En la soledad del lugar en la noche, las
imágenes del pasado vuelven a su mente cual negras olas de mar que siempre
retornan a la orilla. En la única compañía de la muerte, su amiga, su confidente...
evoca tristes pensamientos arropada por el sepulcral silencio. Ensimismada en
la contemplación de las caprichosas formas que adopta el humo del cigarrillo al
ascender hacia el pétreo y mohoso techo, mirando sin ver, más allá de las
formas, del tiempo y del espacio. Se ve a sí misma tal como es. Hemosa, segura,
poderosa... Soberbia hembra deseada y admirada, dueña de su destino. No siempre
fue así. No siempre el bello cisne lo fue tanto, si bien tampoco nunca pato feo.
Hubo un tiempo en que todo era diferente. ¿Cuántas cosas habían cambiado desde
entonces? En ocasiones, al volver la mirada retrospectivamente hacia su más
reciente evolución, tenía la impresión de que las cosas se habían sucedido
demasiado rápidamente, como en natural secuencia del film de su vida rodado de
antemano.
Déborah siempre fue chica agraciada, al menos
desde que podía recordar, pero su hermosura no había sido la misma que la de
ahora. Siempre estuvo ahí, sí, pero era diferente. Menos brillante, menos
esplendorosa... como la de una obra magnífica que, tras ser perfectamente
acabada, anhela la mano de barniz que ha de darle el toque definitivo y hacerla
destacar por encima las demás. Fue también siempre fémina de voraz e insaciable
apetito sexual, que no gozosa en la cama. No es lo mismo. Déborah había
perseguido ansiosamente el placer que sistemáticamente le era negado y ningún
hombre o mujer sabido darle. Lo había buscado cual caballero artúrico su Santo
Grial. Con el mismo empeño y devoción. En todas las razas, en todos los sexos,
en todas las edades... Nunca conoció el significado de la palabra orgasmo hasta el momento en que su vida cambió. Era
extraño. Las raíces el problema había que buscarlas atrás, mucho más atrás, en
los tiernos años de su infancia.
Déborah adoraba a su padre. Un hombre extraordinariamente
bueno y afable que, en base a su sueldo de transportista y a una vida dedicada
a su familia, pudo dar a ésta todo lo que necesitaba. Su madre por su parte, fue
bonita y hermosa, como ella. Amante del fashion
y la ropa de marca. Gucci, Vogue, Versace...
Ardiente, apasionada, sexual... esclava de sus deseos y prisionera de sus debilidades.
Sus continuas infidelidades fueron tónica dominante desde que tenía recuerdo.
Ella hacía como que se ocultaba y él como que no se enteraba, pero todos sabían
lo que había. Al fin y al cabo, no había chico agraciado en las cercanías que
no hubiera conocido las mieles de su cuerpo, el fuego de sus entrañas…
Un día como otro cualquiera, su progenitora
se fue y jamás volvieron a verla. Fue siendo Déborah muy niña todavía, cuando
apenas contaba once años. Dijeron que se había enamorado locamente de un chaval
mucho más joven que ella y había decidido dejarlo todo para irse con él. Bueno,
todo... Al cabo de unos meses, llegó la petición de divorcio. Como gananciales,
le correspondían la mitad de los bienes acumulados durante el tiempo que duró
el matrimonio. El proceso fue rápido. No había mucho a dónde agarrarse. La Ley estaba de su parte y,
además, tampoco su progenitor se sintió con ánimo de pleitear. Afrontó el tema
con la mayor de las dignidades y enterezas posibles, volcándose en sus hijos y
su trabajo.
Déborah creció incubando profundo resentimiento
hacia la condición femenina, despreciando la naturaleza que compartía con su
madre y el placer de su género que infeliz hizo a su padre. Allá en las abismales
aguas donde el consciente naufraga y el inconsciente ejerce absoluto su
imperio, satanizaba el gozo sexual de la hembra y renegaba con desprecio de él,
achacándole las culpas de sus desdichas familiares.
