viernes, 21 de diciembre de 2012

¡NECRÓFAGO! I: EL MONSTRUO (relato de horror)





Devorador de cadáveres. Carne de muerto. Carne podrida. El monstruo anida en el oscuro abismo del alma humana.

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El hedor era fuerte. Llegaba a sus fosas nasales denso y pastoso, casi palpable, introduciéndose profundamente en ellas y saturándolas. Olor a muerte. Olor a  cadáver. Le gustaba. Le gustaba mucho.

Bajó la mirada de nuevo hasta el vientre, ahora putrefacto y abierto para su banquete. Observó los gusanos que en él pululaban abundantes, deslizándose por la carne en proceso de descomposición cual lombrices horadando las entrañas de la tierra. Los gusanos… sus compañeros y parientes. Pertenecían a la misma especie: la especie de los necrófagos. Los devoradores de cadáveres.

Arrodillado al lado del cuerpo ante su tumba recién profanada, se inclinó de nuevo para morder, tirar y desgarrar. Luego masticar y tragar. El sentimiento de satisfacción que ello le deparaba, resultaba indescriptible. El aullido de un perro se escuchó a lo lejos. ¿Dentro del cementerio? Con toda probabilidad no. Más bien debía proceder de alguno de los chalets al otro lado del calvario que con éste lindaba al norte. Un perro… Su mente se retrotrajo a otro tiempo, cuando todo empezó. Los recuerdos llegaban por sí solos, como provistos de propia vida y voluntad.

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Doña Virtudes, la vieja del ático contiguo al suyo, había fallecido. Desde hacía años había venido arrastrando su enfermedad y, finalmente, ésta y la edad habían acabado por consumirla. Nadie se percató al principio, hasta que al cabo de dos días comenzaron a extrañarse cuando cayeron en la cuenta de su ausencia. Acostumbraba a salir ya a las 6:00 de la mañana, en plena madrugada, a pasear al maldito perro. ¡Sic! Habías madres que no ponían tanto empeño en el cuidado de sus cachorros. Solía cruzarse entonces con Manolo, el basurero, que regresaba de su trabajo. Andrés no terminaba de entender como alguien como él podía estar casado con una belleza como su mujer, ingeniera de profesión además. Según su opinión personal, pertenecían a mundos totalmente distintos e incompatibles. También se cruzaba a menudo con Gerardo, el representante de comercio, que a esa hora se ponía en marcha; y con la hija de los vecinos del segundo, una chavala joven y, a lo que decían, bastante alegre y generosa con sus favores. Se comentaba que no había chico en el barrio que no se hubiera acostado con ella. Eran sólo rumores. ¿Bastaban para confirmarlos su sempiterna expresión perversa y el hecho de que frecuentemente saliera con sujetador y volviera sin él, el balanceo de sus grandes pechos meciéndose libres bajo la ropa delator de tal circunstancia? Probablemente sí, pero dejaba los chismes para las chismosas. Cada cual con lo suyo. Él prefería deleitarse en la contemplación de aquellas montañas de carne y en la del resto de sus atributos, que dedicarse a especular sobre las causas de su libertad de movimientos y bamboleo.

No repararon en el detalle hasta pasadas varias salidas sin coincidir con ella. Luego también lo hicieron otros. Tampoco la habían visto en el resto de horas. Ni en la calle, ni en el Consum, ni en la escalera… Extraño. El televisor llevaba funcionando varios días seguidos. Desde su casa podía escucharse. Nada fuera de lo común. La vieja solía quedarse frita ante él y no apagarlo hasta despertar a la mañana siguiente. A veces tampoco entonces lo hacía, empalmando los programas de la noche con los de la mañana. Manías de abuelas solitarias. No tienen otra cosa que hacer.

Fue cuando el perro comenzó a aullar insistentemente, que cayeron en el detalle de su ausencia y comenzaron a sacar cuentas. Tocaron a la puerta y la llamaron al teléfono y desde el balcón de Andrés, sin obtener respuesta alguna por su parte.

