¿Sabías que la de los traficantes de órganos no es más que una leyenda urbana más de tantas otras que circulan hoy por el mundo? Además de ser totalmente inviable técnicamente el robo y trasplante de órganos ilegal y sin consentimiento de su dueño, no existe una sola detención policial relacionada con el asunto ni víctima real alguna constatada. Tan sólo rumores y alguna noticia sensacionalista de tanto en tanto en los medios. Ni una sola prueba de la existencia de esta aberrante práctica.
Sin embargo y con todo, actualmente la mayor parte de la gente piensa que se trata de algo real y aterrador.
Conoce qué hay de realidad y qué de fantasía tras la leyenda de los traficantes de órganos.
Ana Negra
"-He oído decir que hay tíos del Caribe que de
vez en cuando roban cadáveres y los utilizan en rituales religiosos.
-Seiscientos noventa y cinco dólares y cincuenta
centavos. He aquí el precio de venta actual de un horno sapiens difunto en el
mercado negro de trasplante de órganos. Y eso sin contar con la riqueza
mineral. Pulverizas un fémur y te salen un par de hilos de fertilizante de
fosfato de calcio de primera calidad.
-¿De verdad cree que podrían venderlo en
pedazos?
-Pero si solamente las córneas ya se venden a
más de sesenta dólares el gramo, agentes.
-¡Venga, si tenía el cuerpo infestado de
cáncer! -Hombre, siempre queda el mercado del Tercer Mundo."
Hill Street Blues
Episodio titulado:
Los ladrones de cadáveres mutantes del Tercer
Mundo
Esta leyenda trata de las
glándulas secretarias de la orina, voluminosas en los mamíferos, de color rojo
oscuro y situadas a uno y otro lado de la columna vertebral. A los que sean
aprensivos les recomendamos no seguir adelante: van a asistir a un desfile de
riñones, hígados, ojos y vísceras capaz de hacer palidecer al más experto
matarife. Con semejante despliegue de casquería pretendemos aclarar si los baños
de sangre de Elisabeth Báthory en el siglo XVI han germinado en una poderosa
«organomafia», explotada en régimen industrial y con franquicias en todo el
mundo.
A modo preliminar les aconsejamos que un
galeno certifique si sus dos riñones están allí donde deberían. En caso de
verse sorprendidos con que sólo tienen uno, esta historia les interesará a
buen seguro:
Un chico visita con sus padres
Nueva York. Mientras viajan en el autobús, el hijo entabla conversación con
una joven. Como tienen que bajar, ella le invita a mantener un encuentro más
pausado esa misma noche. Él accede de buen grado y quedan en verse a las ocho.
Un tiempo después, aparece aturdido en una bañera llena de hielo de un hotel.
No recuerda nada. Tanto es así que con mucha dificultad alcanza el teléfono y
llama a sus padres. No sabe dónde está. Al otro lado del hilo, sus padres le
dicen: «`Qué ves por la ventana?». Y él comienza a dar pistas: «Hay un edificio
con un cartel luminoso, una parada de taxis, etc.». Al final, lo encuentran y
descubren que le han robado un riñón.
Ésta es la versión más contada en España del
robo del riñón. Por no extendernos en una prolija toponimia, diremos que
innumerables colaboradores nos han hecho llegar la referida historia,
aportándonos detalles muy precisos que refuerzan su verosimilitud.
Teresa Mas, desde Igualada (Barcelona), por
ejemplo, nos indica que le sucedió al hijo de los propietarios de cierta
pastelería de la ciudad. Martina Fernández Bañobre se refiere a una «noche
loca» de un amigo de León en un país desconocido, cuyo despertar debió de coincidir,
imaginamos, con una sentida añoranza por la antigua Legio y su paisaje
típicamente meseteño:
La historia contaba que un chico
había viajado a un país desconocido y se había adentrado en un bar sin compañía
alguna. Allí una mujer hermosa le invitó a una copa. Eso es lo último que
recordaba; al día siguiente amaneció en una bañera llena de hielo y en el
suelo habían escrito con su propia sangre que llamara a un número de teléfono.
