Está muy bien. Fiesta universitaria, la noche promete. Chicos guapos
luciendo palmito, tías buenas marcando con sus ceñidos tops y brevísimas
minifaldas... cantidad, diversidad y calidad para elegir. Déborah se siente
como una poderosa leona en la sabana, acechando camuflada entre las altas
hierbas a los nutridos rebaños de rumiantes ñus, okapis, cebras... Pero hay una
diferencia entre ella y las otras félidas hembras. Mientras que éstas buscan a
sus presas entre las más débiles y vulnerables, la mantis humana tan sólo está
interesada en las más soberbias, aquellas que imponen su dominio entre sus
congéneres y destacan muy por encima del
resto. En los más poderosos búfalos, las más gráciles gacelas...
Se trata de una dedicada labor de selección y espera, viendo desfilar
ante sus ojos a los posibles candidatos sin delatar sus siniestras intenciones,
sus vampíricas ansias de sexo y sangre humana. La rubia de enormes y soberbios pechos,
el rubio de potente tórax, la morenaza de prietos glúteos y tentadora cintura,
orgullosamente expuesta y ausente de un gramo de grasa... Déborah las deja
pasar ante ella sin iniciar siquiera un amago de carga. Muchas de ellas
resultan magníficas piezas, pero ella busca algo especial, verdadero deleite
para sus sádicos instintos.
En momento alguno llega a dudar, no obstante sentirse tensa e inquieta en
alguno. Nada hay más frustrante para el cazador que la salida infructuosa, pero
es lo que tiene la caza y la grandeza de la misma. Ella sabrá reconocer sin
problemas aquello que busca cuando se presente y, cuando así al fin ocurra, el
premio a las largas y pacientes horas de acecho tendrán su recompensa, tanto más
dulce y satisfactoria cuanto más se hayan hecho esperar.
No es Déborah amiga del alcohol y el tabaco tan sólo le sirve como
complemento de otros placeres. Sus biorritmos no los necesitan, ni ella
tampoco. Ni para hacer su vida normal, ni para acompañar la espera y amainar
sus pulsaciones. Prefiere en cambio mantenerse despierta y alerta, sus
facultades plenas y afinadas, cual afiladas garras y colmillos que prestos
aguardan su oportunidad.
De repente lo ve. Y sabe que ha encontrado a su presa. Alto, moreno...
bien formado y de hermosos ojos verdes, destacando su esplendor incluso desde
la otra orilla del mar de humana presencia que les separa. Su cabello ondulado,
su sonrisa suficiente... todo en él le delata como triunfador macho alfa.
Destaca de entre el resto de machos humanos de la sala, tanto como el
poderoso líder de la manada por encima los jóvenes leones que impacientes
anhelan su posición en la misma, asistiendo con envidia a su placer y
ascendencia sobre el harén de solícitas hembras, que para él permanecen
permanentemente dispuestas.
Tan claramente como ella se ha apercibido de su presencia apenas ha hecho
acto de presencia, él lo ha hecho de la suya. No puede ser de otra manera.
Ninguna mujer es tan bella, ninguna tan soberbia y magnífica como la matadora
de hombres.
Sonríe y él responde con otra sonrisa. Tras un breve juego de coqueteo
entre sus miradas, se acerca hasta uno de los podios. La chica que en él baila
duda por un momento, tras el cual le cede su puesto sin intercambiar una sola
palabra. Déborah asciende entonces y procede a ejecutar en él su danza sensual,
ritual de atracción tan antiguo como la vida misma, que atraerá al macho sin
remisión a sus garras.
Nada podrá oponer éste para resistirse a la sensualidad de sus
movimientos, la erótica cadencia de sus
caderas y sinuosos serpenteos y giros de su cuerpo. Carlos cree enloquecer.
Fémina alguna podría resultar tan sexual, tan magnética y poderosamente
atractiva a la vista. Las go-gós que bailan en las otras tarimas la miran con
ojos que lanzan puñales, celosas de su belleza y reclamo sobre la varonil
atención, y cada poro de su piel grita al mundo y la noche que la hembra anuncia
su celo y busca aparearse.