Todos intuyeron la cosa desde el primer momento. Se veía venir desde hacía tiempo. La anciana estaba en las últimas. Llamaron al 112 y a sus familiares. Los únicos que tenía, eran una sobrina y la familia de ésta. No tardaron en personarse en el edificio. También la policía y los bomberos. Accedieron a su piso desde el de Andrés, pasando de uno a otro por el balcón.

La escena que encontraron resultaba dantesca y bastante desagradable. Al parecer, la vieja llevaba ya varios días fiambre. El cuerpo había comenzado a descomponerse y aparecía parcialmente devorado por el can en brazos, muslos y pechos. Carente la bestia de cualquier otro tipo de sustento, se había visto obligada a recurrir a la carne de su difunta dueña para alimentarse. Al principio se extrañaron, él y el resto de vecinos. ¿Cómo era posible que no hubiesen olido nada? Un cuerpo en proceso de putrefacción produce un hedor fuerte e insoportable. Era cosa del hermetismo en puertas y ventanas. Virtudes había sido muy friolera y mandado asegurarlas en ese sentido, para que no se escapase el calor procedente de la calefacción en invierno.

El animal se mostró irascible e inhóspito. Recibió a los bomberos gruñendo, con el hocico arrugado y aspecto feroz. Intentaron apaciguarlo, pero atacó a uno de ellos y hubo de pasar rápidamente uno de los agentes a socorrerlo, abatiéndolo a tiros. Andrés se alegró de ello. Nunca le había gustado el maldito chucho. No le gustaban los animales. Ni los perros, ni ningún otro.

Luego llegaron los peritos médicos y el juez para ordenar el levantamiento del cadáver. Quedó claro desde el principio que la muerte había sido natural y no debida a ningún ataque del perro. La encontraron tendida en la cama, con la televisión del dormitorio encendida y los ojos cerrados. Lo normal, de haber perecido de forma violenta, hubiera sido hallarla en el suelo. Y además no mostraba heridas en el cuello ni arañazos, como debiera haber ocurrido de ser el caso. Finalmente, los desgarros y amputaciones que mostraba no hubieran supuesto heridas mortales. Al menos, no deparadoras de un desenlace fatal inmediato. De haberse producido ésta a consecuencia de aquéllas, habría llegado lentamente y por desangramiento, con lo cual le hubiese dado tiempo a la vieja a telefonear a alguien para pedir ayuda o requerirla por la ventana. Tampoco nadie había escuchado gritos ni sonidos de lucha o forcejeo. Los peritos confirmaron in situ el fallecimiento por causas naturales, con lo cual el juez no consideró necesario llevarse el cadáver del animal para realizarle examinarlo y lo dejaron allí.

Fue el hijo de la sobrina de Virtudes el que llegó para hacerse cargo. Un chaval bastante majo, de veintialgún años. Casi de la misma edad que Andrés. La mujer había sido una vieja bruja, bastante huraña y de pocas simpatías. Escaso trato con sus familiares, que tan sólo se habían acercado por allí de tanto en tanto. No obstante, eran buena gente y cuidaron bien de ella. Añadieron a su pensión de viudedad lo necesario para que viviera sus últimos años holgadamente y nunca le faltó nada. Incluso fueron ellos quienes le compraron el perro y pagaron su adiestramiento. No les gustaba que Virtudes viviese sola y, dado que tampoco se había mostrado dispuesta a trasladarse a una residencia ni ellos hubieran podido acogerla en su casa –de haberse prestado a ello si se lo hubieran propuesto, claro, cosa bastante dudosa teniendo en cuenta el carácter se la señora-, decidieron proveerla de protección y compañía. La única que había quedado a su lado de forma permanente. Las mujeres que, de tanto en tanto, contrataban para asistirla, al menos algunas horas al día y para ocuparse de las principales tareas del hogar, acabaron invariablemente escaldadas y salieron huyendo. Un enorme rotweiller, negro como las puertas de la muerte. Ésa fue su única compañía en sus últimos días.

El chico llamó a su puerta para hablar con él. El asunto era bastante desagradable. La casa estaba llena de moscas. Habían gusanos y manchas de humores corporales procedentes de la descomposición del cuerpo en la cama, sangre del perro en el suelo y éste mismo permanecía abatido en él. No resultaba una escena amable para los familiares.

