viernes, 28 de diciembre de 2012

GRANDES PROCESOS DE LA INQUISICIÓN II. ZUGARRAMURDI: PROCESO EJEMPLAR (artículo)






  "Las 18 personas restantes, fueron todas reconciliadas (por haber sido toda su vida de la secta de los brujos), buenas confidentes y que con lágrimas habían pedido misericordia, y que querían volverse a la fe de los cristianos. Leyéronse en su sentencia cosas tan horribles y espantosas cuales nunca se han visto: y fue tanto lo que hubo que relatar, que ocupó todo el día desde que amaneció hasta que llegó la noche, que los señores inquisidores fueron mandando cercenar muchas de las relaciones, porque se pudiesen acabar en aquel día. Con todas las dichas personas se usó de mucha misericordia, llevando consideración mucho más al arrepentimiento de sus culpas, que a la gravedad de sus delitos: y al tiempo en que comenzaron a confesar, agravándoles el castigo a los que confesaron más tarde, según la rebeldía que cada cual había tenido en sus confesiones"
 
Julio Caro Baroja. Las brujas y su mundo.

“Comenzó el Auto por un sermón que predicó el Prior del Monasterio de los Dominicos, que es calificador del Santo Oficio, y aquel primero día se leyeron las sentencias de las once personas que fueron relajadas a la justicia seglar, que por ser tan largas y de cosas tan extraordinarias ocuparon todo el día hasta que quería anochecer, que la dicha justicia seglar se entregó de ellas, y las llevó a quemar, seis en persona, y las cinco estatuas con sus huesos, por haber sido negativas, convencidas de que eran brujas y habían cometido grandes maldades. Excepto una que se llamaba María de Zozaya, que fue confidente, y su sentencia de las más notables y espantosas de cuantas allí se leyeron. Y por haber sido maestra y haber hecho brujos a gran multitud de personas, hombres y mujeres, niños y niñas, aunque fue confitente, se mandó quemar por haber sido tan famosa maestra y dogmatizadora”.



ZUGARRAMURDI: PROCESO EJEMPLAR


«Y es que una bruja -cuyo nombre se conoció más tarde: María de Ximildegui, de veinte años de edad-, habiendo vuelto a Francia con su padre, una mujer francesa la persuadió a que fuese con ella a un campo donde se holgaría mucho, industriándola en lo demás que había de hacer, y dándole noticias de cómo había de renegar, y habiéndola convencido la llevó al aquelarre, y puesta de rodillas delante del demonio y de otros muchos brujos que la tenían rodeada, renegó de Dios, y no se pudo acabar con ella que renegase de la Virgen María su Madre, aunque renegó de las demás cosas, y recibió por dios y señor al Demonio...» La denuncia de una muchacha anónima, expuesta en dichos términos, daría lugar a uno de los procesos más importantes del Tribunal de la Inquisición, que en la España de 1610, año del proceso de Logroño, obedecía a un estilo peculiar.

Todo comenzó, en efecto, cuando María de Ximildegui volvió a Zugarramurdi (Navarra) tras unas semanas en Francia invitada por una conocida amiga suya. La información relativa a la asistencia de María a un conventículo de brujas en los alrededores de Ciboure -localidad vasco-francesa-y su posterior contacto con «otras brujas a este lado de la frontera», es decir en España, pasó de los oídos familiares a otros más interesados en magnificar los hechos y adornarlos de tintes sombríos. El rescoldo se hizo fuego y algunos aldeanos de Urdax y del propio pueblo de Zugarramurdi emprendieron su particular «caza de brujas». Intervino el párroco, fray Felipe, que reunió a sospechosos y perseguidores en un acto de reconciliación en la iglesia de Zugarramurdi. Pero el fino olfato del Santo Oficio ya había sido impregnado con el veneno de la denuncia. Pese a sumar unas trescientas las personas inculpadas por delitos de brujería en Navarra y País Vasco, sólo treinta y una fueron conducidas a Logroño, ciudad castellana donde serían juzgadas por el tribunal de la Inquisición, hecho al que en principio se opuso Alonso de Salazar y Frías, nombrado Inquisidor especial por el Supremo para el caso. Salazar fue contundente al afirmar que en la región no habían existido brujas hasta que se escribió y se habló acerca de ellas -opinión desvirtuada por algunos recopiladores contemporáneos, que no historiadores interesados en documentarse verazmente-. Instado sin embargo a la aclaración de las pruebas, nada ni nadie podía oponer resistencia a las determinaciones del Santo Oficio. El escarmiento debía llevarse a efecto para dar ejemplo y sofocar los peligros que el inquisidor vecino De Lancre conjuraba en la hoguera a poca distancia.