Carlos la mira embelesado. Antes de encontrarse con ella tras abrirse
camino por entre la marea humana para esperarla junto a la barra cuba-libre de whisky en mano, habrá escuchado al menos dos versiones de las que
sobre su siniestra leyenda circulan. Pero no le importará, al igual que no le
importa al macho de la mantis saber que, tras su cópula, servirá de alimento a
la hembra. Déborah baila cual humana viuda negra, ardiendo el fuego del
infierno en los azules zafiros que lleva en la cara y le sirven para percibir
el mundo y la realidad, y cuando el súcubo danza, el simple mortal no puede más
que sucumbir.
Desde su elevada plataforma lo observa y admira. Lo ama. Ciertamente lo
ama. Tampoco podría ser de otra manera. Jamás podría saciar su vital voracidad
producto mediocre. Tan sólo el más excelso y deseable podrá aspirar a hacerlo,
y sus hormonas femeninas responden ante ello con la misma virulencia y pasión
que en el resto de integrantes de su género. Tan sólo la forma de colmar ese
apetito varía, exigiendo Déborah a sus amantes el sacrificio de la propia vida
a cambio de sus favores.
Lo mira lujuriosa. Él sonríe, al tiempo que siente su pletórica virilidad
despertar pugnando contra la tela del pantalón. Ahora es ella la que sonríe.
Lasciva, provocadora... Reconoce el tipo a la perfección. Tiene novia o mujer,
tampoco es que importe demasiado. Nunca lo ha hecho para ella el detalle de que
estuvieran o no comprometidos. De entre lo que a ella le interesa, el hecho de
si tienen o dejan de tener pareja no entra en la selección.
Él la tiene. Atractiva y solvente además, de bastante más edad seguramente.
Demasiada desenvoltura y seguridad para ser algo distinto. La otra no frecuenta
este tipo de lugares, ni tampoco sus amistades y círculo social. De lo
contrario él evitaría mostrar tan claramente las evidentes intenciones que allí
le llevan.
Un chico tan guapo y seguro de sí mismo, no puede más que tener una mujer
seductora a su lado. Alguien como él siempre tiene dónde elegir. En su
arrogancia buscará invariablemente a la fémina que avale sus caprichos y le
permita la mantenida vida del zángano, y aún así podrá escoger de entre las que
tales condiciones combinen con el atractivo.
Para cuando desciende del podio, todo está ya dicho sin palabras. Se
acerca hasta él y, cuando se reúnen en la barra, se besan apasionadamente,
enzarzando lenguas e intercambiando salivas sin conocer todavía el sonido de
sus respetivas voces.
Él lleva una de sus manos a los deseados pechos para masajearlos con
ansia, la otra a los marmóreos y elevados glúteos para acariciarlos y
apretarlos. Ella se deja hacer. No le importa que todos miren. Es más, le
excita. Como la consumada zorra que es, se deleita en el morbo de la
provocación, exhibiéndose como la más grande de las rameras.
Gira sobre sí misma para darle la espalda y, ladeando la cabeza para
continuar besándolo, dejar ver a la concurrencia como el varón recién
conquistado le soba a las claras las tetas. El macho que todas desean es suyo y
quiere que lo sepan. Hoy le hará conocer
el Cielo en la Tierra
y tras ello nunca volverán a saber de él. Una vez ella lo haya gozado, jamás
otra volverá a hacerlo.
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El hombre hace girar la llave dentro de la cerradura y la puerta del
bungalow se abre hacia adentro. Nade les ha visto entrar. Ella ha insistido en
hacerlo en su casa, en la misma cama en que hace el amor con su pareja. Él ha
aceptado cada uno de sus deseos, procurando no obstante mantener la discreción
de cara a los vecinos.
Sin apenas detenerse en el salón, cruzan el mismo en dirección al
dormitorio. Apenas un instante después, ya ella permanece tumbada boca arriba
en la cama, sus soberbios pechos de silicona entregados a los voraces labios,
que con ansia caníbal devoran sus pezones mientras las grandes y masculinas
manos los estrujan. Ella se retuerce de placer, gimiendo como la mayor de las putas,
explayándose en el goce de follarse al hombre de otra en su propio templo.
Con morbo enfermizo, ladea la
cabeza para mirar la foto en el portaretratos de la mesita de noche. No se ha
equivocado. No suele hacerlo. Se trata de una mujer hermosa, bastante mayor que
él. Como unos veinte años aproximadamente, quizá algo menos. Hermosa, rubia…
muy rubia... de preciosos ojos azules y voluptuosos labios de colágeno.