-He pensado que quizá pudieras hacerte cargo tú. Sin compromiso, no te sientas obligado. Si no quieres hacerlo, se lo pediré a otro vecino.

Era lógico que se dirigiera a él en primer lugar. Era el más cercano y con el que más trato habían mantenido. Tampoco gran cosa, pero sí más que con el resto.

-Por supuesto, te pagaremos por ello y correremos con todos los gastos.

Se trataba de buscar a alguien que se encargara de limpiar y de poner en orden aquello, así como de deshacerse del cuerpo del chucho.

-Está bien, no te preocupes. Yo me encargaré.

Le dejó las llaves y le dio su número de teléfono, comentándole que le llamara cuando hubiese acabado.

Una vez a solas dentro de la casa, lo primero que hizo fue hurgar y fisgonear por cajones y armarios. Sin esperar encontrar en ellos nada especial. ¿Qué sorpresa podría deparar una vieja decrépita? Tantas como las que finalmente deparó: ninguna.

Se sentó tras ello en uno de los sofás del salón y encendió un cigarrillo. ¿Qué podría hacer? Por unos días, la casa sería suya. Si tuviera algún posible ligue al alcance, aprovecharía la ocasión. La mente humana funciona así. Busca la forma de sacar partido a las situaciones, aunque para ello haya que forzarlas y retorcerlas. Susana, la chica con la que salía, tenía llaves de la suya. No se atrevería a hacerlo allí, so pena de verse sorprendido en plena faena.

 El caso era que no lo tenía. El ligue. Al alcance. Quizá una prostituta… sí, ésa parecía una buena idea. La recogería en la calle, de las baratas, y la llevaría allí. Una rumana de esas que se ponían en la avenida que salía de la ciudad por el norte. O quizá alguna negra de las que rondaban el parque junto al puerto. Sí, una negra. Le gustaban las negras. Había una con un cuerpo realmente espectacular, se había fijado bien en ella cada vez que por allí pasaba. Ella sería la “afortunada”.

Expiró el humo largamente desde sus pulmones, bajando la vista hasta el cadáver del animal. Lo contempló en silencio por unos instantes.

-Maldito chucho…

Ciertamente, no le gustaban los animales. No le gustaban nada. El hecho de que hubiera comido carne de la vieja, hacía que todavía le resultase más antipático.

Poniéndose en pie, se acercó hasta él para mirarlo más de cerca. Le hubiese gustado que siguiera vivo, para así poder matarlo él. Claro que de ser el caso, Pablo no lo hubiera dejado allí, privándole de tal oportunidad. Al parecer, a él y a su familia sí se les había hecho simpático. Al fin y al cabo, había cuidado de su tía. O su tía abuela. Lo que fuera.

Un acceso de odio ascendió desde su estómago. Pateó el pecho del perro. Luego lo pisó con fuerza, sintiendo cómo las costillas se quebraban bajo su pie. La canina boca se abrió para expulsar el aire que quedaba en sus pulmones.

Sintió rabia. Mucha rabia. ¿Qué podría hacerle? ¿Orinarle encima? ¿Defecarle? Algo muy denigrante. Deseaba vejarlo, ultrajarlo… Una idea absurda cruzó por su mente. Lo era, ¿no? O quizá no. Es decir… al fin y al cabo, era carne, como la de cualquier otra bestia. Decían que los chinos se los comen, ¿no? Carne de perro. Allí los crían expresamente para ello. Sí, ése era un buen destino para los malditos animales. Comida. Comida para humanos. Los odiaba.

Mirada la cosa desde la perspectiva de la lógica del absurdo, si es que cupiera en algún contexto tal desatino, la cosa podía parecer ideal: comer la carne del que la carne de su dueña comió. Castigo ejemplar, que diría el rey Salomón.

Aquello era ridículo. “¡Basta de gilipolleces!”. Se volvió y abandonó el piso. Por la tarde preguntaría a Susana si conocía a alguien que pudiera ocuparse de limpiar y ordenar la casa. Si no era así, buscaría en las páginas amarillas.

