El abismo del sufrimiento humano, crea monstruos que espantan a la razón.
¿Cuáles son los límites de una mente enferma que sufre? Una historia horrible.
¿Cuáles son los límites de una mente enferma que sufre? Una historia horrible.
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La versión del ángel
Dio el último
toque de carmín a sus labios ante el espejo. Luego los apretó, ligeramente
hacia adentro, para acabar de repartirlo bien. Perfecto. Tenía una boca muy
bonita. Verdaderamente bonita. Siendo una chica guapa, lo que más destacaba en
su rostro eran, sin duda alguna, sus labios. Carnosos y mullidos a la vista, como
los de Scarlett Johansson. Una sonrisa afloró en su cara al evocar la
comparación. Se le ocurrió a alguien hacía ya algunos años, cuando todavía no
llegaba a los diecisiete, y Sofía se sintió muy pagada con ella. Mucho.
Scarlett era una mujer de escándalo.
Sus ojos
tampoco estaban nada mal. Eran verdes. El color era precioso, si bien la forma
ya no lo acompañaba tanto. Ella hubiera deseado tenerlos ligeramente rasgados,
como acostumbran las diosas del Este, esas que suelen tener apellidos
complicadísimos acabados en “ova”. Pestova, Sorokoletova, Kulikova… algo así.
Todas muy guapas también. Las eslavas parecían tener una predisposición innata
para ello. Lo sabía bien. Había intentado abrirse camino como modelo y conocía
ese mundo. Las chicas que llegaban del frío tenían su propio espacio dentro de
él. Muchísimo prestigio.
La forma de
sus ojos no era fea, pero tampoco lo felina y espectacular que ella hubiese
querido. Ojos de pantera, como los de Angelina Jolie o Megan Fox. Soñar… qué
bonito era. Volvió a sonreír.
Dio un paso
atrás para contemplarse en el reflejo. Introduciendo los dedos de ambas manos
entre sus cabellos, los dejó deslizar por ellos para darles algo más de
volumen. Tenía una cabellera espléndida. Su esfuerzo le costaba mantenerla así,
tratándola con las mejores mascarillas y cuidando bien de cortar las puntas
cada no demasiado tiempo para evitar que las recién abiertas ascendieran
dañándola. El pelo era otro de sus puntos fuertes. Dorado como los rayos del
sol y largo hasta media espalda: una verdadera belleza.
Luego salió al
pasillo para buscar la luna de cuerpo dentro que allí quedaba, colocándose ante
el cristal. Estaba muy bien. ¿Había conseguido bajar un poquito más de peso?
Quizá, aunque era mejor no pensar en ello. Hasta que la báscula no lo
confirmase, no había que fiarse de las apariencias, que igual no eran más que
lo que una quería ver. Por otro lado, mejor no subirse a aquélla hasta no
apreciar seriamente una variación arriba o abajo. Por propia experiencia, sabía
que resultaba muy fácil llegar a obsesionarse. No, la báscula, una vez a la
semana. Más allá de eso, sólo cuando realmente se apreciara un cambio fuera de
lugar.
Miró sus
pechos. Eran muy bonitos. Al menos a ella se lo parecían. Redondos, de un
tamaño medio tirando a pequeño. Quizá más cerca de lo medio que de lo pequeño.
Hubiera preferido tenerlos algo más menudos. El tipo de belleza que quería para
sí misma, era fino y delicado. Nada de protuberancias ni formas especialmente
prominentes. Estilización y clase, nada de vulgarismos y ordinarieces como las
de las pavas esas que estaban tan de moda en televisión. Pilar Rubio, Anna
Simón, Paula Prendes… con esas tetas enormes a punto de desbordar sus
escandalosos escotes y esos muslos de jaca surgiendo de la brevedad de sus faldas
a escasos centímetros de sus ingles. ¡Qué horror! Lo suyo era mucho más sutil y
distinguido.
Se medio giró
para apreciar su trasero.
-Bonito
“pompis” –se reconoció satisfecha a sí misma. Prieto, levantado y con el justo
volumen. Su cintura… Tomo la piel de la zona con sus dedos, prensándola para
hacerla sobresalir. Pues no, no había perdido peso. Al contrario. Seguía
sobrándole algún kilito. No demasiado, no obstante.
-Poco a poco,
Sofía. Zamora no se conquistó en una hora.
No convenía
forzar las cosas. Muchísimo más saludable hacerlo como lo estaba haciendo, que
como lo hizo en otro momento, incurriendo en peligroso déficits alimentarios.
De esta manera la cosa iba lenta, pero constante y sin riesgos para la salud.
Sí, podía estar satisfecha de sí misma.
Sintiéndose
feliz, se dirigió al dormitorio a continuación. ¿Qué se podría para la ocasión?
Rió divertida. Desde luego, era mujer. Muy mujer. Coqueta y presumida, de las
que nunca acaban de decidirse hasta el final sobre estas cosas.
¿Quizá el
modelito azul? Era una auténtica monada. Cortito y muy liviano, del mismo color
que el cielo en verano. Decían que iba bien con el de sus ojos. De día y a
plena luz del sol, llegaban a verse casi azules.
La de hoy
sería una cita nocturna. Quizá mejor entonces el rojo. Más largo, con una
espectacular raja en su falda para mostrar sus preciosas piernas. Aunque, por
otro lado, estaba aquello de que el rojo no queda demasiado bien en las rubias.