Así lo hizo y descubrió que le habían extirpado un riñón.
Nos hallamos, de nuevo, frente a hermosas
mujeres que, como en el capítulo titulado Bienvenidos al mundo del sida, recurren
a su opulenta lozanía para seducir a leoneses montaraces, sólo que aquí, en
lugar de contentarse con el fluido vital que destilan sus venas, su botín es
más sólido. Las vampiresas modernas, podría decirse, ya no se contentan con la
bebida, sino que ahora reclaman un «menú» completo.
De ello da fe Purificación Feria (Barcelona),
que narra la odisea iniciática que acompaña a veces a los viajes de fin de
curso:
Un grupo de estudiantes se fue
de viaje a Nueva York. Llegaron muy tarde y no habían cenado. Uno de ellos
decidió salir del hotel a tomar un bocadillo. Sus compañeros le recomendaron
que no lo hiciera, dado el elevado índice de peligrosidad de ese barrio. Pero
él no hizo caso de las advertencias y salió solo en busca de un bar donde poder
cenar. Una vez conseguido, se sentó en un banco a comerse el entrepán (sic).
Allí fue asaltado por unos desconocidos que lo durmieron con alguna sustancia narcotizante.
Se despertó en el mismo lugar de
donde se lo habían llevado, sintiendo un fuerte dolor en la espalda. Al
palpar ese punto, descubrió un inesperado esparadrapo. Tras acudir al hospital
descubrió que había sido objeto de una operación quirúrgica, antes de que una
radiografía revelara le habían extirpado el riñón.
Si emuláramos la lógica desarrollada por
Ernesto Sábato en Informe sobre ciegos tendríamos elementos suficientes
-la sangre, el bocadillo, etc, - para concluir que la Cruz Roja debería ser
objeto de una minuciosa investigación. Pero, a falta de sus habilidades, nos
contentamos con sugerir que las leyendas sobre robos de riñones y demás órganos
vitales, nos acercan a los recelos que despierta la medicina moderna y su
énfasis por encontrar piezas de repuesto que nos acerquen a la inmortalidad.
Antes de proseguir, bueno será que oigamos
cómo se narra la leyenda del robo de riñones en la ciudad de los rascacielos,
cuna de este tipo de avatares y cuyos 10.300 km de aceras cobijan un buen número
de cicatrices. Nos lo cuenta Juan Fernando Cobo, traduciendo un texto anónimo
que circulaba por Internet:
La siguiente historia apareció
en un diario del estado de Texas. Un joven decidió un sábado por la noche
asistir a una fiesta. Se estaba divirtiendo bastante, se tomó unas cervezas y
una muchacha que conoció allí y a la que parecía gustarle, le invitó a ir a
otra fiesta. Rápidamente aceptó y marchó con ella. Fueron a un apartamento,
donde continuaron mando cerveza y aparentemente le dieron droga (no sabe cuál).
Lo siguiente que recuerda es que
despertó totalmente desnudo en una bañera llena de cubitos de hielo. Todavía
sentía los efectos de la droga de la cerveza. Miró a su alrededor y estaba
solo. Luego, se miró el pecho y descubrió que tenía escrito con pintura roja
este mensaje: «llame al 9 o usted morirá». Vio un teléfono cercano a la bañera,
así que llamó inmediatamente. Le explicó a la operadora la situación en la que
se encontraba. La operadora le aconsejó que saliera de la bañera y que se
mirara en el espejo. Se observó aparentemente normal, así que la operadora e dijo
que revisara la espalda. Al hacerlo, se apercibió que tenía dos ranuras de nueve
pulgadas en la parte baja del abdomen. La operadora le dilo que se metiera
nuevamente en la bañera y que mandaría un equipo de emergencia.