Cuando finalmente despertó a la adolescencia,
su mundo devino en caos y confusión. Por más que la odiara y repudiara, tenía
los genes de ella. Las hormonas revueltas buscando transformar su cuerpo de
niña en homólogo de mujer, comenzó a sentir al deseo tirar con fuerza de hilos
que no acertaba a descubrir de dónde surgían, arrastrándola hacia el mismo
fango en que se había revolcado la que le dio el ser. Sintiéndose sucia,
traidora, se abandonó una y otra vez al placer de la carne para culparse y
odiarse después, quizá sin siquiera saberlo.
Fue de mano en mano, de cama en cama... Hermoso trofeo que galanes de
medio pelo fácilmente colgaban junto al resto de su colección. No importaba que
sólo la quisieran para pasar el rato, que tuvieran novia o estuvieran casados.
Al fin y al cabo, una mujer como ella no merecía más.
Así anduvo la bella durante los años de su
primera juventud. Sabedora de su atractivo y valía, desconocedora del real potencial
y magnitud de los mismos. Vagabunda emocional en permanente búsqueda del perdón
y la reconciliación consigo misma, perdida en selva de infinitas sendas de la
que no acertaba a salir. Tan admiradora de la mujer poderosa y dueña de sus
actos y emociones, cuan lejana se sabía de la misma.
Todo cambió de repente una tarde de Mayo. Déborah
calentaba la cama -entiéndase la figura, que a esas edades se practica el sexo
donde se puede- de alguno de esos conquistadores de cuarto de hora, evitando
que ésta se enfriara en ausencia de su legítima propietaria. Rubiales y guapo
mozo él, tan agraciado como soez y de baja estopa. Magnífica hembra ella, de dorada
y excelsa cabellera oxigenada, reina de la belleza del instituto que envidias
despertaba entre todas sus compañeras y conocidas, por su hermosura. No hubiera
entonces ella podido competir con semejante diosa. No antes del despertar a su
verdadera naturaleza.
Fue, como digo, una tarde de primavera. En el
garaje donde el Don Juan local ensayaba con su grupo, soñando triunfar algún
día en los escenarios. Allí prestaba su voz a sonidos tan mediocres como él
mismo, dejándose idolatrar por la nutrida comparsa de jovencitas que, rendidas,
aplaudían todo lo que él hiciera en la esperanza de ser recompensadas con
alguna de sus deslumbrantes sonrisas. Fiel al puro estilo del macarra de
barrio, exigía lo que no daba y no toleraba que sus conquistas siquiera mirasen
a otro varón, pese a saber ellas que para él no eran más que segundos platos
que debían respetar la alargada sombra de la elegida. Déborah, muy zorra ella,
no podía en cambio relegarse a un solo hombre y ya el machito debía imaginarse
algo. Ante las cuentas pedidas y demandadas, le largó la hermosa un “¿no haces tú también lo que te da la gana?”,
que le valió sonora bofetada por recompensa, que violenta la derribó.
Aturdida y vencida en el suelo, se palpó la
muchacha el labio, observando la sangre en sus dedos. Sorprendida, se sintió
humedecer en su intimidad, anegado en arrolladora marea lo que solía ser áspero
erial. Siempre había tenido tendencias “extrañas”, éso no era nada nuevo. Ya
desde su preadolescencia venía complaciéndose en la autolastimación con que de
vez en cuando acompañaba sus recurridas masturbaciones solitarias. Pero ahora
había algo más. Un ingrediente de humillación y violencia que no había conocido
antes y venía a confirmar su naturaleza de puta masoquista. Paladeó el rojo y espeso
elixir en su boca, sintiéndose excitar con ello. De alguna manera, despertaba
su sabor en ella el instinto depredador de su especie, haciéndola sentir libre
y salvaje. Su rostro cubierto por los negrísimos cabellos, azules zafiros brillando
a través de ellos con desafiante fulgor infernal, lanzó una perversa mirada a
su maltratador, invitándole a continuar lo que había iniciado.