Es un color fuerte y pasional, que por tanto va mejor para las morenas, cuya
imagen suele ser idem. La de las rubias es más suave.
¿El azul
entonces? ¿O quizá algo en blanco o negro? Estos quedan bien a todas, rubias, morenas,
castañas o pelirrojas.
“¡Ya está!”, llegó la iluminación a su
cabeza repentinamente. “¡El amarillo!”
Se trataba de
un conjunto muy bonito y ciertamente muy favorecedor. A ella en particular, le
quedaba especialmente bien. Estaba compuesto por un pantalón tipo pirata, algo
ancho en las caderas, y un top que
dejaba al aire su graciosa cintura. Sí, el amarillo.
Se dirigió al
baño para perfumarse debidamente antes de ponérselo. Seguía desnuda a aquellas
alturas. Nunca, cuando tenía una cita, se vestía hasta que faltaban pocos
minutos para salir o recibirla. Se sentía más fresca así, como más “nueva”.
Aprovechó para
contemplarse de nuevo en el espejo. Desde luego, era toda una narcisista.
Estaba enamorada de su propia imagen. Rió divertida. Nadie era perfecto. Todo
era mejorable, pero no podía quejarse. ¡Se veía guapísima!
Pensó en su
cita mientras repartía la fragancia por su cuerpo con las manos. Parecía un
hombre interesante. Un hombre… no un niñato. Las últimas experiencias con
chicos de su edad, no habían resultado todo lo satisfactorias que hubiese sido
de esperar. Hombres… ¿por qué diablos maduraban más despacio que las mujeres? A
la misma edad, ellas ya tenían una madurez muy superior. Decían que luego la
cosa se iba nivelando y que, llegadas a otra etapa de tu vida, muchas volvían
la vista atrás y pasaban a preferir a los varones jóvenes. Bueno, ella tenía
todavía veinte.
Braulio. Se
llamaba Braulio. Braulio… un nombre extraño. Le gustaba. ¿Cuántos braulios se
conocen normalmente? Ella al menos, no había conocido a ninguno antes. Le
resultaba un nombre con personalidad. Como su portador. Era lo que más le había
seducido de él. Su seguridad en sí mismo. A una mujer se la conquista a través
del cerebro, no de los ojos. En eso eran superiores a los hombres. A ellos
bastaba con ponerles una tía buena delante. No necesitaban más aliciente para
babear y ofrecerte la Luna.
Braulio tenía
un poderoso magnetismo. Te miraba a los ojos al hablar. Sin vacilaciones, con
decisión. En realidad, era más con ellos que lo hacía, que con sus labios.
Hablar. ¡Dios!... ¡llegaba a dar igual lo que fuera que estuviera diciendo! Lo
realmente importante era cómo lo decía, quién lo decía.
No hay que
pensar que se trataba de un hombre poco agraciado tampoco. En modo alguno. Con
su pelo canoso peinado hacia atrás, algo más oscuro en los lados, resultaba
varón de lo más seductor. Hubo de ser guapo muchacho de joven, pero, con toda
seguridad, Braulio era de aquéllos a los que la edad sentaba como el barniz a
una obra de arte.
Sus facciones
eran bastante perfectas. No tanto como para estropearlo. Lo perfecto pierde
encanto. Siempre es mejor algún pequeño defecto. Encajado en un marco por lo
demás ideal, hace único y diferente y otorga personalidad al bendecido con su
don. Infinitamente superior al guapo de serie, semejante a algo salido del
mismo molde que ciento más antes que él, ciento más después.
Los rasgos de
su cara eran duros, pero sin llegar a esa dureza que puede inquietar.
Ciertamente, todo en él parecía compartir esa cualidad. Incitar y rondarte, sin
llegar a hacerte sentir acosada. Sus ojos, pequeños y oscuros, se posaban
atrevidos en ella mientras le hablaba, como un conquistador que busca la
debilidad en las contrarias defensas para atravesar sus murallas y hacer suya
la ciudad que éstas protegen. En realidad, era precisamente eso. Más que
analogía, se trataba de una entidad. Braulio era un conquistador. Su
conquistador.
Le quedaba muy
bien. El conjunto amarillo. Ya lo sabía. Tuvo oportunidad de estrenarlo en una
cita anterior. Aquel idiota… no se hubiera merecido que lo hiciese para él. No
supo darle el trato que merecía. Ella era una princesa. Un bomboncito que
merecía la mayor de las atenciones. Habían pocos hombres que supieran tratar a
una mujer como realmente corresponde. Si alguno de ellos quedaba por debajo de
los treinta, Sofía no lo había conocido. Por lo que en base a su experiencia
personal podía opinar, no era antes de esa edad que comienzan a tener la
mundología y dominio suficiente para enamorar a alguien que no sea una boba
adolescente que no ha salido del cascarón todavía.
De nuevo
volvió la sonrisa a su hermoso rostro. Braulio era diferente. Le sacaba
veintitrés años de edad –probablemente más, dada la tendencia existente en las
relaciones cibernéticas a engañar sobre estas cosas- y era un perfecto
caballero. Sabía hablar y tratar a una dama exactamente como ésta desea y
espera que la traten. Se habían conocido por Internet, a través de Badoo, y fue prácticamente al instante
que cautivó su atención.