El Auto de Logroño, celebrado en el curso de los días 7 y 8 de noviembre de 1610, estuvo presidido por los inquisidores Juan de Valle Alvarado, Antonio Becerra Holguín y el mencionado Alonso de Salazar y Frías, asistidos por el Ordinario del arzobispado y cuatro consultores. El Santo Oficio recibió de mal talante el desaire del rey, Felipe III, que no se personó en el escenario de los hechos e incluso más tarde desautorizó a los que habían precipitado la sentencia, esto sirvió al menos para que un año después se promulgara un indulto general para los acusados de brujería. Por añadidura, los reos llevados de Navarra y País Vasco, más otros pendientes de condena, optaron por mostrarse arrepentidos y promover la reconciliación con la Iglesia. No obstante, seis impenitentes fueron ajusticiados. La relación del Auto daba cuenta del impresionante espectáculo con meticulosa precisión, dado el especialísimo interés puesto en la celebración, en cuyo montaje se hallaba latente el espíritu y el ejemplo del inquisidor francés Pierre de Lancre, a quien se trataba de imitar a todo trance. «Veintiún hombres y mujeres iban en forma y con insignias de penitentes -refería el Acta-, descubiertas las cabezas, sin cinturón y con una vela de cera en las manos, y los seis de ellos con sogas en la garganta, con lo cual se significa que habían de ser azotados, Luego seguían unas veintiuna personas con sus sambenitos y grandes corazas con aspas de reconciliados, que también llevaban sus velas en las manos, y algunas sogas a la garganta. Luego iban cinco estatuas de personas difuntas, con sambenitos relajados y otros cinco ataúdes con los huesos de las personas que se significaban por aquellas estatuas. Y las últimas iban seis personas con sambenito y corazas de relajados, y cada una de las dichas cincuenta y tres personas entre dos alguaciles de la Inquisición.» El cómputo de reos, como se dice en la crónica, era de cincuenta y tres personas: de ellas, treinta y una pertenecían a Navarra y País Vasco.

Recordemos de paso el significado de algunos términos. Sambenito era el hábito penitencial que vestían los condenados que iban a reintegrarse a la comunidad; este atavío solía colgarse en el interior de las iglesias más tarde, con objeto de perpetuar la memoria del pecado que justificó su uso. El Auto de fe en sí consistía en la lectura pública de las sentencias en presencia de los acusados; los jueces buscaban dar a este acto la mayor solemnidad, para lo que invitaban a autoridades y principales. La entrega de los condenados al verdugo por parte de los inquisidores ponía fin al Auto. Por reconciliación se entendía el retorno al seno de la Iglesia del arrepentido, conducido a juicio por prácticas o creencias heréticas, lo que llevaba aparejada la asunción de penas corporales y económicas, de mayor alcance de las que recaían en los abjurados; éstos eran aquellos reos que abjuraban de la herejía de Levi, si la sospecha tenía carácter leve, y de Vehementi, si se consideraba grave. La relajación hacía referencia a la entrega del condenado a muerte al verdugo para su ejecución, y la expresión más exacta era relajación al brazo secular. La figura de las estatuas a que hace mención el Auto de Logroño se refiere a un tipo de ejecución simbólica, llamada también en efigie, que no podía llevarse a cabo por fallecimiento del reo, en cuyo caso se prescribía la exhumación de sus restos y la presentación pública de la macabra evidencia.
Digamos, por último, que los sambenitos podían ser dispensados por el pago de cierta cantidad, fijada en principio por el condenado a llevarlo de acuerdo a sus posibilidades.