Evidentemente adicta a la cirugía y el culto al cuerpo, merced a lo cual
mantiene la belleza de sus mejores años apenas alterada. En su mirada la
seguridad de quien sabe lo que quiere. Déborah suspira y siente como llega
incontenible la avenida del placer, arrollándolo todo y empapando la tela de su
liviana falda, ausente bajo ella cualquier tipo de ropa interior, embriagada en
el morbo de la profanación del altar de tan soberbia hembra.
Le resulta vagamente familiar. Probablemente la conozca, piensa, y su
orgasmo se ve alargado con tal pensamiento. ¿O tal vez se trata de uno nuevo?
Qué más da. Lo único que importa es el placer, se dice, y para cuando salga de
aquí habrá saturado y rebasado la capacidad de cada uno de sus receptores.
-¡Pero qué puta eres! –la halaga él, sabedor ya a estas
alturas de que ella gusta de ser tratada como la mayor de las rameras-. Estás
encharcada –aprecia, los dedos de una de sus manos acariciando y perforando su
raja.
-¡Síiiii...!
Ella se retuerce de puro gusto y él no le permite
relajarse en su deleite, entregado totalmente al empeño de procurarle el mayor
de los goces que su viril condición sea capaz
de deparar en femenina anatomía.
Él ya ha escuchado las historias. No les ha dado
demasiado crédito. Sin embargo se ha dicho también que, aunque fueran ciertas, gustoso
entregaría la vida por poseerla. Jamás
renunciaría a hembra así por nada del mundo. Hacerla suya es lo más a que puede
aspirar varón alguno en toda su existencia y con placer cualquiera en tal
condición abandonaría la misma en pago de ello.
Ella experimenta nuevas sensaciones. En su enfermizo
morbo vampírico, siempre ha buscado escenarios góticos y siniestros para sus
más secretas actividades. Mausoleos, cementerios, casas de campo abandonadas...
invariablemente de noche, cubierta por el cómplice manto de las estrellas y la
oscuridad.
Ahora en cambio
se encuentra en el mismo domicilio de su nueva e inminente víctima. Habrá de
buscar una nueva forma de hacer desaparecer el cuerpo y cualquier huella que
delate su presencia y aun la existencia del homicidio. Todavía no sabe cómo la
hará, pero sí tiene la certeza de que su
extraordinariamente dotada inteligencia encontrará la manera. Por el momento
tan sólo se preocupa por gozar y el nuevo reto supone un aliciente añadido al
morbo de lo criminal.
-Te excitas como una perra haciéndolo en la misma habitación
que tu amante comparte con su mujer, ¿eh?
-¡Síiiii!... ¡¡Como una perra!! –admite sumida todavía
en su orgasmo. -¿Y tú? –pregunta a su vez-. ¿Disfrutas poniéndole los cuernos
en su propia cama?
-¡¡Uufffff...!! –es la única y elocuente respuesta de
él.
Liberándola de su prisión de tela, Déborah agarra con
ganas su verga y la aprieta en su mano, provocándole un profundo suspiro de
placer. Ya antes, en el trayecto en automóvil hasta la casa, ha tenido
oportunidad de deleitarse saboreando y tragando golosa su esencia. Ahora quiere
sentirla perforando sus otros agujeros.
-¿Por dónde prefieres metérmela primero?
El varón alucina.
-Por el detrás… ¡quiero metértela por detrás!
Ella lo mira con lujuria y provocación, el fuego del
pecado brillando en sus ojos.
-Hazlo…
Más que como una orden, suena como una súplica. Carlos
sonríe. Desde luego, nada más lejos de su ánimo que el dejar de complacerla.
Colocándose a cuatro patas sobre el colchón, Déborah
apoya la cara en él, mirando hacia los pies de la cama, y alza sus nalgas lo
más que puede en claro deseo de dejarlas lo más expuestas posible y a fin de
sentirse lo más profundamente penetrada que la carnal longitud del miembro de
su amante permita.
Éste levanta la tela de su larga y liviana falda negra
para descubrir sus posaderas y ella lleva las manos hasta sus cachas para
abrirlas y ofrecerlas solícita.
-Métemela, por favor... de un sólo golpe. ¡Hasta el
fondo!
La mezcla de sadismo y masoquismo en los impulsos de
la mantis humana, es algo que ni ella sabría distinguir claramente. Tampoco ha
intentado nunca hacerlo. No le preocupa separar donde acababa lo uno y empieza
lo otro, limitándose tan sólo a gozar.