“Hola, Linda. ¿Realmente te llamas Sofía?”
Una pregunta
extraña. Consiguió despertar su curiosidad. La mayoría de mensajes que se
reciben en ese tipo de webs y redes
sociales, suelen carecer por completo de originalidad y capacidad de sorpresa
alguna. Una presentación desacostumbrada, aun pudiendo parecer absurda a
priori, precisamente por ello, igualmente puede resultar la piedra que consiga
salvar el muro levantado por lo habitual y rutinario. Agradecida piedra que
viene a darte en la frente, despertándote del sueño del tedio y la rutina. No
pensó contestar en un primer momento. Y sin embargo, sí entró a echar un
vistazo a las fotos de sus álbumes picada por la curiosidad.
“-No está mal.
Si tuviera unos cuantos años menos…”
Pero las
mujeres son así. Anduvo dando vueltas por la cabeza aquella frase y su
atractivo acuñador hasta que, al cabo de unos días y a falta de propuestas más
interesantes, decidió responder.
“-¿Sueles
preguntar bobadas a las mujeres que te gustan? ¿Por qué no iba a ser así?”
No había
hostilidad en su respuesta, que acompañó con un incono para asegurarse que así
se entendía. Seguir la picardía, no mostrarse ofendida. Era la idea. A ver por
dónde le salía.
“-He pensado
que, a lo mejor, nos estabas engañando. Creo que conozco a la chica de las
fotos, pero no se llama Sofía, ni tiene veintidós años.”
Ahora sí se sintió ofendida.
Ahora sí se sintió ofendida.
“-¿Ah, sí? ¿Y puedo preguntar cómo se
llama?” –preguntó a su vez ya entrada en cinismo.
“-Brigitte”.
-¿Brigitte?” –se extrañó ella.
“-Sí, Brigitte. Brigitte Bardot. Es
francesa.”
Casi consiguió
hacerle reír aquel “ciber-payaso”.
“-¡Ya te
vale!”
Era realmente
un halago. ¡Vaya que sí! Como cuando compararon sus labios con los de Scarlett
Johansson. Más original y quedón esta vez, por cuanto habían sabido manipularla
para llevarla donde querían antes de soltarlo. Buscando imágenes suyas en
Google, pudo comprobar que era cierto que se parecían. Y no poco además. BB
nada menos. ¿Cómo no dejarse encandilar por quién te suelta prenda como esa?
Consiguió de
esa manera el tal Braulio, que así rezaba en su cuenta se llamaba, ganar su
simpatía y dar pie a un intercambio de mensajes durante algunas semanas, que
finalmente le llevó a obtener de ella una cita.
Era un poco
fantasma, eso sí. Como todos los hombres. Más que una falta, resultaba torpeza
masculina que conseguía hacer aflorar siempre una sonrisa. Ellos son así. Forma
parte de su encanto. Había pretendido hacerle creer que era un tío pastoso y de
muchos haberes. ¡Sic! Cómo si eso importara. Al menos a ella. Sofía provenía de
una pudiente familia. No era dinero ni seguridad económica lo que buscaba en
los hombres. Braulio la había conquistado con su masculinidad y su segura
personalidad. Resultaba gracioso. Él debía estar convencido de haberlo hecho
con sus aires de empresario triunfador. Tampoco era algo por lo que se le
pudiera reprochar. Que una monada de veintidós añitos se deje seducir por un
hombre que le dobla la edad y abunda en plata, es algo que, normalmente, suele
venir relacionado con un interés material por parte de ella.
No consentiría
que la tomase como un capricho momentáneo. No era de ésas. No ponía pegas para
irse a la cama en la primera cita si la cosa lo merecía, pero no era ninguna
chica fácil ni ligue de una noche. Al menos no habitualmente. Como diría su
abuela, en todas las casas cuecen habas y a todos nos apetece echar alguna
canita al aire de vez en cuando. Lo importante es que no pase de ser eso, una
licencia esporádica, y no llegue a convertirse en vicio y práctica
acostumbrada.
Poco a poco.
Lo primero sería conocerse. Braulio iría viendo que era él el que le interesaba
realmente y no su dinero. Aunque lo tuviera en tanta abundancia como pretendía
dar a entender –y no era así, estaba segura-, para ella no tendría relevancia
alguna. Era el hombre lo que la había encandilado, no sus circunstancias.
Luego él
también aprendería a valorarla. Sus ojos se abrirían del todo para descubrir a
la gran mujer que el destino había puesto ante sí. Si había pretendido
engañarla con sus ínfulas de triunfador, necesariamente debía ser porque no
pretendía con ella nada serio. Eso habría de cambiar. No aceptaría acostarse
con él antes de tener la seguridad de que así había ocurrido. Y ocurriría.
Cuando la conociera bien. No es lo mismo hablar a través de la pantalla del
ordenador que en persona. Para nada.
Lo más
importante de todo, era que no fuese casado. En ello radicaban sus mayores
temores. Un hombre tan atractivo y de su edad, se hacía difícil creer no
hubiese encontrado con quien compartir su vida. Pero tampoco resultaba tan
matemática y exacta la cosa. Había una gran probabilidad también de que fuera
divorciado. De hecho, las páginas como Badoo suelen ser frecuentadas por gente
que acaba de romper con su pareja. Desde luego, lo que parecía claro era que no
podía tratarse de un mirlo blanco que hasta entonces hubiera estado esperándola
a ella. En cualquier caso, debía coleccionar jovencitas como ella. Era tan
guapo… tendría que hacerse valer. No permitiría que la concibiese como una más.