Desgraciadamente, después de que
lo examinaron a fondo en el hospital, reparó en lo que le había pasado: le habían
robado los riñones. Cada riñón tiene un valor en el mercado de 10.000 dólares
-él no sabía esto(...) Actualmente, esta persona se halla en el hospital
conectada a un sistema que lo mantiene vivo. La Universidad de Texas y el
Centro Médico de la Universidad de Baylor realizan gestiones para encontrar
donantes.
No nos detendremos aquí en el
refrán «dos mejor que uno», por considerarlo muy genérico. En cambio, sí
criticaremos a los educadores norteamericanos por no adiestrar a sus vástagos
en un refrán muy conocido en España: «Cuesta un riñón» o, lo que es lo mismo
-como luego se verá-, «un ojo de la cara».
Tampoco obviaremos otro hecho
insoslayable: nuestra víctima tejana en lugar de llamar a sus congéneres, como
hacen los españoles en tan infaustas circunstancias, telefonea a la operadora
que, como se ha visto, conoce mejor que nadie la casuística de estos casos.
Pero en uno y otro lado del
Atlántico se coincide en un aspecto de vital importancia: existe un complot,
una mafia ramificada en los cinco continentes (esta leyenda, junto con la de la
autoestopista, es de las universales), que trafica con los órganos y de cuyas
andanzas van a tener ustedes cumplida cuenta en este capítulo.
La fábula sobre el trasiego de
órganos surge en 1987 cuando Leonardo Villeda, ex secretario general del Comité
Hondureño de Bieestar Social, alerta que hay un contrabando criminal de niños
del Tercer Mundo para que ciertas piezas de su cuerpo sean traspasadas
ciudadanos pudientes. A pesar de que Villeda no tarda en rectificar, el revuelo
internacional es notorio. Por no cansarles con la infinidad de libros,
documentales televisivos y artículos que alentarán este caso, intentaremos
resumirles lo que concluye Véroníque Camion-Vincent en La légende des vols
d'organes («La leyenda de los robos de órganos»):
Las leyendas negras desempeñan
un papel relevante a la hora de movilizar a la gente frente a nuevos problemas
sociales. Su función es expresar sentimientos intensos en conflictos
ideológicos.
Por «conflicto» se entiende en este caso que
los niños del Tercer tundo son objeto de vejaciones de todo tipo. A su vez, la
medicina moderna ha evolucionado de tal modo que algunos expertos pronostican
que con la nanotecnología se reparará el cuerpo desde el interior, sin
necesidad de abrir las entrañas.
Pero antes de que esto suceda, nos
encontramos con que, por un ido, multitud de «pacientes ricos» deben aguardar
largas listas de espera para conseguir el riñón, la córnea o el corazón que
les mejorará la vida, mientras que, de otra parte, miles, millones de personas,
pasean su pobreza por África, América Latina y Asia, sin más equipaje que lo
puesto.
Sólo nos falta ya un trovador. Como muy
acertadamente observa Téronique Campion-Vincent, los medios de comunicación son
muy sensibles al interés espontáneo que las leyendas negras despiertan en e1
público y las explotan con un objetivo muy preciso: vender más ejemplares.
Posteriormente, la gente las escucha y las enriquece con elementos
simbólicos.
De otro modo no se entiende que la barahúnda
de horrores que narra esta leyenda -niños de Latinoamérica, Rusia, África,
India k, Ex tremo Oriente, descuartizados y enviados troceados al
Primer Mundo- goce de una salud en estos momentos que ya quisiéramos para nosotros.
Rafael Matesanz, presidente de la Comisión de
Trasplantes del Consejo de Europa, se pronunciaba en 1996 en estos términos:
Jamás un gobierno, organismo
internacional, organización no gubernamental o medio de comunicación ha
logrado presentar una sola prueba creíble que confirme alguna de las denuncias
y testimonios referente a la existencia de tráfico de órganos.