El ariete de carne entró violentísimo, tal como ella
ha pedido, arrancándole un agónico alarido de placer y dolor a la vez,
colocándola al borde del orgasmo de nuevo. Al mismo tiempo que éste se abría
camino a lo bestia en sus entrañas, en la puerta del dormitorio hizo aparición
una femenina presencia.
-¡Isabel! –exclamó él alarmado.
Déborah, por su parte, sientió una nueva marea de
fluido placer en su más íntima feminidad al reconocer en el asombrado rostro a
la mujer de la foto. Sin experimentar nada más allá del más perverso de los
morbos, reculó hacia atrás para introducirse más profundamente el masculino
miembro que, ante la inesperada sorpresa, había retrocedido algunos
centímetros.
El desconcierto cedió paso a la ira en la expresión de
las hermosas facciones, dejando caer su elegante dueña el bolso que en la mano
porta para cargar contra ella y, agarrándola por los pelos, traccionar derribándola
de la cama.
Pero no es una asustadiza corderilla lo que entre
manos había colocado la soberbia cuarentona, sino una agresiva e indómita
tigresa que, revolviéndose para ponerse en pie, sacó un formidable directo que,
potente cual misil, se estrelló contra su cara partiéndole el labio y
haciéndole caer de espaldas atontada por el impacto. Dos años de práctica del
kick boxing hacían de Déborah una mujer difícil de tratar a las bravas para sus
compañeras de género.
Momentáneamente fuera de combate, permaneció no
obstante consciente. Sonriente en su triunfo, Déborah aprovechó tal indefensión
para, inclinándose sobre ella, lamer el hilo de sangre procedente de la herida
y deleitarse en su sabor. Los hermosos ojos azules mirándole indefensos a
través de la niebla de la semiinconsciencia. De nuevo no había andado errada.
Conocía a la hembra.
-No lo tomes así, mujer. Podemos compartirlo.
La miró extrañada, como sin entender.
-Es un excelente varón el tuyo. Seguro que tiene para las dos. Después me largaré y
volverá a pertenecerte exclusivamente.
Algo recompuesto del sobresalto, él mismo acudió
presto al lado de su chica.
-Isabel, perdona... ya sabes que soy un poco bala
perdida.
A él lo miró con odio. No obstante, tras éste evidente
la clara falta de fuerza para oponerse a su voluntad. Inexplicablemente, el
hermoso sabe convencerla para que acceda al menage
a trois, aun a pesar del potentísimo golpe que el labio le ha partido y en
tan humillante situación la ha dejado.
Déborah sintió de nuevo desprecio por la condición
femenina que compartía. ¿Por qué tantas mujeres resultaban tan débiles ante los
hombres? ¿Por qué con más facilidad que ellos eran víctimas de sus estúpidos
enamoramientos? ¿Por qué aquella debilidad por la cual, a menudo, lo
abandonaban todo e incluso sacrificaban su propia dignidad a cambio de
satisfacer sus apetitos carnales?
No era el primer trío en que participaba la mantis
humana. Dos hombres para ella, dos mujeres para un chico, orgías, intercambios
de parejas... todo lo había probado. Sin embargo el morbo estaba en encontrarle
cada vez un nuevo aliciente al asunto, y en esta ocasión resultaba el hallado
muy poderoso.
Con fruición lamió y fue lamida. Saboreó con deleite
la vulva de la que hasta momentos antes fuera su rival, mientras el macho de
ésta retomaba su deliciosa actividad de profundización anal. Intercambió
salivas y fluidos con ambos, antes de en esa posición arribar al acto final del
drama.
Llegado el momento del advenimiento del máximo placer
de la rubia hembra, extrajo un grueso alfiler oculto entre sus largos y
negrísimos cabellos. Tranquila, relajadamente, sin que en momento alguno
semejara precipitar los acontecimientos. Con toda la templanza del mundo,
mientras aquella clamaba su goce entre suspiros y gemidos, lo hundió
profundamente en su ingle, cortando éste al punto y reclamando la azul y
sorprendida mirada, que sin comprender cuestionaba en silencio acerca de la
fuente de su dolor.
-¿No te gustan mis besos?... Los tuyos fueron
resultaron más traicioneros.
