El pacto
Debía estar loco. Necesariamente debía estarlo para estar haciendo
aquéllo. En la oscuridad de la noche el paisaje adquiría tintes de misterio,
diríase siniestros incluso, bajo la plateada luz de la excelsa diosa Selene que
todo lo bañaba derramando sobre el mundo su nacarado manto de irreal
ensoñación.
Atrás había quedado la vieja casita de piedra, abandonada tanto ha. ¿A
quién había servido de refugio? ¿Quién en otro tiempo pudo vivir en lo alto de
una montaña, obligado a subir y bajar sus laderas cada día? Las piedras de sus
otrora sólidos muros iban ahora amontonándose a sus pies, cediendo al tiempo en
la batalla que siempre éste acaba ganando y guardando para siempre los secretos
de las venturas y desventuras que presenciaron.
Secretos... ¿cuántos conocería el mundo? ¿Cuántos habría conocido?
¿Cuántos habría de conocer? Si uno se paraba a pensarlo, casi llegaba a la
conclusión de que desconocemos mucho más que lo que conocemos acerca de las
cosas que nos rodean. Todo parecía tener una doble cara que asomaba a una
realidad velada, ignorada pero siempre presente.
El hombre con que habló aquel día en el restaurante era Paquito. Estaba
seguro. Resultaba una locura pensarlo, pero esa así. Podía tener una cara
distinta, sí, pero cuando te has criado con alguien y has conocido todas y cada
una de sus expresiones, gestos, palabras, reacciones... cuando has conocido a
alguien así, nadie te puede hacer creer que es él sin serlo.
Paquito estaba muerto, o quizá no. Quizá tan sólo encontraron un cadáver
sin rostro reconocible. Quizá decidió dejar que creyeran que era él por algún
motivo. O quizá había algo mucho más tenebroso. ¿Podían los muertos comunicarse
con los vivos? ¿Podían siquiera hacer algo más allá de criar malvas y gusanos
en sus tumbas? “¡Bah!”, se decía
sacudiendo la cabeza. Algún día todos conoceremos la respuesta a esas
preguntas. ¿A qué calentarse la cabeza con ellas pues? Lo único que ahora
importaba era dar una respuesta a al enigma creado por la visita que recibió
aquel día.
Probablemente no encontrase allá donde iba más que matorrales y piedras
dispersas, pero al menos le serviría para cerciorar si él mismo comenzaba a delirar
o si por el contrario... ¡Qué coño! ¡No perdía nada por intentarlo! Si acaso,
casi no se atrevía a pensar en ello por temor a la posterior desilusión, fuera
verdad lo que le contó... si realmente llegara a tener una oportunidad con
Isabel...
Finalmente llegó a su destino.
Desde allá arriba, echó una mirada atrás hacia aquella otra cima en que
quedaba la vieja casita de piedra, tan lejos la colina en que ahora se
encontraba de ella, como aquélla del pueblo y la gente... del mundo. Casi se
tenía la impresión de haber abandonado este último a través del tiempo y el
espacio para acceder a lo que debió ser en otra época, a un lugar donde la
irrealidad se hacía esencia y uno se sentía sujeto a leyes que no eran las que
regían en el día a día.
Bajo la luz de la luna llena, caminó por la pequeña explanada en busca
del barranco que le habían descrito. No le costó encontrarlo. Ni las plantas anunciadas
tampoco. Matas de tomillo, romero... especias diversas que bien conocía y nada
tenían de especial, con sus ramitas en flor adornando su verde natural.
“Al mundo muestran una cara que no
es la suya verdadera” le había asegurado Paquito, “ volviendo la suya verdadera hacia las mágicas dimensiones que están
y no se perciben”.
Al borde mismo del abismo, echó una mirada allá abajo. Bajo la
espectacular y romántica iluminación, se amontonaban a sus pies muchas más de
éstas, si bien en su caso sin flor y con aspecto más basto y rudo.
“Son los machos de la especie que,
anhelantes y enamorados, miran eternamente hacia arriba, allá donde sus bellas
amadas sueñan con la Luna
ajenas a ellos y sus deseos.”