Por su parte, la doctora Blanca Miranda,
coordinadora nacional de trasplantes, argumentaba así la imposibilidad de
orquestar una práctica de tal calibre en la revista Muy Interesante (núm.
186, noviembre de 1996):
Desde el punto de vista técnico,
resulta inviable, ya que la cirugía de trasplante únicamente se puede llevar a
cabo en un gran centro hospitalario, con un quirófano dotado de una tecnología
muy moderna y costosa. Además, el período de isquemia -es decir, el tiempo
durante el cual un órgano puede permanecer fuera del cuerpo- es extremadamente
breve, lo que dificulta su manejo: el corazón y el hígado han de ser
implantados antes de cuatro horas: el hígado antes de 12, y el riñón, entre 24
y 48.
Por si fuera poco, los inmaduros órganos de
los infantes sólo resultan viables entre los niños y son incapaces de hacer la
función de las vísceras de una persona adulta.
En resumidas cuentas, desde que en 1986 surge
esta leyenda en Europa, para emigrar cinco años después a Norteamérica, lo
único que se ha podido constatar es que en China, a los condenados a muerte se
les extirpan ciertos órganos vitales, con los que pagan una doble condena: ser
eliminados por la vía rápida y encabezar la vanguardia en materia de reciclaje.
También que ha surgido un nuevo «turismo de órganos» hacia países donde la
donación recompensada es práctica habitual.
Por un lado -señala el periodista Enrique
Coperías-, para la mayoría los países del Tercer Mundo, la posibilidad de
mantener un elevado número de enfermos renales sometidos a costosas diálisis es
simple y llanamente impensable. La consecuencia es que a los pacientes sólo les quedan
dos opciones: la muerte o recibir un riñón sano. Éste puede proceder de un
familiar o de un desconocido que cede su víscera a cambio de una fuerte suma de
dinero. De este modo, se salvan dos vidas: la del receptor y la del donante, que siempre
es una persona que sobrevive en situación de extrema pobreza.
Está confirmado que los enfermos renales
italianos acuden a la India a trasplantarse un riñón y que los centroeuropeos,
principalmente alemanes, prefieren viajar a Rusia, Filipinas y Latinoamérica.
Tampoco es un secreto que los japoneses burlan las religiones sintoísta y
budista, que prohíben el trasplante de vísceras, para visitar quirófanos en
China. Por su parte, los pacientes estadounidenses se desplazan las clínicas
urológicas emplazadas en la frontera de Texas con México para recibir un riñón
chicano por un puñado de dólares. A su vez, en Bombay (India) un riñón de un
donante vivo se puede adquirir por 400.000 ptas, y por algo más de un millón
en Bangalore y Madrás. En algunos pueblos cercanos a estas ciudades, más de la
mitad población sólo posee un riñón.
Esto es lo que se sabe. Pero, de ahí a
afirmar que los niños sudamericanos adoptados en Estados Unidos y Europa
terminan siendo desmenuzados por sus mentores en aras a una aplicación errónea
del derecho paterno, media un abismo.
A pesar de ser una apreciación muy vaga,
suecos, alemanes, holandeses y franceses reaccionan frente a esta leyenda de
forma distinta a españoles e italianos. Si en los nórdicos prevalece el
componente «humanitario», llámese niños huérfanos de países lejanos
martirizados por capricho de millonarios y de mafias ominosas, en los países
latinos no hace falta irse tan lejos. Justo a la vuelta de la esquina
puede haber una cicatriz sospechosa, como la que nos envía desde Barcelona
Francisco Bostrom:
Aproximadamente en 1993, en una
discoteca de Madrid cercana a la Puerta del Sol, un chico de pelo corto fue
raptado en la madrugada metieron en una «Combi», y horas después fue devuelto
al mismo medio muerto, con la particularidad de que le habían extraído un
riñón.
Desde un punto de vista estrictamente
policial, hay un cabo mal resuelto por los narradores: ¿Por qué criminales sin
escrúpulos vuelven a coser a las víctimas y tienen el detalle de transportarlas
hasta su lugar de origen?