¡Qué buena
estaba con aquel modelito!, no pudo dejar de pensar, sonriendo ante el espejo
satisfecha. Le hacía un pecho precioso. Debido a lo reducido de su tamaño y
peso, sus senos no necesitaban ayuda de sujetador alguno para mantenerse
erectos y desafiantes. La tela se ceñía a ellos a la perfección, marcando sus
pezones y vibrando con ellos a cada paso que daba. Algo delicioso. Si fuese
lesbiana, se enamoraría de sí misma perdidamente, pensó risueña.
Pose de medio
perfil. Un culito perfecto. Tamaño justo, en todo lo alto. Parecía estar
diciendo “ey, ¿a qué esperas? ¡Dame una
palmada ya!”.
Se recogió el
pelo en una cola alta, de tipo palmera. ¿Mejor así o suelto? Mejor así. Al
menos con este conjunto. Quedaba como una fuente de aguas doradas surgiendo en
lo alto de su cabeza. Muy favorecedor y jovial.
Para completar
el look, unas sandalias también
amarillas. Las había comprado precisamente a juego, sin demasiado tacón. Algo
intermedio. Ni tan sofisticado como unos de aguja, ni tan sencillo como una
suela lisa.
Perfecto.
Repasó la mesa a continuación y la cena en el horno. Todo estaba a punto. Había
querido que aquella primera cita fuese algo íntimo. Mejor que un restaurante.
Le daba la oportunidad de lucirse ante Braulio, mostrándole sus buenas artes de
cocinera.
Sonó el timbre
de la calle. Ya estaba aquí. ¡Nervios! Se rió sintiéndose boba como una
colegiala.
-¿Cuándo vas a
superar esa timidez adolescente, Sofía?
-¿Sí…?
-Hola,
princesa. Soy Braulio.
La voz al
interfono sonaba tan varonil y segura como en los altavoces del equipo. Pulsó el
botón de apertura excitada.
No tardó en
llegar. Dejó la puerta de la escalera para que él mismo la empujase al llegar,
mientras ella acababa de ponerse los pendientes. Muy bonitos también. Una
pequeña filigrana en oro de veinticuatro quilates. Nada excesivamente
pretencioso. Tenía otros con con rubíes o esmeraldas, pero no iban con la
ocasión. Demasiado glamouroso.
Oyó la puerta
cerrarse desde el dormitorio.
-¡Un segundo!…
¡ya salgo!
-¡Perfecto!
¡No te preocupes!
Traía un
precioso peluche en la mano. Un patito amarillo muy tierno. Sonrió agradada.
Hasta en el color había acertado.
También él
sonrió. Era evidente que le gustaba lo que veía. ¿Cómo no? Sus ojos brillaron
de una forma muy especial, haciéndole entender cuán atractiva la encontraba y
cuánto la deseaba. Sofía se sintió excitar, incluso comenzar a humedecer en su
más reservada intimidad. También él era un hombre muy atractivo. Mucho.
Fue algo
genial. La cena discurrió mejor de lo que hubiera podido esperar en sus más
optimistas previsiones. No se había equivocado con él. Braulio era todo un
hombre y un perfecto caballero. No puso problema alguno para irse a la cama con
él. También allí resultó maravilloso. Un amante excepcional que le deparó una
aventura de alcoba de las que se recuerdan para siempre.
No pudo
entender por qué no volvió a llamarla. Siempre ocurría. No podía comprenderlo.
¿Qué era lo que fallaba? Era joven, bonita, cariñosa… ¿por qué siempre le
ocurría? Tan estúpida que, por no molestar, ni se le ocurriría jamás ser ella
la que buscara contactar de nuevo o fuera a buscarlos. Tan buena… Si no querían
saber más de ella, sus motivos tendrían para ello. Lo último que hubiera
deseado, sería causarles cualquier tipo de problemas.
Lloró. Solía
ocurrir. Era persona que fácilmente se ilusionaba y lanzaba las campanas al
vuelo. Las decepciones dolían. Mucho. Su corazón se partía en pedazos una y
otra vez. Tendría que aprender a evitarlo. A ser más dura. En el futuro…
siempre en el futuro.
La versión de
la víctima
Llegó al
número 53 de la Avenida Primo de Rivera. No se sentía cómodo.
Demasiado expuesto. Tantos vehículos circulando por la calzada, tanta gente
caminando por las aceras… aun viviendo en la otra parte de la ciudad, el temor
a que pasase algún conocido y lo reconociera no podía apartarse. Sobre todo por
el hecho de que, muy probablemente, él no se percatara a su vez de su
presencia, lo cual implicaría restar ante un molesto testigo sin tener siquiera
consciencia de ello y, por consiguiente, poder actuar en consecuencia. Malo
sobre malo. Malo añadido. El lugar era de los más transitados de la urbe, la
posibilidad nada desdeñable. No conseguiría quitarse la intranquilidad hasta
que pasasen dos o tres días. No estaba acostumbrado a estas cosas. Era de
suponer que un triunfador-conquistador empedernido lo estuviera y, a fuerza de
costumbre, se relajara y no les diera importancia. Él no lo era.