Los machos que anhelantes miran eternamente hacia arriba para adorar a
sus hembras... como él mismo. Todo allí era una alegoría a su propia situación.
Pensó en Isabel. Tan bella, tan cautivadora...
“Tonet... ¿estás seguro de aquéllo que deseas?”
No se trataba de una voz en el aire. Ni siquiera en su cabeza. Más bien
era como algo que se deslizaba dentro de ella, proveniente de todos sitios. De
las plantas, del viento que silbaba en sus oídos y agitaba sus cabellos, de la Luna, las estrellas... “La Diosa Madre”, pensó. “La Naturaleza
me habla, como aseguró Paquito que ocurriría.”
Recordó también sus otras palabras. Aquéllas que le advirtieron acerca de
la belleza y su naturaleza. “Las cosas
obedecen a un orden. La
Naturaleza es armonía. Lo estridente la desagrada y ante ello
siempre tiende a recobrar su equilibrio. Si esa mujer no es para ti y la
alcanzas, las leyes inmutables harán su trabajo para restablecerlo.
La belleza llena el espíritu a
través de la vista, pero no tiene por qué colmarlo en otros sentidos y a menudo
contribuye a alterarlo por otros cauces.”
¡Bah, palabras! Si se detenía a pensar en ellas, carecían de todo sentido
práctico. Meras divagaciones filosóficas que no conducían a ningún lado. Lo que
debiera ser, sería. Los hombres no pueden andar preocupados por lo que sus
actos pueden deparar, pues es especular sobre el futuro, y sobre el futuro
nadie sabe nada. Deseaba a aquélla mujer. Si había alguna posibilidad de
conseguirla, suya habría de ser. Y el tiempo diría lo demás.
Procedió entonces en la manera que su viejo amigo le había indicado,
estableciendo un pacto con la Diosa Madre
que habría de mantener hasta el fin de sus días, guardando el secreto ante
todos, salvo aquéllos que su corazón señalara dignos de compartirlo.
El éxito
Las cosas fueron tal y como Paquito había prometido. Establecido su pacto
con la Diosa Madre,
las plantas mágicas mostraban para el su verdadera cara en aquella colina una
vez al mes, con la luna llena. Flores distintas, hojas distintas... distintos
sabores distintos a cualquier otra especia conocida. Hasta dieciséis de ellas
que hicieron de él un cocinero célebre y adinerado. Buscó bien Tonet por si hubiera alguna más, pero
fue tal y como su viejo amigo afirmó. Dieciséis. Ni una más, ni una menos, que
para todos salvo él mantenían su apariencia engañosa, no obstante permitirles
apreciar su sabor.
La fama de sus guisos se extendió como la espuma. Su restaurante pasó a
ser famoso en el país. Hasta él llegaba gente de todas partes ansiosa por
probar los sabores que tanto estaban dando que hablar. Ganaba premios de
gastronomía y los jueces hablaban maravillas de sus platos. Siempre él guardando
su secreto, por supuesto, tal y como prometió aquella noche en la montaña bajo
la luz de la Luna.
El funcional Ford Scort dejó
paso al lustroso Mercedes, al tiempo
que el local hubo de someterse a reformas para ampliar su capacidad. Todo
comenzó a ir viento en popa para el bueno de Tonet y eso, claro, no podía ser algo que la bella Isabel pasara
por alto.
De repente, su viejo compañero de infancia cobraba a sus ojos un
atractivo recién adquirido. Nadie se vaya a engañar. No era ciertamente que la
hermosa pensara en él de forma interesada únicamente. No, se trataba de algo
más profundo. Más bien del magnífico brillo que acompaña a los triunfadores y
tan seductores los hace a ojos de las féminas. De repente, el nivel de su
clientela se había elevado espectacularmente. Adinerados empresarios,
políticos, actores, cantantes... hasta muchos de los famosos de las revistas se
acercaban hasta allí y en las paredes podían verse fotos enmarcadas de Tonet posando con Jose María Aznar,
Jaime Cantizano, Isabel Preysler...