Cuando se habla de folklore, preguntas de
este tipo son bizantinas si bien apuntaremos que los damnificados acostumbran a
sufrir un missing
time, un espacio en blanco, nefasto para sus riñones.
Ahora, de lo que no hay duda, es que en
España tenemos mano fina para este tipo de manejos, tanto es así que, por más
que se lea. nadie encontrará métodos tan sofisticados en ninguna parte. Oigan.
si no, a Andrea (Barcelona) en el siguiente relato:
En Sant Pol de Mar un chico se fue de marcha
con sus amigos a yMataró. Allí conoció a una chica muy guapa y se fue con ella.
Al día siguiente su madre, al salir a comprar, se lo encontró tirado en la
calle. Le habían quitado un riñón, pero no tenía cicatriz alguna.
Belén Luque, una informadora de Santa
Margarida de Montbut (Barcelona), nos hace llegar otro buen ejemplo de
refinamiento, aunque nos hace dudar si el verdugo es un hombre celoso de las
apariencias o un simple chapucero:
Un hombre ingresa en un hospital
para someterse a una intervención quirúrgica de apendicitis. La operación se
realiza con normalidad, no hay ninguna complicación y días más tarde es dado de
alta. Al cabo de unos meses, al someterse a una revisión rutinaria, descubre
que le han robado un riñón.
Aunque no lo hemos dicho, España es uno de
los lugares que más protege a los niños. Prueba de ello, es la rica tradición
de personajes para ahuyentar a los críos -coco, hombre del saco, sacamantecas,
etc- y que acostumbran a citar estudiosos de todo el mundo. El nombre de «ogro»
nos viene de los húngaros -«Ogur»- que aterrorizaron Europa en la Alta Edad
Media, la génesis del hombre del saco nos la explica el gran folklorista
catalán Joan Amades en su artículo Los ogros infantiles:
En términos generales, el pueblo
siente recelo hacia los adelantos y joras de carácter mecánico, rodeándolos de
leyendas y de creencias e tienden más bien a desacreditarlos y a hacerlos
odiosos. Más de una vez hemos oído que los ejes de las ruedas de los carros y
demás vehículos, que los pernos de las muelas de toda suerte de molinos y que
incluso las jarcias del velamen de las naves debían engrasarse muy a menudo
para ayudar a sus movimientos, empleando para ello saín obligadamente humano,
pues que no servía para el caso el de animal. La grasa debía fresca y
tierna.
La industria, para procurarse el saín
necesario, debía acudir al degüello de infelices criaturas, de las que debían
sacrificarse en buen número y diario para satisfacer las necesidades
industriales. A fin de procurarse Mimas, rondaban por las calles unos hombres
con un saco al homo, que sonaban una tonadilla que atraía a cuantos niños la
oían, los ales se sentían como hechizados a su son y, sin darse cuenta, iban
tras músico, quien los conducía hasta un paraje despoblado, donde aprovechaba
un momento para retorcerles el pescuezo, metiéndolos en un saco y llevándolos
luego al desollador, quien le pagaba a buen precio su carga. Éste descuartizaba
al infeliz para obtener el máximo producto industrial de su cuerpo. No todos
los embaucadores de niños se servían de música para atraerles; los había que
mostraban un teatrillo o unas vistas de colores y otra suerte de espejuelos.
La introducción del ferrocarril y de la
tracción urbana eléctrica, al igual que la gran expansión industrial,
robustecieron sensiblemente este personaje, el cual era actualísimo en
Barcelona cuando nosotros éramos tos y del que nos habían hablado
insistentemente en los términos referidos, pintados en tonos terroríficos y
espeluznantes.
Un episodio al que se referiría después
Bernardo Atxaga en Obabakoak.