La ocasión lo
merecía. El riesgo. Ese y todos los que quisieran añadírsele. Incluso podría
merecer el sacrificio de su matrimonio. Una oportunidad así, sólo se daba una
vez en la vida. No volvería a presentársele. Había que aprovecharla. Cualquier
riesgo valía le pena. Pero mejor si podía evitarse, claro. Mucho mejor.
Braulio era
casado. Pronto harían veinte años de su matrimonio con Mercedes. Contrajeron
matrimonio teniendo él veintitrés, dos menos ella. Habían salido previamente
desde la última época del instituto. Una relación normal, ni muy intensa, ni
muy fría. El tipo de relación media del español medio. Al principio fue
bastante bien y luego se fue apagando la cosa, hasta devenir en la convivencia
rutinaria y anodina actual. No había odio entre ellos ni desagrado en la
recíproca compañía, pero tampoco la atracción de antaño. Tan sólo bienestar y
habituación. Braulio había llegado a pensar si ella no estaría pegándosela con
algún compañero de trabajo. Algún chico más joven que ella. Estaba de moda eso
de que la mujeres maduras de buen ver todavía, se liaran con chavales de menor
edad. Incluso tenían un nombre las que lo hacían: Cougar, pumas… así las llamaban.
Mercedes
estaba bastante bien aún. No le hubiera extrañado. Pero no estaba liada con
nadie, ni más joven ni más viejo. Era su mujer. Después de tanto tiempo juntos,
se aprende a intuir esas cosas. Nunca había tenido la ocasión de comprobarlo,
pero era así. Estaba seguro de que si ella le pusiera los cuernos, lo notaría en
su actitud antes o después.
Lo mismo podía
aplicarse a la inversa, claro. O quizá no. Braulio siempre había pensado que
era más inteligente que su mujer. Posiblemente ella no fuera tan perspicaz. A
ello se encomendaba. Y sino, que fuera lo que Dios quisiera. No se puede vivir
atenazado por las dudas, ni dejar pasar oportunidades como ésta.
Por otro lado,
quizá tampoco fuera tan grave la cosa. Parecía lo más probable que no llegase a
pedirle el divorcio o la separación. Esas cosas pasaban en los matrimonios. Las
mujeres solían perdonarlas. Desde luego, si lo pidiese la cosa resultaría muy
complicada. Los chicos todavía eran menores de edad. Tendría que pasarle una
manutención y cederle el uso de la vivienda familiar, lo cual le obligaría a su
vez a tener que irse él a la de sus padres. Muy incómodo. La relación con éstos
no era demasiado fluida. Desde hacía ya bastante, habían ido distanciándose.
Definitivamente,
mucho mejor evitar riesgos.
Braulio había
conocido a Sofía en una página de contactos. Todavía no salía de su asombro.
Después de meses insistiendo en chats
y en otras de aquéllas, la suerte había venido a sonreírle en la forma más
luminosa posible. La chica era un auténtico pibón. Un yogurcito de veinte
añitos recién cumplidos según ella. Él aún tenía sus dudas. Se la veía muy
jovencita. A juzgar por su apariencia, nadie le echaría más de diecisiete o
dieciocho. Todo dulzura y encanto juvenil. Braulio no veía nada descabellada la
posibilidad de que le hubiese mentido y ni siquiera fuese mayor de edad, pero
no le importaba demasiado. Es más, incluso suponía un morbo y aliciente
añadido. Se había informado. Por encima de los trece años, las relaciones
sexuales entre menores y mayores, si son consentidas y no media vicio del
consentimiento, son totalmente legales en España, y por encima de los quince
aun mediando, siempre que no supongan prostitución del menor. Eso sí, había que
procurar que no llegase a conocer nunca el modo de localizarle. Cualquier sabía
cómo podría reaccionar una jovencita irritada cuando se enterase de que le
había mentido acerca de sus intenciones. Igual se presentaba en la puerta de su
casa despotricando y hecha una furia.
Al principio
había dudado. Cualquiera lo hubiera hecho. Las fotos en sus álbumes mostraban a
una auténtica diosa nórdica, una verdadera walkiria con cuerpo de reina de la
pasarela y rostro de anuncio de cosméticos. Se parecía a Brigitte Bardott en su
mejor época. Mucho. Nada menos. Lo pensó desde el primer momento. Con aquellos
morritos y aquella belleza fina y sin estridencias. En lo que a aquéllos
respectaba, incluso los suyos eran más carnosos y sensuales que los de BB. Una
verdadera maravilla.
Braulio había
tenido la convicción de que a fuerza de insistir, acabaría encontrando su
presa. Sino una, otra. A fuera de intentarlo una y otra vez, forzosamente al
final habría de dar con una chavala joven y hermosa dispuesta acostarse con él.
Lo habían comentado en el vestuario del gimnasio, en alguna de esas épocas en
que se apuntaba a éste y conseguía acudir durante dos o tres meses. Más de uno
aseguraba haberlo conseguido. ¿Por qué no iba a hacerlo él también? No era
ningún don Juan, pero tampoco estaba mal. Más grasa acumulada en su cintura de
lo que desearía, pero sin llegar a la obesidad ni a lo que se entiende otorga
el título de barrigón. Vestido quedaba bastante disimulado. Desnudo ya era otra
cosa, pero siempre se podía meter barriga y además, una vez metidos en materia
ya daba igual. Era difícil que nadie se echase atrás llegados a ese momento.