Evidentemente, tal fulgor no podía dejar de deslumbrar a la superficial
Isabel, que en breve se vio saliendo con el hombre del lugar. Tratando con su
clientela, intimando con ellos. Gente como Judit Mascó y David Bisbal
preguntaban por ella cuando se acercaban hasta allí y hasta la invitaban a su
casa.
Apenas dos años después de que todo empezara, contrajo nupcias finalmente
con Tonet. Ninguna duda albergaba su
corazón acerca de su deseo y no titubeó a la hora de dar el “sí quiero”. ¿Qué más podía desear una
chica? Tonet se desvivía por ella,
colmándola de atenciones y regalos. Joyas, pieles, fabulosos vestidos de los
más prestigiosos diseñadores...
Su boda se celebró en el restaurante, su luna de miel en París y cuando
poco después anunciaron su estado de buena esperanza, recibió felicitaciones y
parabienes de gente cuya realidad hasta entonces, para ella se había limitado
al papel couché y la imaginación.
Pero el tiempo se encarga de bajar a los soñadores de sus nubes, y de
mostrar que los precios que al pronto semejan baratos, a menudo no lo son
tanto. Con los años, la cosa fue trayendo la rutina y la concepción de aquéllo
a que realmente había accedido.
A pesar del dinero y el éxito, Tonet
seguía siendo el cocinero de pueblo que conoció desde niña. El pobre comía en
la mano de Isabel, que hacía con él lo que quería. Poco le costó convencerlo
para trasladar el local a la capital y su residencia a un lujoso chalet de una
lujosa zona residencial, pero, al igual que diría Victoria Beckamp, a ella le
seguía oliendo a ajo.
Todo el mundo de glamour con que había soñado, se vio subordinado a los
fogones y torpes maneras de quien perdía su vida por ella, pero no conseguía
llenar la suya por más que pusiera todo lo que tenía en ello.
Su hija creció. Una criatura en realidad no especialmente deseada, al
menos por su parte, que fue consecuencia necesaria de su matrimonio. Isabel
pensó en su momento que sería la mejor manera de afianzar su posición. De mutuo
acuerdo, dejó de tomar la píldora. El resultado fue una hermosa niña que ella
vio crecer sin excesiva emoción ni entusiasmo, y tras ella no accedió a tener
más hijos si pena de arriesgarse a perder su soberbia figura.
No era Isabel una desalmada, tampoco eso. Simplemente su vida fue cayendo
en una profunda apatía, aspirando a un mundo de glamour que siempre quedaba por encima de su realidad, lastrada por
un marido que cual robusta ancla la mantenía sujeta a sus raíces.
La chiquilla adoraba a su padre, y éste a ella. La relación entre ambos
se fue fortaleciendo y afirmando al mismo tiempo que enfriando la que mantenía
con su madre, un tanto desplazada y fuera de sitio.
Cuando la mocosa pasó a adolescente, la cosa fue a peor todavía. Isabel
sentía que pasaba el tiempo. Ya con catorce años, nada podía ser más evidente
que la constatación de que había heredado la belleza de su progenitora, realzada
además por la espléndida cabellera dorada regalo del azar y la fortuna
genéticas. Sus negros cabellos contrastando son los rubios de la niña, veía su
hermosa mirada verde en los ojos de su hija, que replicaba su beldad con los
nuevos ánimos de la juventud.
A sus cuarenta y tres años, Isabel seguía siendo una mujer hermosa. Muy
hermosa. No obstante, era consciente de cómo la muchacha se encaminaba hacia lo
que ella había sido, de la misma manera en que ella misma se alejaba. Se hacía
vieja, lo notaba. Aun era una mujer joven sí, pero ¿por cuánto tiempo más? El tiempo pasaba y su existencia se consumía
sin vivir lo que su corazón anhelaba. Su hermosura que tan soberbia y digna
aguantaba el paso del tiempo, comenzaría a languidecer algún día, a no mucho
tardar ya. ¿Qué sería entonces? ¿Qué, ya de anciana, lamentar una vida que no
se ha llenado cuando ya se prepara la despedida?