La magnífica madura la contemplaba totalmente
confundida, sin entender, mientras con el macho cabalgante debía ocurrir otro
tanto a juzgar por el cese en sus embestidas, totalmente ajeno a lo ocurrido
desde su posición a sus espaldas, oculta la escena y el alfiler clavado a sus
ojos.
-No me reconoces, ¿verdad?
La confusión en los de ella parecía ir en aumento.
-¿Ya no te acuerdas de tu querida niñita... mamá?
La rubia dio un respingo al tiempo que su alma un
vuelco en su pecho, su mirada reflejando el horror deparado por la comprensión.
-¿Te horroriza lo que acabas de hacer con tu
propia hija, mamá? –pregunto ella en
insano y enfermizo deleite en la tortura psicológica-. ¿Te horroriza haberte
revolcado con ella como la mayor de las rameras? –insistió acusadora-. Pero
nunca te horrorizó abandonarla por un macho, ¿verdad?
Antes de que la sorprendida progenitora pudiera salir
de su pasmo para reaccionar, Déborah extrajo la aguja, liberándola de la prisión
de carne que la sujetaba. Perforada la artería, la explosión de vital elixir
carmesí vino a estrellarse incontenible contra el rostro de la que un día
llamara hija, que con la boca abierta recibió el premio a su obra.
-¡¡¡Isabel!!! –gritó repentinamente sobrecogido y
alarmado el hombre, arrojando violentamente a un lado a su preciosa última conquista
para acudir en su auxilio.
Déborah cayó golpeándose contra la mesita de noche en
el costado, al tiempo que él se lanzaba a colocar su mano contra la herida en un
intento por tamponarla.
-¡¡Isabel...!! ¡Hay que llamar a un médico!
Fue lo último que pensó, antes de que la lámpara que
hasta momentos antes descansara sobre aquella viniese a destrozarse contra su
cabeza, sumiéndolo en el negro mundo de la inconsciencia merced a un poderoso
golpe descendente descargado por la bella y sanguinanaria psicópata.
Altiva, Déborah contempló a su madre. El hermosísimo
rostro de finísima porcelana cubierto de sangre, los deslumbrantes zafiros
ardiendo en él como nunca, azul sobre rojo.
-Hoy no morirá el macho.
Su madre la miró horrorizada, saltando de la cama al
tiempo que tomaba la almohada para comprimir la herida en desesperado intento
por contener la hemorragia. La idea era salir a la calle a gritar y pedir socorro.
-No hay caso mamá. He perforado tu arteria ilíaca,
mucho más gruesa que la femoral. Morirás en unos instantes, mucho antes de que
la ayuda médica pudiera acudir en tu ayuda.
Aterrorizada, la contemplaba con ojos desorbitados al
comprender que lo que su heredera decía era verdad y ante ella se presentaba el
horror de afrontar el propio final. Nunca Déborah sabría ya si se sorprendió
cuando vio la primera lágrima correr por sus mejillas.
-¿Por qué lo hiciste? Te quería más que a nada en el
mundo. Confiaba en ti a ciegas y sin condiciones...
Rota su compostura, la bella asistió al final de su
progenitora llorando amargamente, desaparecido todo vestigio de la formidable
matadora para, una vez más, volver a ser tan sólo una vulnerable y asustada
niña abandonada.
.......................................................................................
“Querido Miguel:
Hola de nuevo,
¿cómo estás? Me alegró mucho recibir tu última carta. Aquí todo sigue igual. No
debes preocuparte por mí, estoy bien. Las otras reclusas no me molestan. Muchas
de ellas se declaran abiertamente admiradoras mías y se acercan buscando mis
amistad. En realidad creo que todas me temen.
Las hubo que al principio me recibieron con hostilidad, imagino que en intento de dejar
me claro que, a pesar de mi fama, aquí tan sólo soy una más. Sin embargo
aparecieron muertas un par de ellas en los aseos poco después, con apenas días
de diferencia entre una y otra muerte y de forma violenta. Es de imaginar que
estarás al corriente por las noticias. Ni la policía ni los servicios
penitenciarios han conseguido resolver el misterio, con lo cual todos me
señalan de nuevo, alimentando mi negra leyenda. Me han cambiado un par de veces
de prisión desde entonces, pero, invariablemente y vaya donde vaya, las presas
me reciben con temor y, si se acercan a
mí, es para mostrarme su amistad y respeto. En fin...