4º B, 4º C… 4º
D. Pulsó el timbre y esperó.
-¿Sí…?
-Hola, princesa. Soy Braulio.
-Hola, princesa. Soy Braulio.
La voz al
interfono sonaba tan deliciosa como a través del altavoz de su portátil. Dulce,
sensual… Braulio sintió su virilidad endurecerse y pugnar contra la tela del
pantalón. Auténtico furor próximo a desatarse. Aquélla iba a ser su noche.
Empujó la
puerta cuando se escuchó el sonido del mecanismo de apertura, entrando a
continuación en el portal y dirigiéndose al ascensor.
Sí, había
dudado al principio. Le preguntó si realmente se llamaba Sofía. En realidad, la
pregunta iba más allá. A buen entendedor, pocas palabras bastan. Había estado
convencido en ese primer momento, de que se trataba de otro imbécil jugando a
hacerse la putita. Algún idiota que hubiera conseguido las fotos vete tú a
saber dónde y las utilizara para hacerse pasar por la belleza que aparecía en ellas.
Resultaba muy frecuente.
Pero no fue
así. Hubo chispa entre ellos desde el principio y cuando, tras tres o cuatro
sesiones chateando por escrito, le preguntó si tenía webcam, ella le respondió
que sí, consiguiendo con ello sorprenderle totalmente. Y más aun cuando le
propuso conectarla para poder verse mutuamente a través de la pantalla mientras
charlaban y ella accedió. Hasta el último instante, temió que todo fuese una
mamarrachada más de tanto payaso que navega por el ciberespacio.
Pero no. Allí,
ante sus ojos, apareció la misma deslumbrante diosa que había tenido
oportunidad de contemplar en fotos. Más diosa y más deslumbrante todavía dotada
de vida y movimiento, que cuando se limitaba a lucir en la inmovilidad de la
plasmación fotográfica. Prácticamente una chiquilla, que reafirmó su impresión
de que existía gran probabilidad de que le hubiese mentido acerca de su edad.
¡Pero qué chiquilla! Una verdadera belleza. Realmente le había tocado la
lotería.
Increíble,
pero cierto. No le molestaba para nada la diferencia de edad. Al contrario,
precisamente, afirmaba, tenía deseos de probar una relación con un hombre
maduro. Algo diferente a los niñatos que había conocido hasta entonces y, al
parecer, no la habían convencido. Y además aseguraba encontrarlo muy atractivo
físicamente. Braulio no terminaba de salir de su estupor. ¿Cómo podía ser
aquello? Había cuarentones con muy buena estampa. Tratándose de uno de ellos,
cabía dentro de lo relativamente esperable algo así, pero no era su caso. Y sin
embargo se la veía totalmente sincera en su fascinación por él. El brillo en
sus preciosos ojos verdes, su tímida y maravillosa sonrisa y rubor cuando la
halagaba…
Tenía su truco
la cosa. Braulio había sabido engañarla. Para algo debían valer los más de
veinte años que le sacaba. Más de veinte años de experiencia vital. Era sólo
una niña. Bellísima, una verdadera preciosidad, pero nada más que una niña al
fin y el cabo. Tan fácilmente embaucable y manipulable como cualquier otra
cándida adolescente.
Consiguió
hacerle creer que era un tío pastoso. Un empresario de éxito con negocios en
distintas ciudades. Las fotos en el yate de un amigo o junto a su Porche
Carrera habían resultado definitivas. También las otras en su chaletazo de la
sierra. ¿Qué ingenua lolita podría resistirse ante eso? La había embobado
hablándole acerca de sus negocios, deslumbrándola con su mundología y aire de
triunfador. La chiquilla había caído encandilada a sus pies, tragándose la bola
si masticar siquiera.
No podría
mantenerla indefinidamente, claro. Tampoco lo pretendía. Nada serio. Tan sólo echarle
tres o cuatro polvos y desaparecer después. No estaba por complicarse la vida.
Divertirse el tiempo que pudiera y tras eso, si te he visto no me acuerdo.
Llegó el
ascensor, abriéndose la puerta. El interior se veía muy distinguido. En línea
con el portal y la fachada. Era aquélla una de las zonas más caras de la ciudad
en lo que a inmuebles se refiere. Justo a espaldas del centro. No debía andar
corta tampoco la familia de la chavala en cuanto a poder adquisitivo. O igual
se dedicaba a la prostitución. Desde luego, con su físico ganaría en ello para
costearse el alquiler del apartamento y más. Una auténtica fortuna si sabía
gestionar la cosa.
No le hubiera
extrañado nada. A decir verdad, era una de las hipótesis que se planteaba. Ello
explicaría su disposición a salir que le doblaba la edad. Las putas están
acostumbradas a acostarse con ellos y tienen así superado el rechazo natural
que otras chicas puedan sentir. La ubicación de su domicilio también encajaba
con aquella posibilidad. Las casas de contactos suelen quedar por el centro. Al
menos las más prestigiosas, y estaba claro que si la chavala era profesional,
debía ser de las de lujo. Scort. Así
las llamaban.