El ferrocarril llegó aquí a
mediados del siglo XIX y supuso un cambio enorme, un cambio que ahora no
podemos ni imaginar. Daros cuenta que lo único que se conocía entonces era el
caballo, todos los v todos los transportes se hacían a caballo. Pues bien,
están todos cuadrúpedo en casa cuando, de pronto, va y hace su aparición un artefacto
que alcanza los cien kilómetros por hora. (...) Éste era el ambiente que
reinaba cuando alguien tuvo la feliz ocurrencia de plantearse esta pregunta:
¿Por qué anda tan rápido? Respuesta: Porque engrasan sus das con un aceite
especial. ¿Sí? ¿Y cómo consiguen ese aceite tan especial? ¿Cómo? Pues muy
sencillo, derritiendo niños pequeños. Atrapa--_ los niños que andan
sueltos por aquí y se los llevan a Inglaterra. Allí los derriten en unas
calderas enormes.
Cualquier lector atento observará semejanzas
entre la leyenda del hombre del saco y la del robo del riñón. En ambos casos
una innovación técnica provoca una escalada vampírica, tanto más poderosa
medida que uno se aleja de las vías del progreso. Allí, en los arrabales de la
ciencia, las clases más desfavorecidas se preguntan si muy pronto no servirán
de carne de cañón.
Otro tanto podría decirse del sacamantecas
-nombre por el que se conoce en Galicia al hombre que despanzurra a sus
víctimas-, también llamado «sacaúntos» -en Asturias y Cantabria-, «saginer» -e Valencia-
o simplemente «Pimienta» en ambas orillas del río Nans apodo que le viene de
cebar previamente a los niños a los que saca el «untu».
Gerald Brenan en Al Sur de Granada nos
informa de su modo de proceder:
Un mantequero es un monstruo
feroz, formado externamente como u hombre normal, que vive en deshabitados
parajes salvajes y se alimenta de grasa humana o manteca. Al ser capturado
lanza un alarido gimotean te y agudo y salvo cuando acaba de darse un banquete,
está delgado macilento.
Pese a que los sacamantecas alcanzaron su
cénit en la posguerra española, no deja de sorprender que en el 2000 muchos
jóvenes sigan haciéndole un hueco en sus corazones. Natalia Aparisi, una
valenciana de 26 años, nos da cuenta de una de sus últimas correrías:
Hace poco me contaron que una
chica que estaba sirviendo en una casa se encontraba cada vez más débil, y es
que por las noches antes de dormir se tomaba un vaso de leche, en el que sus
patrones le introducían un somnífero, y cuando estaba dormida le sacaban
grandes cantidades de sangre para sus hijos.
Desde la otra punta de España, Miguel Ángel
Gallardo García, de 1 años y natural de Badajoz, nos informa que ahora utiliza
una furgoneta roja, si bien en otras versiones -como la que nos envía desde
Monóvar (Alicante) María Pilar Arnás- emplea una limusina negra:
De pequeña oí hablar a las niñas
muy nerviosas sobre el tema. Trataba del rapto y posterior mutilación de
órganos de las niñas de corta edad. El hombre que las raptaba era totalmente
desconocido y la única pista que se tenía era que las esperaba con una
furgoneta de color rojo en los sitios que las niñas de entre ocho y trece años
solían frecuentar.
A nuestro entender, el que los sacamantecas
gocen de muy buena salud en la imaginación popular y su reciente reconversión
en ladrones de riñones, es consecuencia lógica del progreso científico y de la
aparición de nuevas enfermedades. Tal vez por ello y por ese mínimo amaño
imprescindible que requieren las empresas de hoy en día para ser rentables, ha
dejado de actuar solo y comienza a internacionalizar sus actividades.
