"Las 18 personas restantes, fueron todas reconciliadas (por haber
sido toda su vida de la secta de los brujos), buenas confidentes y que con
lágrimas habían pedido misericordia, y que querían volverse a la fe de los
cristianos. Leyéronse en su sentencia cosas tan horribles y espantosas cuales
nunca se han visto: y fue tanto lo que hubo que relatar, que ocupó todo el día
desde que amaneció hasta que llegó la noche, que los señores inquisidores
fueron mandando cercenar muchas de las relaciones, porque se pudiesen acabar en
aquel día. Con todas las dichas personas se usó de mucha misericordia, llevando
consideración mucho más al arrepentimiento de sus culpas, que a la gravedad de
sus delitos: y al tiempo en que comenzaron a confesar, agravándoles el castigo
a los que confesaron más tarde, según la rebeldía que cada cual había tenido en
sus confesiones"
Julio Caro
Baroja. Las brujas y su mundo.
“Comenzó el Auto por un sermón que predicó
el Prior del Monasterio de los Dominicos, que es calificador del Santo Oficio,
y aquel primero día se leyeron las sentencias de las once personas que fueron
relajadas a la justicia seglar, que por ser tan largas y de cosas tan
extraordinarias ocuparon todo el día hasta que quería anochecer, que la dicha
justicia seglar se entregó de ellas, y las llevó a quemar, seis en persona, y
las cinco estatuas con sus huesos, por haber sido negativas, convencidas de que
eran brujas y habían cometido grandes maldades. Excepto una que se llamaba
María de Zozaya, que fue confidente, y su sentencia de las más notables y
espantosas de cuantas allí se leyeron. Y por haber sido maestra y haber hecho
brujos a gran multitud de personas, hombres y mujeres, niños y niñas, aunque
fue confitente, se mandó quemar por haber sido tan famosa maestra y
dogmatizadora”.
ZUGARRAMURDI: PROCESO
EJEMPLAR
«Y es que una bruja -cuyo nombre se conoció más tarde: María de Ximildegui, de veinte años de edad-, habiendo vuelto
a Francia con su padre, una mujer francesa
la persuadió a que fuese con ella a un campo donde se holgaría mucho,
industriándola en lo demás que había de hacer, y dándole noticias de
cómo había de renegar, y habiéndola
convencido la llevó al aquelarre, y puesta de rodillas delante del demonio y de otros muchos brujos que la tenían rodeada, renegó de Dios, y no se pudo acabar con ella que renegase de la Virgen María su Madre, aunque renegó de las demás cosas, y recibió por dios y señor al Demonio...» La denuncia de una
muchacha anónima, expuesta en dichos términos, daría lugar a uno de
los procesos más importantes del Tribunal de la Inquisición, que en la España de 1610, año del proceso de
Logroño, obedecía a un
estilo peculiar.
Todo
comenzó, en efecto, cuando María de Ximildegui volvió a Zugarramurdi (Navarra) tras unas semanas
en Francia invitada por una conocida amiga suya. La información relativa a la asistencia de María a un conventículo de brujas en los alrededores de Ciboure -localidad vasco-francesa-y su posterior contacto con «otras brujas a este lado de la frontera»,
es decir en España, pasó de los oídos familiares
a otros más interesados en magnificar los hechos y adornarlos de tintes sombríos. El rescoldo se hizo fuego y algunos aldeanos de Urdax y del propio pueblo de Zugarramurdi emprendieron su particular
«caza de brujas». Intervino el párroco, fray
Felipe, que reunió a sospechosos y
perseguidores en un acto de reconciliación en la iglesia de Zugarramurdi. Pero el fino olfato del Santo
Oficio ya había sido impregnado con el
veneno de la denuncia. Pese a sumar
unas trescientas las personas inculpadas
por delitos de brujería en Navarra y
País Vasco, sólo treinta y una fueron
conducidas a Logroño, ciudad
castellana donde serían juzgadas por
el tribunal de la
Inquisición, hecho al que en principio se opuso Alonso
de Salazar y Frías, nombrado Inquisidor
especial por el Supremo para el caso.
Salazar fue contundente al afirmar
que en la región no habían existido
brujas hasta que se escribió y se habló
acerca de ellas -opinión desvirtuada por
algunos recopiladores contemporáneos,
que no historiadores interesados en
documentarse verazmente-. Instado sin
embargo a la aclaración de las
pruebas, nada ni nadie podía oponer resistencia
a las determinaciones del Santo
Oficio. El escarmiento debía llevarse
a efecto para dar ejemplo y sofocar los
peligros que el inquisidor vecino De Lancre conjuraba en la hoguera a
poca distancia.