Por la noche volvió. La luna llena… dicen que influye en el comportamiento de las personas y las afecta. El pensamiento había andado saliendo y volviendo a su cabeza durante todo el día.  Conforme había ido llegando aquélla, había venido éste cobrando fuerza. Sobre todo en las horas del crepúsculo. Como si algo oscuro entrase en el alma con él.

“Es carne…como la de cualquier otro animal.”

Era ridículo. Se sentía estúpidamente excitado. Nunca había troceado a ninguno. En el supermercado te dan las cosas ya preparadas. Muslos, pechugas, chuletas…

 “Bueno, tampoco hace falta saber demasiado. No vas a preparar una cena para invitados. Se trata tan sólo cortar un pedazo de carne del chucho y cocinarla.”

Así lo hizo. Tomando un cuchillo de la misma cocina, se hizo con un trozo de ésta de la parte de muslo. Un corte bastante torpe y burdo, pero no importaba. Luego lo frió, añadiéndole sal y especias.

Estaba bueno. Ya el olor había resultado agradable. Le sorprendió. Luego se preguntó por qué.

“Es sólo carne, atontado. ¿Por qué iba a resultarte desagradable el sabor? Te gusta la carne.”

Se preparó más. Luego cargó el cuerpo a la espalda y, bajando a la calle, se acercó hasta el contenedor de la esquina y lo arrojó dentro.

-Hasta nunca, basura.

Se sintió bien. Eufórico. Era absurdo. Aquello lo era. Se encontraba pletórico. Un sentimiento difícil de definir. Él estaba vivo y el animal muerto. Lo había ultrajado. ¡Se había sentido poderoso haciéndolo! “Yo vivo: tú muerto. Puedo hacer con tu cuerpo lo que  me venga en  gana. Meterte un palo por el culo, cagarme en tu cara o tu boca…” Había comido su carne. Lo había devorado parcialmente. ¡El sumun del dominio! “¡Yo vivo!: ¡tú muerto!”

Pasó los días siguientes arrepintiéndose de lo que había hecho. No por compasión hacia el chucho, por supuesto. Le importaba un carajo el animal. Era una sensación de autoreproche, de sentirse despreciable tras haber hecho algo repugnante. Anduvo cepillándose compulsivamente los dientes durante ellos. Enjuagándose con colutorio y escupiendo continuamente. Luego, poco a poco, la cosa fue remitiendo, hasta llegar a desparecer del todo finalmente.

No finalmente. Los demonios nunca vienen de paso. Cuando nos visitan, lo hacen para quedarse. Buscan algún recóndito rincón en tu alma y, una vez lo encuentran, se acomodan allí y aguardan en la oscuridad para resurgir cuando se presente la oportunidad. Acechan pacientes, seguros de que ésta llegará.

Es como una práctica sexual que sabes reprobable e inmoral, pero te seduce irresistiblemente. Antes o después, vuelves a caer en ella. Una vez, y otra… como un monstruoso tiburón que ataca en la orilla y, después de haber sembrado el terror repartiendo muerte y mutilación entre los bañistas, regresa impune a las profundidades abismales que lo engendraron, donde nadie podrá perseguirlo y desde donde esperará la nueva ocasión para volver. Volver siempre. Siempre volver…

Las ideas tienen vida propia. Las alumbran los diablos, y una vez alumbradas se mantienen como una llama que prende en la yesca seca y pervive en tanto ésta no se agote. Y la yesca de las ideas es la vida humana. En tanto ésta no se extinga, tampoco lo hará su flama.

Ideas horribles… aberrantes. Se había sentido poderoso devorando la carne del animal. ¡Era absurdo! Aquello que pensaba era locura. ¿O quizá no? ¡Sí!... ¡sí!... ¡sí! ¡Lo era, maldita sea! ¡¡Lo era!!

No, no lo era. O sí… Quizá era locura, pero, quizá también, la locura tuviera su lógica. O quizá el loco se la viera o quisiese vérsela. ¡Bah!, ¿qué importaba? Había experimentado una sensación de dominio como nunca antes en su vida devorando la carne de la bestia. ¿Cómo sería devorando la de un… ¡ser humano!?