Supongo que ya
estarás al tanto de la sentencia. Me han condenado a cumplir al menos cuarenta
años de cárcel antes de poder pisar la calle de nuevo. Los supuestos
introducidos para los casos más graves en el Código Penal así lo m permiten y a
nadie le cupo duda de que el mío quedaba plenamente incluido en ellos. Saldré
bastante antes, claro. En Europa no existe la pena de muerte y no hay prisión
capaz de retenerme en ella contra mi deseo. Probablemente las autoridades y el
Juez de Vigilancia Penitenciaria lean estas palabras, pero no importa.
Saben que el único motivo por el que me
encuentro aquí ahora, es porque así lo encontré oportuno yo misma. Pude matar
al amante de mi madre y haber hecho desaparecer sus cuerpos y toda evidencia de
mi implicación en sus muertes, como había hecho hasta entonces. No fue así. Ya
conoces la historia. Me entregué voluntariamente. Lo único que tuvieron de base
para condenarme por aquéllas, fue mi propio reconocimiento de culpabilidad y el
señalamiento del lugar en que podrían encontrar los restos de mis víctimas.
Saben pues que
mi inteligencia es algo muy superior a lo que ellos pueden manejar y retener, y
en el momento que considere llegado el de mi evasión, nada podrán hacer por evitarla.
Creo que aun
tardará sin embargo. Me encuentro vacía y entiendo que mi lugar está en
prisión, recibiendo el castigo que merezco por tanto dolor y sufrimiento como
sembré. Lamento caso todas las vidas que arrebaté, salvo la de mi madre. Quizá
tampoco alguna más que mereciera el fin que le di. Mi madre…Creo que en
realidad y aunque la odiase y despreciase, nunca dejé de quererla. Supongo que
ello debió de crear profundos traumas en mi mente infantil y preadolescente. Me
enseñó a odiar y despreciar la debilidad de la condición femenina que la llevó
a abandonarnos por un hombre. En mi psicología femenina de niña que se sientió
traicionada y en ausencia de su figura, debí buscar otro culpable a quien
acusar, encontrándolo en la condición masculina, que en mi traumática experiencia
percibía como beneficiaria final de esa debilidad. Cuando comenzaron a nacer en
mí los apetitos sexuales propios de toda hembra, esos mismos que habían movido
a mi madre a abandonarnos, debí odiarme al no poder escapar a ellos, y sólo
buscando a aquellos culpables imaginarios y saciando mi venganza sobre ellos
conseguía silenciar, aunque sólo fuera momentáneamente, aquella acusatoria voz
interior.
Muerta mi madre
sin embargo, el ciclo se cerró. Desaparecida la fuente de mi odio y mis traumas,
desaparecieron igualmente éstos al igual que los charcos cuando deja de llover
y vuelve a salir por fin el sol que los seca.
Por el momento
siento pues que mi lugar está aquí, cumpliendo el castigo que se me impuso y,
desde luego, merezco. Pienso sin embargo que ninguno será superior al de la voz
de mi propia conciencia, que siempre me recordará las vidas que segué, varias
de ellas totalmente inocentes. Toda sanción por debajo de la pena de muerte
resulta una parodia en un caso como el mío. No soy tan valiente como muchos pensáis.
Si realmente lo fuera, hace ya tiempo que me habría quitado la vida, incapaz de
soportar esa voz de mi conciencia. Pero no lo soy. Y en ausencia de ese valor, he
llegado a la conclusión de que lo mejor que puedo hacer en honor a la memoria
de mis víctimas, es emplear mi privilegiada inteligencia para perseguir a otros
asesinos y, en la medida en que sea posible, contribuir a evitar nuevas
muertes. Esa será mi misión por el resto de mis días. La matadora de hombres se
convertirá en azote de otros psicópatas, muy probablemente en colaboración con
los cuerpos policiales de otros países. Hay cosas… cuando considere llegado el
momento, sabré salir de aquí y cómo hacerlo.
Bueno Miguel,
llego ya al fin de mi carta. Cuídate mucho y no me olvides, por favor. Más allá
de mi padre y mi hermano, has sido lo único puro que he tenido y la única
persona a la cual me he preocupado por ayudar en esta vida. Nunca lo olvides.
Un besazo muy grande.
Déborah.
Centro Penitenciario de Alcalá de Guadaira
(Sevilla-Mujeres) 12-03-2012”
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