El Auto de Logroño,
celebrado en el curso de los días 7 y 8 de noviembre de 1610, estuvo
presidido por los inquisidores Juan de Valle Alvarado, Antonio Becerra Holguín y
el mencionado Alonso de Salazar y Frías, asistidos por el Ordinario del
arzobispado y cuatro consultores. El
Santo Oficio recibió de mal talante
el desaire del rey, Felipe III, que no se
personó en el escenario de los hechos
e incluso más tarde desautorizó a los que habían precipitado la sentencia, esto
sirvió al menos para que un año después se
promulgara un indulto general para
los acusados de brujería. Por
añadidura, los reos llevados de Navarra y País Vasco, más otros
pendientes de condena, optaron por mostrarse arrepentidos y promover la reconciliación con la Iglesia. No obstante, seis impenitentes
fueron ajusticiados. La relación del Auto
daba cuenta del impresionante
espectáculo con meticulosa precisión, dado el especialísimo interés puesto en
la celebración, en cuyo montaje se hallaba latente el espíritu y el
ejemplo del inquisidor francés Pierre de
Lancre, a quien se trataba de imitar a todo trance. «Veintiún hombres y mujeres iban en forma y con insignias de penitentes -refería el Acta-, descubiertas las cabezas, sin cinturón y con una vela de cera en las manos, y los seis de ellos con sogas en la garganta, con lo cual se significa que habían de ser azotados, Luego seguían unas
veintiuna personas con sus sambenitos y
grandes corazas con aspas de reconciliados,
que también llevaban sus velas en las
manos, y algunas sogas a la garganta. Luego iban cinco estatuas de personas difuntas, con sambenitos relajados
y otros cinco ataúdes con los huesos de las
personas que se significaban por aquellas estatuas. Y las últimas iban seis personas con sambenito y corazas de relajados, y cada una de
las dichas cincuenta y tres personas entre
dos alguaciles de la
Inquisición.» El cómputo de reos, como se dice en
la crónica, era de
cincuenta y tres personas: de ellas, treinta y una pertenecían a Navarra
y País Vasco.
Recordemos de paso el
significado de algunos términos. Sambenito era el hábito penitencial
que vestían los condenados que iban a reintegrarse a la comunidad; este atavío solía colgarse en el
interior de las iglesias más tarde, con
objeto de perpetuar la memoria del
pecado que justificó su uso. El Auto
de fe en sí consistía en la lectura pública de
las sentencias en presencia de los acusados;
los jueces buscaban dar a este acto
la mayor solemnidad, para lo que
invitaban a autoridades y
principales. La entrega de los
condenados al verdugo por parte de los
inquisidores ponía fin al Auto. Por reconciliación
se entendía el retorno al seno de
la Iglesia
del arrepentido, conducido a juicio
por prácticas o creencias heréticas,
lo que llevaba aparejada la asunción de penas corporales y económicas, de mayor alcance de las que recaían en los abjurados; éstos eran aquellos reos que abjuraban de la herejía
de Levi, si la sospecha tenía carácter leve, y de Vehementi, si se consideraba grave.
La relajación hacía referencia a la entrega del condenado a muerte al verdugo para su ejecución, y la expresión más exacta era relajación al brazo
secular. La figura de las estatuas a que hace mención el Auto de Logroño se refiere a un tipo de ejecución simbólica, llamada también en efigie, que
no podía llevarse a cabo por fallecimiento
del reo, en cuyo caso se prescribía
la exhumación de sus restos y la
presentación pública de la macabra
evidencia.
Digamos,
por último, que los sambenitos podían ser dispensados por el pago de cierta
cantidad, fijada en principio por el condenado a llevarlo de acuerdo a sus
posibilidades.