La traición
Para aquel entonces la bella Raquel comenzó a salir con un apuesto joven.
Un atractivo muchacho, francés de origen e hijo de algún reputado gourmet del país vecino. Llegado acá
intrigado por la fama de los guisos de Tonet,
no pudo evitar quedar deslumbrado por la belleza de su hija tanto o más que por
el sabor de éstos.
El dulce Jean-Pierre era un muy guapo mozo. De negros cabellos ondulados
y verde mirada color aceituna. A pesar de ser veinte años mayor, no fue la edad
obstáculo para que Isabel reparara en él. Al evidente atractivo físico, sumaba
el muchacho todo lo que ella podía encontrar atractivo en un hombre. Vástago de
hombre adinerado, crecido en un ambiente cuyo refinamiento y glamour había impregnado su naturaleza.
Cultivado, viajado, conocedor de mundo... sabedor de cómo tratar a una mujer.
Isabel veía a través una nube de envidia cómo su hija recibía las atenciones de
galán cautivador como jamás ella conoció.
Jean-Pierre había venido a España con dos claras intenciones. Una,
comprobar lo que se aseguraba de los platos de aquel famoso cocinero. Otra, si
era cierto ello, hacerse con el secreto de sus especias. Planeaba él
independizarse de su progenitor montando su propio restaurante, y ellas serían
la garantía de un éxito asegurado.
Lo de Raquel fue añadido. No empezó a salir con ella por interés.
Ciertamente la muchacha era preciosa, tanto como el verde de la floresta en
primavera. Su visión había bastado para cautivarle, pero se unía a su belleza
el hecho de ser hija de quien era, y ello resultaba circunstancia que no podía
dejar él de intentar aprovechar. Si pudiera volver a Francia con dos maravillas
en lugar de una...
Pero la muchacha no resultó fácil de convencer. A pesar de su cándida
apariencia y dulzura, también de su madre portaba la firmeza y fuerza de
carácter. Aun sabiendo Jean-Pierre que estaba en el secreto de su padre y a
pesar de intentarlo todo, por activa y por pasiva, para que accediera a
compartirlo con él, hubo de resignarse finalmente a claudicar y darse por
vencido ante la rotunda e inamovible negativa de la joven.
Sin embargo, una batalla no hace la guerra y a menudo, cuando no se puede
invadir una posición desde un lado, puede atacarse desde otro con éxito.
Jean-Pierre era consciente de cómo le miraban las mujeres. Y era
consciente de cómo le había mirado Isabel desde el primer momento.
Completamente. En sus brazos su bella suegra gritó de placer como nunca lo
había hecho, profanando juntos el templo de su cuerpo en traición conjunta a su
marido y su hija.
Poco le importaba a Isabel. De haber buscado en su conciencia, escaso
saldo fuera el que hubiese hallado. Para entonces ya ni sentía ni padecía en
relación a su familia, y sí en cambio en contacto con el caliente y joven
cuerpo varonil.
Lo que no quiso entregar la hija, presta estuvo a hacerlo la madre. Más,
¡ay!, no estaba ella en el secreto como aquélla. Más interesada en lo que éste aportaba
que en el propio secreto del éxito de su esposo, nunca se había preocupado ella
especialmente por conocer su fundamento. De haberlo hecho, ni siquiera hubiera
sabido como aprovecharlo, así que ¿para qué?
Sin embargo, ahora la cosa era distinta. Aquel joven con edad para ser su
hijo y virtudes para ser su amante, le hablaba con su arrullador acento francés
de una vida en París a su lado, sumergidos en el brillo dorado del champagne y el glamour de la alta sociedad. Mucho más de lo que un pueblerino de
esencia podía ofrecer. Mucho más que aquéllo a lo que estaría dispuesta a
renunciar por el respeto debido a la que era carne de su carne.
“-¿Me llevarás contigo?” -había
preguntado ella.
“-Por supuesto, ma reine” -había
respondido él.
Si bien no fresca y joven como la hija, ciertamente la madre no era menos
hermosa y, al menos por unos años, sería una compañera ideal, llave además de
su éxito.