En total
habían sido tres meses de contacto a través del Messenger primero, de Facebook
después. Tres meses intensos, en los que ella le alegró la vista cada día
con su belleza y su encanto. Incluso le dedicó el de su cumpleaños un “happy birthday” cantado y con bailecito
incluido, ataviada al más puro estilo Marilyn y con su nombre y la felicitación
en inglés escritos con carmín de labios sobre la piel de su pecho. Presenciar
aquel derroche de sensualidad fue algo que le enervó, hasta el punto de tener
que masturbarse frenéticamente una vez cortó la conversación para desahogarse.
No sólo una vez. Grabado el numerito y guardo en pendrive y copia de seguridad, lo revisionó decenas de veces
después.
A través de la
pantalla, podía ver también la foto de él que había colocado en un
portarretratos en la mesita junto a su cama. A todas luces, la niña se estaba
tomando la cosa con mucha ilusión. Ella pretendía una relación seria y estable
y él le había seguido la corriente, dejándola creer que él deseaba lo mismo y
compartía sus planes de irse a vivir juntos en un futuro próximo.
Iba lento el
ascensor. Su velocidad no se correspondía con el aspecto exterior que ofrecía.
Braulio pensó que debía tener un motor antiguo. O quizá se tratase de alguna
extravagancia de ricos. A esa gente le da por donde menos se puede esperar.
Cualquiera sabe cuando se trata de ellos.
¿Cómo sería la
primera impresión? No es lo mismo hablar a través de la pantalla del ordenador,
que tener a la persona ante ti. Poder tocarla, pasarle un brazo ligeramente por
la cintura para darle los dos besos de rigor… Traía un peluche para ella. Pensó
que era lo más acertado. Había estado dudando entre eso, una caja de bombones y
un ramo de rosas. Descartó en primer lugar la segunda. Se notaba que era una
chica que cuidaba su figura, vigilando su dieta y todas esas cosas. De las que
sólo se comen un bombón cada mucho tiempo y, después, no vuelven a por otro
hasta que prácticamente se les ha olvidado cómo saben. Luego dejó de lado
también la idea de las flores. Demasiado cursi quizá. La del muñeco podía estar
bien. Por su apariencia y conversación, se descubría que era todavía realmente
una niña. Tierna y dulce. Un precioso peluche la derretiría. Las rosas se
relacionaban con mujeres más sofisticadas. Aunque anduvo sopesando la
posibilidad de unificar ambas posibilidades. Peluche y flores.
Tinc…
El sonido de apertura una vez llegados a la planta era el mismo que en todos los ascensores. Eso no cambiaba o lo hacía tan ligeramente que la diferencia no se percibía. Nervios. ¡Estaba tan buena! ¿Seguiría encontrándole tan atractivo en persona?
El sonido de apertura una vez llegados a la planta era el mismo que en todos los ascensores. Eso no cambiaba o lo hacía tan ligeramente que la diferencia no se percibía. Nervios. ¡Estaba tan buena! ¿Seguiría encontrándole tan atractivo en persona?
“¡Bah!, no seas ridículo. No es por tu
físico ni por tu encanto personal que la has seducido. Lo que ha conquistado a
la chavala ha sido tu cartera. La que le has hecho creer que hay en tu bolsillo
repleta de billetes”.
Y existía
realmente. Al menos esa noche. Y las otras en que quedasen. Para cubrir las
apariencias y eso. Un cochazo aguardaba en el parking subterráneo un par de
manzanas más allá para contribuir al engaño. No el Porche, tan sólo un BMW prestado por un amigo propietario de
un negocio de compra-venta de automóviles de segunda mano. Alta gama. El Porche
“sólo lo sacaba de vez en cuando”. Si fuera necesario, convencería también a su
propietario. Costase lo que costase. No podía dejar pasar aquella oportunidad. Por
ahora bastaría con el BMW.
Salió al
rellano. Izquierda, derecha… el pasillo era bastante más largo en esta segunda
dirección. Caminó hacia allá, acercándose a la D.
La había
dejado abierta. La puerta. Le invitaba a entrar él mismo. Probablemente se
encontrara dándole los últimos retoques al maquillaje. Las mujeres eran así.
¡Sic! Como si necesitara esforzarse. Incluso con la cara limpia se vería como
una diosa.
Empujó y echó
una mirada al interior. Se escuchaba sonido de actividad en alguna habitación o
estancia. Nadie en el salón. Entró y cerró tras de sí.
-¡Un segundo!…
¡ya salgo!
Le había
escuchado. Su voz sonaba coqueta y desenfadada. Tan seductora y sexy como siempre.
Casi no podía esperar.
-¡Perfecto!
¡No te preocupes!
“Por nada, preciosa. Ponte todo lo guapa que
quieras. No tengo pega alguna en esperar lo que haga falta.”
No, no la
tenía. Era su noche. La noche del triunfador. La recordaría toda su vida.
Se dejó
escuchar el sonido de los tacones saliendo al pasillo para dirigirse al salón.
Un escalofrío le recorrió la médula al contemplar lo que de allí surgió. ¡¿Qué
demonios era aquello?!
Braulio sintió
un acceso de auténtico terror. Aquel ser apenas conservaba una ilusión de
humanidad en su aspecto. Tan delgado, tan extremada y aberrantemente delgado…
cómo uno de esos internos de los campos de exterminio nazis. Las cuencas de los
ojos hundidas hasta lo imposible, las mejillas empujando la piel para
sobresalir como las de un cadáver… ¡No podía ser! Sus costillas se marcaban
hasta lo inaudito, su vientre convertido en un vacío que parecía llegar hasta
la misma columna vertebral. Lo que estaba viendo no era posible. No se hacía creíble
que una persona pudiera seguir viva llegada a ese extremo de desnutrición.