«AQUERRAG OITI, AQUERRABEITI»
El impresor Juan de Mongastón, es decir editor también del Acta sumarial del proceso de Logroño, dejó para la posteridad un recordatorio a modo de justificación del porqué se implicaba en la divulgación del texto del Auto de fe. «Esta relación -decía el conspicuo impresor- ha llegado a mis manos, y por ser tan sustancial, y que en breves razones comprende con gran verdad y puntualidad los puntos y cosas más esenciales que se refirieron en las sentencias de los reconciliados y condenados por la demoníaca secta de los brujos, he querido imprimirla para que todos en general y en particular puedan tener noticia de las grandes maldades que se cometen en ella, y les sirva de advertencia para el cuidado con que todo cristiano ha de velar sobre su casa y familia». Las grandes maldades a que aludía Mongastónn acusaban a los supuestos brujos y brujas de Zugarramurdi de reunirse lunes, miércoles y viernes en un paraje cercano al prado de Berroscoberro, cuya traducción española sería «llano del macho cabrío» o aquelarre. Además del Diablo, a dichas reuniones asistían brujos maestros, jóvenes novicios y algunos niños, éstos encargados de cuidar del rebaño de sapos, todos presididos por el rey y la reina del aquelarre. Los saltos sobre la hoguera del ritual tenían por objeto el acostumbrarse a las llamas del Infierno y las misas negras se celebraban en vísperas de los días más señalados del calendario religioso: Navidad, Semana Santa, Noche de San Juan, especialmente, oficiadas por el demonio en persona. Este se mostraba a sus fieles sentado en un trono, silla de oro o de madera negra. De feo rostro, triste e iracundo, su anatomía dejaba ver pies de ganso, manos de gallo, cuernos de cabra y voz asnal En el instante de la «Consagración», el Diablo elevaba la hostia -en forma de suela de zapato con la efigie de Satán grabada- y pronunciaba las palabras sagradas «Este es mi cuerpo», a lo que la congregación de brujos respondía en un grito feroz: «Aquerragoiti, aquerrabeitti», es decir «Cabrón arriba, Cabrón abajo!», en tanto se golpeaban el pecho y adoptaban posturas obscenas Tras la comunión, los brujos y las brujas tomaban de un cáliz un bebedizo de sabor amargo, a consecuencia del cual sentían un intenso frío en el corazón. Apenas terminada la misa daba comienzo una orgía desenfrenada en la que se practicaban todas las perversiones imaginables.

Copular con el Diablo formaba parte del rito, que incluía otras manifestaciones aberrantes como desenterrar cadáveres y practicar la necrofagia, bien cocidos, asados o crudos los restos exhumados. De ellos se servían asimismo para la confección de líquidos mortales -el agua amarilla sobre todo-, polvos mágicos y ungüentos, en cuya composición se empleaban culebras, sapos, lagartijas y caracoles. Estos productos servían luego para malograr cosechas, envenenar personas y animales y producir un sinfín de calamidades atmosféricas De estas y otras fechorías dieron cuenta los testimonios de María de Yurreteguía, Johanes de Goyburu, Juan de Sansín. Esteban de Navalcorea, María Chipia, Graniana de Berrenechea, Miguel de Goyburu, María de Zozaya, Beltrana Fargue. Joanes de Echelar, Juana de Telechea, María Juanto, María Presona, María de Iriarte y Estefanía de Telechea. principales inculpados El juicio más severo sobre aquel acontecimiento lo ofreció el teólogo de Valencia en un amplio memoria! en que se escandalizaba de las infamias llevadas a cabo por «gentes cegadas por el vicio y que con deseo de cometer fornicaciones, adulterios o sodomías», no dudaron en inventar «aquellas juntas y misterios de maldad en que alguno, el mayor bellaco, se finxa Sathanas y se componga con aquellos y traxe horrible de obscenidad y suciedad que cuentan., La polémica en este caso, propició una investigación a fondo y los representantes del poder civil fueron procesados, no así los inquisidores togados.

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Se dice que la palabra “akelarre” viene del prado que está al lado de una de las pequeñas cuevas de Zugarramurdi, que era donde pretendidamente se celebraban las reuniones de las brujas. La palabra akelarre significa "prado del cabrón". Y así le llamaban los asistentes a las reuniones de las cuevas a este prado, ya que en él pastaba un gran cabrón (macho cabrío), el cual decían que se transformaba en persona cuando se reunían las brujas. O sea, que según la leyenda, este cabrón era el mismísimo diablo. De ahí que Zugarramurdi reciba el sobrenombre de la Catedral del Diablo.

Al cabo de dos años, la propia Inquisición, a través del licenciado Alonso de Salazar y Frías, reconoció la inocencia de todos los condenados en el proceso de brujería del año 1610. Tras una exhaustiva investigación sobre el terreno, Salazar declaró: “Considerando todo lo anterior con toda la atención cristiana que estuvo en mi poder, no hallé las menores indicaciones por las que inferir que se hubiera cometido un solo acto verdadero de brujería”.

Al otro lado de los Pirineos, en esos mismos días, Pierre de Lancre, el ángel exterminador de Lapurdi, preparaba un libro que le granjearía definitiva fama: un tratado de brujería para demostrar “hasta qué punto el ejercicio de la Justicia en Francia es jurídicamente correcto y con mejores procedimientos que en los restantes reinos”. 
 

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                                                         Cueva de las brujas









                                                               Museo de las brujas



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1 comentario:

  1. A mí me parece una cueva hermosa. Ese tipo de lugares siempre han llamado mi atención y más que de miedo, me parecen simplemente llenos de misticismo y belleza.

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