«AQUERRAG
OITI, AQUERRABEITI»
El
impresor Juan de Mongastón, es decir editor también del Acta
sumarial del proceso de Logroño, dejó para la posteridad un recordatorio a modo de
justificación del porqué se implicaba en la
divulgación del texto del Auto de fe. «Esta relación -decía el conspicuo impresor- ha
llegado a mis manos, y por ser tan sustancial, y que en breves razones comprende con gran verdad y puntualidad los puntos y cosas más
esenciales que se refirieron en las sentencias
de los reconciliados y condenados por la demoníaca secta de los brujos, he querido imprimirla para que todos en
general y en particular puedan tener
noticia de las grandes maldades que se cometen en ella, y les sirva de advertencia para el cuidado con que todo cristiano ha de velar sobre su casa y
familia». Las grandes maldades a que aludía
Mongastónn acusaban a los supuestos brujos
y brujas de Zugarramurdi de reunirse
lunes, miércoles y viernes en un
paraje cercano al prado de Berroscoberro, cuya traducción española sería «llano del macho cabrío» o aquelarre. Además del Diablo, a dichas reuniones asistían brujos maestros, jóvenes novicios y algunos niños, éstos encargados de cuidar del rebaño de sapos, todos presididos por el rey y la reina del aquelarre. Los saltos sobre la hoguera del ritual tenían por objeto el acostumbrarse a las llamas del Infierno y las misas negras se celebraban en vísperas de los días más señalados del calendario religioso: Navidad, Semana Santa, Noche
de San Juan, especialmente, oficiadas por
el demonio en persona. Este se
mostraba a sus fieles sentado en un trono,
silla de oro o de madera negra. De
feo rostro, triste e iracundo, su anatomía dejaba ver pies de ganso, manos de gallo, cuernos de cabra y voz asnal En
el instante de la «Consagración», el
Diablo elevaba la hostia -en forma de suela de zapato con la efigie de
Satán grabada- y pronunciaba las palabras sagradas «Este es mi cuerpo», a lo que la congregación de brujos respondía en un grito feroz: «Aquerragoiti, aquerrabeitti», es decir «Cabrón arriba, Cabrón abajo!», en tanto se golpeaban el pecho y adoptaban posturas obscenas Tras la comunión, los brujos y las brujas tomaban de un cáliz un bebedizo de sabor amargo, a consecuencia del cual sentían un intenso frío en el corazón. Apenas terminada la misa daba comienzo una orgía desenfrenada en la que se practicaban todas las perversiones imaginables.
Copular con el Diablo
formaba parte del rito, que incluía otras manifestaciones aberrantes como
desenterrar cadáveres y practicar la necrofagia, bien
cocidos, asados o crudos los restos exhumados. De ellos se servían asimismo
para la confección de líquidos mortales -el agua amarilla sobre todo-, polvos mágicos y ungüentos, en
cuya composición se empleaban culebras,
sapos, lagartijas y caracoles. Estos
productos servían luego para malograr
cosechas, envenenar personas y animales y producir un sinfín de calamidades atmosféricas De estas y otras fechorías dieron cuenta los testimonios
de María de Yurreteguía, Johanes de Goyburu,
Juan de Sansín. Esteban de Navalcorea, María Chipia, Graniana de Berrenechea, Miguel de Goyburu, María de Zozaya, Beltrana Fargue. Joanes de Echelar, Juana de Telechea, María Juanto, María Presona, María de Iriarte y Estefanía de Telechea. principales inculpados El
juicio más severo sobre aquel acontecimiento
lo ofreció el teólogo de Valencia en
un amplio memoria! en que se escandalizaba
de las infamias llevadas a cabo por «gentes cegadas por el vicio y que con deseo
de cometer fornicaciones, adulterios
o sodomías», no dudaron en inventar «aquellas
juntas y misterios de maldad en que alguno, el mayor bellaco, se finxa Sathanas y se componga con aquellos y traxe horrible de obscenidad y suciedad que
cuentan., La polémica en este caso, propició
una investigación a fondo y los representantes
del poder civil fueron procesados, no así los inquisidores togados.
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Se dice que la palabra “akelarre”
viene del prado que está al lado de una de las pequeñas cuevas de Zugarramurdi,
que era donde pretendidamente se celebraban las reuniones de las brujas. La
palabra akelarre significa "prado del cabrón". Y así le
llamaban los asistentes a las reuniones de las cuevas a este prado, ya que en
él pastaba un gran cabrón (macho cabrío), el cual decían que se transformaba en
persona cuando se reunían las brujas. O sea, que según la leyenda, este cabrón
era el mismísimo diablo. De ahí que Zugarramurdi reciba el sobrenombre de la Catedral
del Diablo.
Al cabo de dos años, la propia
Inquisición, a través del licenciado Alonso de Salazar y Frías, reconoció la
inocencia de todos los condenados en el proceso de brujería del año 1610. Tras
una exhaustiva investigación sobre el terreno, Salazar declaró: “Considerando todo lo anterior con toda la
atención cristiana que estuvo en mi poder, no hallé las menores indicaciones
por las que inferir que se hubiera cometido un solo acto verdadero de
brujería”.
Al otro lado de los Pirineos, en esos
mismos días, Pierre de Lancre, el ángel exterminador de Lapurdi, preparaba un
libro que le granjearía definitiva fama: un tratado de brujería para demostrar “hasta qué punto el ejercicio de la Justicia en Francia es
jurídicamente correcto y con mejores procedimientos que en los restantes
reinos”.
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Cueva de las brujas
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A mí me parece una cueva hermosa. Ese tipo de lugares siempre han llamado mi atención y más que de miedo, me parecen simplemente llenos de misticismo y belleza.
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