“-¿Esto es querer a una persona
para ti?” –recriminó Isabel a su marido ante su reticencia a revelarle su
secreto.
–“¡La niña lo conoce desde que era una mocosa
y a mí no quieres contármelo! Eso no es amor, Tonet. Tú no te enamoraste de mí,
te enamoraste de mi belleza. Tan sólo de ella.
-No digas eso, Isabel. Sí, no puedo
negar que lo primero que me atrajo de ti fue eso, pero sabes que nadie te ha
adorado como yo. Desde que éramos niños ha sido así y así sigue siendo. Y sabes
que un sentimiento así no puede nacer de la simple admiración por la belleza.
-¡Palabras! Palabras bonitas nada
más, pero no me das nada en que pueda confiar.”
Y era cierto. En realidad lo era, Tonet
lo sabía. Su pacto le obligaba a guardar el secreto ante todos salvo quienes su
corazón le dictara dignos de compartirlo. Y su corazón latía y se desvivía por
su mujer. Por ella habría dado la vida, pero considerarla digna de compartir el
secreto de la Diosa Madre...
Tonet recordaba perfectamente las
palabras de Paquito acerca de la belleza y su superficialidad. “La belleza es el alimento del alma, pero
su virtud no va más allá de ella misma” le
había dicho. “Los diamantes las
esmeraldas, los rubíes... su belleza es magnífica y nos deslumbra, pero no son
más benígnos que la más común de las piedras, y desde luego no son más fieles.”
No, no eran más fieles. Aquel día, hacía ya dieciséis años, su amigo le
advirtió que la Diosa
siempre tiende a la armonía y que el equilibrio alterado debe ser recuperado.
También que aquella mujer no era para él.
Tonet tenía miedo de perder a
Isabel. Bien sabía él que el único motivo que había permitido su conquista
había sido su éxito como cocinero, que a su vez tenía por único fundamento aquellas
florecillas silvestres que una vez al mes recolectaba bajo la luz de la Luna. ¿Qué sería de conocer
Isabel su secreto? ¿Sería capaz de continuar tras ello al lado de un simple
pueblerino?
Tonet no se engañaba. Sabía que
su mujer no era feliz con aquella vida. Sabía que durante todos estos años
había soñado con algo más. Sabía de eso y de sus continuas infidelidades, sí
pero la cuestión era si más allá de ello, su corazón la sentía digna o indigna
de tal conocimiento. Más aun, ¿era digno él de ella? ¿Tenía derecho a obligarla
a permanecer a su lado bajo aquel chantaje de esplendor?
Tonet tomó su decisión. Lo que
habría de ser sería, ¿a qué marear la perdiz? Si Isabel decidía abandonarle
tras conocer su más íntimo secreto, al menos guardaría de ella para siempre los
años pasados juntos y la criatura que le había regalado y era hoy la luz de sus
ojos. ¿A qué engañarse? Sus genes jamás podrían haber participado en la
concepción de tan hermoso ángel, no había que ser demasiado listo para darse
cuenta de ello. Como decía una tía suya cuando era niño, “de los huevos de un pastor, no puede salir un señorito”.
Sí, Isabel no había sido un modelo de virtuosidad pero, con todo, le
había dado todo lo que era capaz de dar a alguien como él, y la niña había sido
el mayor premio de su vida. A pesar de saberla no suya, la quería tanto o más
que pudiera querer el más amoroso de los padres a su hija verdadera y siempre
le estaría agradecido a Isabel por ella y por todo lo demás.
Fue una noche de luna llena, como cualquier otra de las que hasta allí se
acercaba. Tonet le explicó a Isabel
el secreto de las dieciséis especies, así como el del pacto con la Diosa Madre que allí mismo,
aquel día y al borde de aquel barranco, ella estableció para el resto de sus
días.
Todo vino a ocurrir en un momento. Ciertamente Isabel no lo había
planeado. Ni siquiera se le había pasado por la cabeza, pero hay veces en que
el Diablo sale al camino sin ser llamado. Veces en que el gran cornudo nos
muestra su sonrisa engañosa y embaucadora, empujándonos hacia el Destino con la
fuerza de la fatalidad.