Aquello no era un ser humano. ¡Aquello era un monstruo!
Escasos y
estropajados cabellos caían para cubrir aquel rostro espeluznante. Enmarcados
por ellos, encontró unos ojos de espanto mirándole con odio. Tanto odio…
El peluche
cayó de sus manos al suelo. Quiso darse la vuelta para echar a correr, pero el
puro pánico le congelaba en el sitio, clavándole a él. Se acercó. Si dejar de
mirarle. Realmente semejaba un cadáver andante. Un horrible demonio regresado
desde el mundo más allá de la muerte, alzado de su tumba para atacar a los
vivos y arrastrarlos consigo de vuelta a ella.
-¡¡No!!
¡¡¡Apártate de mí!!!
Intentó
golpearlo en la cara, pero falló torpemente, su brazo enredado con el del
espectro, levantado para cubrirse. Liberándolo apresuradamente, siempre presa
del más profundo arrebato de terror, lanzó un nuevo puñetazo a su pecho que fue
a estamparse con los repugnantes pellejos que en otro momento debieron ser
senos.
Había esperado
sentir los huesos crujir bajo su puño, ver al monstruo caer bajo el impacto.
Estaba tan delgado que costaba creer que pudiera mantenerse en pie siquiera sin
que se quebrasen sus piernas. Pero no crujieron. Ni siquiera se tambaleó. En
lugar de ello, se abalanzó sobre él, llevándolo con su impulso hasta la pared,
estrellándolo contra ella.
¿Cómo podía
ser? ¿Cómo podía tener tanta fuerza? Era como chocar contra un recio un enorme
roble tras haber pretendido apartar lo que parecía menudo y escuálido arbolito.
Pasando al
ataque, le golpeó el ser con su cabeza, estrellando la frente contra su nariz y
su boca. Ahora sí sintió el tabique y los dientes crujir al impacto. Los suyos.
Escupió con
fuerza sangre y pedazos de aquellos a consecuencia del golpe por puro reflejo.
Acto seguido, clavados sus dedos como garfios para agarrarle por la camisa a la
altura del pecho, giró el monstruo sobre sí mismo para lanzarlo con fuerza
hacia el centro de la estancia. Impulsado con potencia inaudita, tropezó
aparatosamente con el sofá para ir a caer con estrépito al otro lado.
Aturdido por
el cabezazo todavía, rodó involuntariamente para quedar boca arriba. Apenas un
instante más tarde, caía sobre él de nuevo aquella abominación. Entrelazó las
piernas con la suyas al tiempo que apresaba sus brazos a la altura de las
muñecas con sus manos, pegándose a su cuerpo para inmovilizarle.
De nuevo pudo
ver, ahora más de cerca, aquellos terribles ojos mirándole, a pocos centímetros
de su cara en esta ocasión. La boca abierta para mostrar una horrible
dentadura, espantosamente abierta para mostrar unos dientes que no eran los de
un depredador, sino los de algo mucho peor. No se veían afilados ni
puntiagudos. Más bien desproporcionadamente grandes y expuestos. Aquello no era
una boca humana. Eran fauces. Monstruosas fauces. Babeantes, ansiosas… Sintió
cómo la caliente saliva caía sobre su rostro.
Horrorizado,
las vio descender para morder su cara en la mejilla, tirando con fuerza a
continuación para arrancar un pedazo de carne. Braulio berreó de puro dolor.
Después pudo contemplar sobrecogido, cómo masticaba con deleite y tragaba acto seguido.
¡Oh, Dios! ¡Le
estaba obligando a observar cómo lo devoraba en vida!
Lo siguiente
fue pegar el rostro al suyo para buscar el lugar en que el trapecio se inserta
al cuello por el lado izquierdo, hundiendo allí sus monstruosos dientes de
nuevo.
-¡¡¡Socorro!!!
¡¡¡Que alguien me ayude, por favor!!! ¡¡¡Me están matando!!!
La idea era
que algún vecino acudiera en su auxilio. ¡Por el amor de Dios! ¿Es que nadie
había visto a aquel ser? ¿Cómo podría haber llegado hasta allí sin ser
descubierto? Sólo verlo sobrecogía. Habrían llamado a la policía. ¡Aquello era
un monstruo inhumano, no una persona! Feroz como una pantera, agresivo y voraz
como un tiburón. ¿De dónde había salido?
No vino nadie
en su ayuda. Desesperado, inmerso en el más pleno terror, Braulio hubo de
soportar la llegada de la muerte en la forma más dolorosa y espantosa posible.
Ni siquiera se tomó “aquello” la molestia de acabar con él antes de proceder a
devorarlo. Muy al contrario, manteniéndolo inmovilizado bajo una fuerza que de
ninguna de las maneras sus delgadísimos miembros podían normalmente ejercer, le
obligó a soportar el tormento de sus dientes mientras arrancaba pedazos de carne
de su cuello hasta que, finalmente, alcanzó su tráquea, desgarrándola y
seccionándola para herirlo mortalmente.
(Continuará...)
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