MONJAS DE LOUDUN PROCESO
SEXUAL
Cerca de dos siglos después del proceso a Juana de
Arco, Francia aún era vivero de juicios sumarios cuya repercusión al resto
de Europa tenía no sólo razones propagandísticas de la severa justicia de la Inquisición. Sospechas y escándalos penetraban en los más inexpugnables refugios, y
los conventos se vieron asaltados por el
virus demoníaco en proporciones alarmantes.
Uno de los procesos que mayor atención e intereses ocultos atrajo fue el de las monjas de Loudun, así llamado por haber tenido escenario en esta localidad
francesa, sede de un convento de Ursulinas fundado en 1626. Al frente de la congregación se colocó a la madre Juana de los Ángeles, al decir de las crónicas una de las mujeres más bellas y reputadas de Francia, dato éste que aseguraba la atracción al convento de hijas de familias nobles y adineradas herederas potenciales de
buenas fortunas que bien podían
acabar por formar parte del tesoro de
la congregación.
En Loundun ejercía su ministerio como párroco de
la iglesia de San Pedro el reverendo Urbano Grandier desde 1617, sacerdote
de hermosa estampa, con fama de libertino y buscado por la clientela del confesionario
con insistencia más que sospechosa de otros tratos menos confesables. Seductor de ingenuas,
aventurero de los manejos de la política y
con ambiciones mayores, cometió la desfachatez
de burlarse de Richelieu, el poderoso cardenal de Francia, por entonces desterrado del corazón de Luis XIII. El prelado debió sin duda mover los hilos de la trama y el reverendo Grandier, pese a los trece años de impunidad en Loudun, se vio envuelto
en un proceso al que no fue ajeno el
fiscal del pueblo, cuyo nieto había venido al mundo -según todos los indicios- de la relación de su hija Felipa y el párroco. Las mismas fuentes de información señalaban al padre Urbano amante fijo de una de sus feligresas,
llamada Magdalena de Brou. Estos hechos y
otros calificados de «matrimonios de conciencia» llevaron al reverendo
Grandier ante su mayor enemigo, el
obispo de Poitiers, en junio de 1630. Apenas
cumplido el año de suspensión, el párroco
de San Pedro de Loudun consiguió recobrar
sus atributos sacerdotales y con ellos,
el firme propósito de vengarse de sus enemigos. Poco sospechaba lo que
en su contra tramaban las monjas del
convento, a las que había acudido a
confesar con cierta regularidad antes del primer descalabro, aconsejadas por
otro sacerdote, el reverendo Mignon,
seguramente fiel al cardenal
Richelieu, que no había visto con buenos ojos la exculpación de Urbano de Grandier. Rechazada en principio la idea de acusar al párroco de violador de algunas monjas, el padre Mignon y Sor Juana de los Angeles tramaron culparle de haber hechizado al menos a dos miembros de la comunidad; una sería la propia sor Juana y otra sor Clara, pariente lejana del mismísimo cardenal.
La
posesión demoníaca por parte de dos diablos, Asmodeo y Zabulón, fue el
argumento esgrimido por las monjas, quienes dijeron haberlos «conocido» por
mediación del reverendo Grandier. Era preciso pues proceder a un
exorcismo. Pese a lo meticuloso del plan, Urbano Grandier no cayó en la trampa y la
ceremonia de expulsión no se produjo.
«VENID Y POSEEDME!
»
La
conspiración contra el padre Grandier tomó nuevos bríos con
el nombramiento de dos
magistrados que, por recomendación directa
del cardenal Richelieu, se personaron
en Loudun con la misión de procesar al
párroco bajo la acusación de brujería.
Las monjas renovaron sus acusaciones e incluso las reforzaron con la puesta
en escena de actitudes propias de supuestos posesos. Gritaron, babearon, se
revolcaron medio desnudas por los suelos y dieron
cauce a todo género de indecencias, hasta
el extremo de escandalizar a los testigos de aquellas demostraciones.
Sor Clara, en especial, llamó la atención al acariciarse
impúdicamente el sexo, mientras gritaba a un imaginario amante: «venid y poseedme!», si no eran más de uno. Con estas pruebas, el exorcismo fue llevado a efecto por mediación de un franciscano, un jesuita y un
capuchino. Coaccionadas por la amenaza de
declararlas cómplices, algunas de
las amantes del padre Urbano Grandier confesaron mil y una vejaciones y abusos
por parte del párroco, con lo que la acumulación de evidencias resultó abrumadora.
La
crónica del proceso daba relación de que «sesenta
testigos declararon que el acusado había
cometido adulterios, incestos, sacrilegios y otros delitos, incluso en los lugares más insospechados de la iglesia de San Pedro, como en la sacristía, donde guardaba en secreto la sagrada hostia para fines espantosos». Los
exorcismos fueron realizados en público y Loudun se convirtió en lugar
de visita de grandes multitudes. En vista de la repercusión del caso Grandier, las monjas
idearon reforzar la popularidad adquirida con una nueva idea. Dijeron que el Diablo no
las abandonaría jamás si éste no era expulsado por orden personal del hechicero,
el padre Grandier, a quien tacharon ya sin tapujos de brujo. El hechizo de sor
Juana de los Angeles había tenido lugar cuando el párroco le arrojo un día un ramo de
rosas por encima de las tapias del convento... La incredulidad del acusado le llevó al
error de esperar que la farsa se descubriera por sí sola y el 30 de noviembre
de 1633 se vio encarcelado en el castillo de Angers. Allí los
inquisidores buscaron otras pruebas -las inevitables marcas del Diablo
entre ellas- y las encontraron cuatro puntos negros en las nalgas y en los testículos. No satisfechos con esto, practicaron en su cuerpo
con lancetas y un médico que intentó denunciar
el procedimiento utilizado por los sacerdotes
a punto estuvo de ser procesado por
interferirse en la actuación de la justicia. Por fin se celebró el juicio en el mismo Loudun, donde fue presentada la prueba documental del pacto del acusado
con Satán. Movidas por el
remordimiento, las monjas se retractaron de todo lo dicho, cosa que el tribunal desoyó bajo la sospecha de que se trataba de un intento desesperado del Diablo por salvar a su siervo. Sor Juana de los Angeles amenazó con ahorcarse y algunos testigos
se desdijeron a sí mismos de sus anteriores
acusaciones. El juez inquisidor amenazó
a todos con procesarlos bajo la sospecha
de que se proponían desprestigiar al
rey de Francia, a la Iglesia
y al Santo Oficio. Pese a mantener
hasta el final su inocencia y no
«denunciar a sus cómplices» -datos
imprescindibles para dictar sentencia-,
Urbano Grandier murió en la hoguera. Le fue negada la estrangulación previa y su propio confesor le hizo perder el conocimiento al propinarle fuertes golpes con el
crucifijo que el condenado pretendía besar.
Después el cardenal Richelieu se limitó
a retirar la subvención destinada al convento y las monjas de Loudun, por una rara pirueta del destino, siguieron explotando el exhibicionismo sexual durante algún tiempo.
Siempre interesante el periodo medieval, plagado de anecdotas y eventos inclasificables. Felicidades por el articulo.
ResponderEliminarMuchas gracias, Daniel. Me alegra que te haya gustado.
ResponderEliminarAún quedan otros artículos por publicar relativos al tema de la Inquisición, pero éste es el que completa la serie de los dedicados a algunos de los procesos más famosos del Santo Oficio.
Vi la última imagen y por alguna razón desconocida recordé a la monja del vídeo Tak kurwa de Semargl
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