonces ella podido competir con semejante diosa. No antes del despertar a su verdadera naturaleza.

  Fue, como digo, una tarde de primavera. En el garaje donde el Don Juan local ensayaba con su grupo, soñando triunfar algún día en los escenarios. Allí prestaba su voz a sonidos tan mediocres como él mismo, dejándose idolatrar por la nutrida comparsa de jovencitas que, rendidas, aplaudían todo lo que él hiciera en la esperanza de ser recompensadas con alguna de sus deslumbrantes sonrisas. Fiel al puro estilo del macarra de barrio, exigía lo que no daba y no toleraba que sus conquistas siquiera mirasen a otro varón, pese a saber ellas que para él no eran más que segundos platos que debían respetar la alargada sombra de la elegida. Déborah, muy zorra ella, no podía en cambio relegarse a un solo hombre y ya el machito debía imaginarse algo. Ante las cuentas pedidas y demandadas, le largó la hermosa un “¿no haces tú también lo que te da la gana?”, que le valió sonora bofetada por recompensa, que violenta la derribó.

  Aturdida y vencida en el suelo, se palpó la muchacha el labio, observando la sangre en sus dedos. Sorprendida, se sintió humedecer en su intimidad, anegado en arrolladora marea lo que solía ser áspero erial. Siempre había tenido tendencias “extrañas”, éso no era nada nuevo. Ya desde su preadolescencia venía complaciéndose en la autolastimación con que de vez en cuando acompañaba sus recurridas masturbaciones solitarias. Pero ahora había algo más. Un ingrediente de humillación y violencia que no había conocido antes y venía a confirmar su naturaleza de puta masoquista. Paladeó el rojo y espeso elixir en su boca, sintiéndose excitar con ello. De alguna manera, despertaba su sabor en ella el instinto depredador de su especie, haciéndola sentir libre y salvaje. Su rostro cubierto por los negrísimos cabellos, azules zafiros brillando a través de ellos con desafiante fulgor infernal, lanzó una perversa mirada a su maltratador, invitándole a continuar lo que había iniciado.

  Lo que siguió fue delirante. Déborah conoció cotas de excitación jamás antes siquiera imaginadas, animada por los azotes del cinto del chulo en su piel. Más bofetadas siguieron a la primera y el acto de amar se tornó en algo depravado, enfermizo... Azuzada por el dolor, pedía más y más, sin atinar a vislumbrar límite a su locura. Gritando y suspirando como nunca antes lo había hecho, cabalgó sobre su amo son frenesí desbocado, clavando las uñas en su espalda y mordiendo su carne hasta hacerla sangrar.

  El chico por su parte, parecía tan desbocado y fuera de sí como ella. Alucinado, asistía a la transformación de la que todos tenían por simple putilla en diablesa sexual, auténtico súcubo surgido de algún perdido infierno de perversión y lujuria. Una extraña idea le vino a la mente, al pensar que jamás había conocido fémina como aquélla. Sin que pudiera explicarse el cambio, la que siempre fue hermosa pasaba a ser algo de una belleza diabólica y sin par. Era como si aquel fuego desatado hubiera liberado desconocida, satánica energía interior, que ahora la hiciera brillar con esplendor inigualable. De repente, ninguna otra mujer o muchacha parecía poder comparársele y tenía claro que era con ella con quien quería compartir el resto de sus días.

  La diosa ató sus manos al cabezal del camastro que en el garaje hacía a la vez la función de lecho y sofá. Ya lo habían hecho antes. A él le complacían aquéllos juegos y a ella le excitaba provocarlo. Con ansia caníbal, recorrió a continuación su cuerpo desnudo con la lengua. Caliente, húmeda... deteniéndose con deleite en las zonas más erógenas para gozo y disfrute del varón. Pubis, ingles, axilas... siempre negándole sus besos a las más viriles en perverso deseo de llevarlo al límite del delirio. Lamió los lóbulos de sus orejas, besó su cuello, mordisqueó sus pezones... produciéndole un dolorcillo que se balanceaba en la frontera entre lo excitante y lo desagradable. Con insano placer masoquista, apresó con la boca el diente de tiburón que colgaba de su cuello para autolastimarse labios y aquélla con su aguda punta y sus afilados contornos, volviéndose loca en la confusión de sensaciones contradictorias que su cuerpo experimentaba

  De un solo golpe, se ensartó a sí misma en el pletórico miembro viril que, alzado en dureza no conocida hasta entonces, había esperado enhiesto al anhelado oponente para profundizar en su esencia en busca de su más verdadera fuente de placer. Gritando como una posesa, galopó como nunca, perdida toda compostura y contacto con la realidad, camino del orgasmo tan ardorosamente buscado y jamás concedido.

 En algún momento, el chico comenzó a bufar y suspirar anunciando su avenida. Fue algo puramente instintivo. Sin siquiera esbozarse la idea en su mente, tomó el colmillo de escualo para, seguidamente, hundirlo profundamente en el masculino cuello. Brillante estudiante de segundo curso de Medicina, sabía exactamente dónde debía pinchar, perforando la Aorta. Seccionada por la aguda punta, estalló la gruesa arteria repentina,  violentamente, cubriéndola por completo de sangre. Rostro, pecho, cabellos... Bajo la macabra lluvia carmesí, conoció Déborah por primera vez en su vida el orgasmo, alcanzado en una plenitud y clímax como en adelante no creería pudiera experimentar mujer alguna. Sin lugar a la más mínima duda, supo lo que ya habría de ser hasta el fin de sus días. Probablemente, en algún lugar de su mente, allá donde las sombras y los demonios internos que siempre acechan al ser humano tan sólo esperan su oportunidad, su psiquis decidió descargar su furia y frustración sobre el género masculino, único beneficiario al fin y al cabo de sus traumas infantiles y complejos actuales, que determinaban su condición de ninfómana insaciable en eterna búsqueda del placer que a sí misma se negaba. Años de interna represión nacida del odio hacia la figura de su madre, la habían convertido en una olla cuya presión había ido aumentando progresivamente hasta alcanzar el nivel crítico en que no pudo más que estallar. El destino circuló para ella por carretera de un solo sentido y sin frenos. Para tragedia del mundo y terror de los hombres, había nacido una psicópata.

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