Alfonso Sastre, autor de obras teatrales como
El doctor Franhenstein
en Hortaleza y Delirium, nos ofrece en Necrópolis algunas pistas
sobre destino final de las «exportaciones»:
Era una pequeña sociedad de
cirujanos sin escrúpulos, como luego se demostró que se habían avenido
-mediante un contrato con una gran corporación norteamericana que actuaba
públicamente como una organización no gubernamental y benéfica- a hacer aquel
trabajo de extirpación de órganos destinados a futuras operaciones. Eran
portadores, claro está, de equipos sofisticados para que la operación fuera un
éxito; y lo fue, porque se llevaron un total de veintitantas vísceras para futuros
trasplantes. Al pie de la Morgue los esperaba una furgoneta frigorífica y nunca
más se supo.
El hecho de que, por norma general, los
desriñonados y descorazonados miren con el rabillo del ojo -siempre y cuando
no les falte también- a Estados Unidos no es fortuito. Aunque la referencia
geográfica es muy precisa, se trata de una metáfora para designar el lugar donde
más avanza la medicina y donde más ricos se supone que hay Decir Estados Unidos
es nombrar también a Francia, Suecia y Gran Bretaña, países en los que el
sector público cede terreno ante la medicina privada y donde los pobres, cada
vez más abandonados a su suerte, son utilizados como cobayas.
Al respecto, mientras los sacamantecas
perpetran sus desmanes en zonas rurales, el pueblo interpreta que trabajan por
cuenta propia. Sólo al llegar a la ciudad pasan a trabajar al servicio de los
ricos, a los que procuran sangre fesca para combatir la tuberculosis o, antes
todavía, para un reverdecer tardío. Ramón Gómez de la Serna se refiere a los
«ladrones de glándulas», discípulos aventajados de los salteadores de riñones,
en su libro Cinelandia:
Los ladrones de glándulas,
voraces, impasibles, sin idea ninguna del deber como hijos de su medio y de su
siglo, repetían en su hambre de glándulas la exaltación que de las glándulas ha
hecho nuestra época, sobre todo de las glándulas de más dolorosa extirpación.
Para los ladrones de glándulas
todo hombre es rico y poderoso y lleva sobre sí el secreto de su fortuna. Hasta
el más pobre, si tiene cierta juventud, posee el capital fabuloso de sus
glándulas, ni metálicas ni diamantinas, blancas, crudas, con carnal morbidez
apretadísima. (...)
En secretos rincones y gracias a
una rápida gestión de los ladrones de glándulas, otros seres vetustos eran
repuestos en su juventud y pagaban a precio de oro el trastrueque.
Pero aunque trabaje solo, al servicio de los
ricos o de poderosas mafias, la esencia de esta leyenda no difiere: desde
tiempos ancestrales la medicina se ha valido de los pobres para practicar la
tiranía social. Huelga recordar que los raptos de niños en el siglo XVIII se
atribuían a nobles enfermos que recurrían a su secuestro por razones médicas:
el rey leproso precisaba baños de sangre o un príncipe mutilado requería un brazo
nuevo que incompetentes cirujanos trataban de injertarle cada día de un joven
recién secuestrado.
Nada desde entonces ha cambiado. Si acaso,
que hoy los déspotas parecen fijarse más en nuestras glándulas que en la
sangre, pero tal vez ello obedezca a que después de siglos chupándonosla ya
debemos de estar secos. Por lo demás el tema es el mismo: la masacre de inocentes
a manos de tiranos, de siervos esclavizados por nobles, del pueblo llano
sometido a unas organizaciones médico-técnicas que conciben a los seres
humildes como meras piezas de recambio para los mandamases.
No es descabellado afirmar que esa máxima
bien intencionada que argumenta que «la ciencia es neutra» no ha calado en la
periferia del poder. Por eso nos aventuramos a vaticinar que no tardará en
llegar el día en que los todopoderosos, tras arrebatarnos la sangre, los
riñones y los ojos, pretendan también nuestros cerebros, la única pieza que les
falta para completar ese rompecabezas sin alma que encumbra la medicina actual
y donde cualquier tipo de inmortalidad pasa, hoy como ayer, por el sacrificio
de los pobres.
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