Tonet se inclinaba a la orilla
del abismo recogiendo sus especias mientras le explicaba su uso. Isabel pensó
lo que pensó. Ya tenía cuarenta y tres años. ¿Cuántos podría retener a su lado
a Jean-Pierre? Aun era una mujer hermosa, pero el reloj biológico había
rebasado ya la media esfera y su belleza iría a menos cada día, martilleada por
los inmisericordes puños de la edad y el tiempo.
El secreto de las especias y la luna llena le permitiría ganarlo, sí,
pero... ¿conservarlo? ¿Quién le garantizaba a ella que, más joven y hermosa, no
conseguiría finalmente convencer el apuesto a su bella hija para que con él lo
compartiera? Sobre todo tras haber abandonado ella a su amado padre. Raquel la
odiaría.
Tonet no le pondría fácil el divorcio. Sin embargo estaban casados en
régimen de gananciales. Si algo le pasara, le correspondería la mitad de todo
lo conseguido desde que se casaron y lo que determinara el reparto de la
herencia. Mucho más de lo que le correspondería a la niña. Con ello podría
comprar tiempo. Jean-Pierre soñaba independizarse de su padre y abrirse su
propio camino hacia el reconocimiento como gourmet.
Con todo ese dinero podría comprarle un
local, acondicionarlo... No podría
ofrecerle tanto la niña. El joven y hermoso Jean-Pierre se vería obligado a
permanecer a su lado, al menos por bastantes años. Luego... lo que habría de
ser sería.
Isabel sólo tuvo que empujarle.
Con una mirada que más reflejó incomprensión ante tan inesperada traición que
miedo o sorpresa, el bueno de Tonet
cruzó la línea que separaba el suelo firme del vacío, la vida de la muerte, el
último día de la eternidad.
Con un grito que más fue de tristeza y dolor que de terror, cayó de
espaldas al abismo. No se revolvió en el aire como quien se rebela a su
destino, sino que hasta el fin reventado contra las piedras al pie del
barranco, permaneció su mirada fija en la de su amada allá arriba. Como la de
los machos de las dieciséis especies
que, “anhelantes y enamorados, miran eternamente
hacia arriba, allá donde sus bellas amadas sueñan con la Luna ajenas a ellos y sus
deseos”.
Hasta el mismo final, todo allí fue una alegoría de su propia situación. “Los
diamantes, las esmeraldas, los rubíes... su belleza es magnífica y nos deslumbra,
pero no son más benígnos que la más común de las piedras, y desde luego no son
más fieles.”.
No, no son más fieles. Dicen que cuando sabes que vas a morir, toda tu
vida pasa ante ti en un instante. Y toda la su vida había sido Isabel.
Tonet murió aplastado por la
gravedad al pie del barranco. Tal y como aquel día asegurara Paquito, hubo de
pagar el precio de la belleza. Desde arriba, Isabel miró su cuerpo, sintiendo
una extraña sensación a camino entre la confusión, el dominio y la liberación.
A la luz de la luna, yacía tumbado sobre su espalda y sin cabeza, decapitado
por el filo cortante de alguna roca. Todavía no comprendida la real dimensión
de su acto, rompió a reír al borde de la crisis nerviosa.
Isabel enterró el cadáver allí mismo. En su acto irreflexivo, no calculó
las circunstancias ni las posibles consecuencias. Cuando comenzaran a buscarle
extrañados por su falta, Raquel llevaría allí a la Policía, sabedora de que
en noches como aquélla era su destino. Encontrarían el cuerpo. Bien se encargó
de esconderlo ella, yendo a buscar lo necesario para cavar un profundo hoyo y
volviendo allí a continuación, pero la tierra removida no pasaría
desapercibida, y además no consiguió encontrar la cabeza. Por más que buscó y
rebuscó, hubo de darse finalmente por vencida y regresar a casa con el alma en
un puño, preguntándose cómo sería la vida en la cárcel y si podría sobrevivir a
tal experiencia alguien como ella, que había nacido para el lujo y el glamour.
(Continuará)
(Continuará)
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