Lo que siguió fue delirante. Déborah conoció
cotas de excitación jamás antes siquiera imaginadas, animada por los azotes del
cinto del chulo en su piel. Más bofetadas siguieron a la primera y el acto de
amar se tornó en algo depravado, enfermizo... Azuzada por el dolor, pedía más y
más, sin atinar a vislumbrar límite a su locura. Gritando y suspirando como
nunca antes lo había hecho, cabalgó sobre su amo son frenesí desbocado,
clavando las uñas en su espalda y mordiendo su carne hasta hacerla sangrar.
El
chico por su parte, parecía tan desbocado y fuera de sí como ella. Alucinado,
asistía a la transformación de la que todos tenían por simple putilla en
diablesa sexual, auténtico súcubo surgido de algún perdido infierno de
perversión y lujuria. Una extraña idea le vino a la mente, al pensar que jamás
había conocido fémina como aquélla. Sin que pudiera explicarse el cambio, la
que siempre fue hermosa pasaba a ser algo de una belleza diabólica y sin par.
Era como si aquel fuego desatado hubiera liberado desconocida, satánica energía
interior, que ahora la hiciera brillar con esplendor inigualable. De repente,
ninguna otra mujer o muchacha parecía poder comparársele y tenía claro que era
con ella con quien quería compartir el resto de sus días.
La diosa ató sus manos al cabezal del
camastro que en el garaje hacía a la vez la función de lecho y sofá. Ya lo
habían hecho antes. A él le complacían aquéllos juegos y a ella le excitaba
provocarlo. Con ansia caníbal, recorrió a continuación su cuerpo desnudo con la
lengua. Caliente, húmeda... deteniéndose con deleite en las zonas más erógenas
para gozo y disfrute del varón. Pubis, ingles, axilas... siempre negándole sus
besos a las más viriles en perverso deseo de llevarlo al límite del delirio.
Lamió los lóbulos de sus orejas, besó su cuello, mordisqueó sus pezones...
produciéndole un dolorcillo que se balanceaba en la frontera entre lo excitante
y lo desagradable. Con insano placer masoquista, apresó con la boca el diente
de tiburón que colgaba de su cuello para autolastimarse labios y aquélla con su
aguda punta y sus afilados contornos, volviéndose loca en la confusión de
sensaciones contradictorias que su cuerpo experimentaba
De un solo golpe, se ensartó a sí misma en el
pletórico miembro viril que, alzado en dureza no conocida hasta entonces, había
esperado enhiesto al anhelado oponente para profundizar en su esencia en busca
de su más verdadera fuente de placer. Gritando como una posesa, galopó como
nunca, perdida toda compostura y contacto con la realidad, camino del orgasmo
tan ardorosamente buscado y jamás concedido.
En algún momento, el chico comenzó a bufar y
suspirar anunciando su avenida. Fue algo puramente instintivo. Sin siquiera
esbozarse la idea en su mente, tomó el colmillo de escualo para, seguidamente,
hundirlo profundamente en el masculino cuello. Brillante estudiante de segundo
curso de Medicina, sabía exactamente dónde debía pinchar, perforando la Aorta. Seccionada
por la aguda punta, estalló la gruesa arteria repentina, violentamente, cubriéndola por completo de
sangre. Rostro, pecho, cabellos... Bajo la macabra lluvia carmesí, conoció Déborah
por primera vez en su vida el orgasmo, alcanzado en una plenitud y clímax como
en adelante no creería pudiera experimentar mujer alguna. Sin lugar a la más
mínima duda, supo lo que ya habría de ser hasta el fin de sus días. Probablemente,
en algún lugar de su mente, allá donde las sombras y los demonios internos que
siempre acechan al ser humano tan sólo esperan su oportunidad, su psiquis
decidió descargar su furia y frustración sobre el género masculino, único
beneficiario al fin y al cabo de sus traumas infantiles y complejos actuales,
que determinaban su condición de ninfómana insaciable en eterna búsqueda del
placer que a sí misma se negaba. Años de interna represión nacida del odio hacia
la figura de su madre, la habían convertido en una olla cuya presión había ido
aumentando progresivamente hasta alcanzar el nivel crítico en que no pudo más
que estallar. El destino circuló para ella por carretera de un solo sentido y
sin frenos. Para tragedia del mundo y terror de los hombres, había nacido una
psicópata.
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