La idea se hizo esencia en su mente. Recurrente, insistente… ¡No, no, no…! ¡Quitárselo de la cabeza! Aunque decidiese hacerlo, y no iba a ser así de ninguna manera… ¿cómo podría hacerlo? ¿Dónde conseguir los “ingredientes” para su macabro festín? Aquel pensamiento era un disparate, debía deshacerse de él. ¿En un hospital? Imposible. No tenía demasiada noción acerca del funcionamiento de éstos, pero no se concebía tarea fácil hacerse con un par de filetes en ellos. Los cuerpos son guardados en cámaras frigoríficas a las que no cualquiera tiene acceso, los restos de las intervenciones quirúrgicas incinerados.

Existía otra posibilidad. En realidad no. Esa vía resultaba aun más intransitable. El cementerio… En el tanatorio la cosa debía resultar todavía más complicada. ¿Cómo acceder a los cadáveres en pleno velatorio, con familiares y deudos permanentemente presentes? Sólo en el momento de prepararlos para éste no lo estarían, pero en él quedaban en manos de los profesionales que los acondicionaban.

El cementerio… imposible. Decían que los trataban con productos que sustituían a la sangre para retrasar la descomposición durante las veinticuatro horas que duraba aquél y otros menesteres. Y además no podría llegar a ellos hasta transcurridas muchas desde el óbito, una vez finalizado el velatorio, misa, sepelio… y esperado hasta la noche siguiente para colarse en el camposanto con impunidad. El cuerpo habría comenzado ya a descomponerse, ¿no?

Se informó en Internet al respecto. ¿A qué engañarse? Iba a hacerlo. Antes o después. Lo haría. La idea permanecería en su mente hasta encontrar el momento de debilidad, que a no dudar llegaría. Era sólo cuestión de tiempo.

Fue una mañana temprano, a eso de las 10:00. Antes de ir a trabajar, cuando paraba en el bar a tomarse un café con un bollo o un Dónut. Alguna vecina del barrio se había tirado por el balcón hacía apenas un par de horas. Al parecer, se trataba de una ludópata compulsiva. Una solterona ya bien avanzada en la cuarentena, que introducía todo lo que caía en sus manos por la ranura de las monedas de las máquinas tragaperras. Totalmente arruinada y agobiada por su vicio, había decidido quitarse la vida tras varios intentos infructuosos de abandonarlo.

Era la comidilla del día. Ya hacía rato que habían levantado el cadáver. El forense confirmaría la causa de la muerte y después la enterrarían. La enterrarían… Había llegado el momento.

Ya no pudo quitarse la idea de la cabeza a lo largo el resto de la mañana y la tarde. Tampoco pudo dormir por la noche. Demasiado excitado. Sólo lo consiguió cuando ya amanecía, vencido finalmente por el cansancio. No fue a trabajar. Ya inventaría algo.

Entró al cementerio de madrugada, saltando la vaya por la parte que daba al descampado y el cauce seco del río por el cual otrora corriera el agua en abundancia, antes de que llegara la época de las presas y los pantanos. Dudó una vez más ante el nicho, apoyada la frente sobre el antebrazo, éste sobre la pared. Se había dado una vuelta por allí cuando el entierro. Sólo para asegurarse de la ubicación del cuerpo. Luego destrozó lo recién cerrado a patadas. Eran tan sólo unos pocos ladrillos tapando aquél, el cemento todavía fresco. “Afortunadamente”, le había tocado a la doña un hueco  en el primer nivel, a ras del suelo.

Más le costó sacar el ataúd. Pesaba una barbaridad. Ya contaba con ello, había adquirido el conocimiento viendo alguna vieja película de terror. Agarró de los tocones en las esquinas del cofre que le servían de apoyadero y tiró. Con fuerza, apoyando ambos pies en el muro. Una barbaridad. Hubo de emplearse a fondo, poner hasta la última gota de energía en el empeño… pero finalmente lo consiguió. Por supuesto. Aquella noche se confabulaba allí toda la negatividad del mundo. Los demonios celebraban su fiesta. Nada fallaría. Nada impediría que llevase a cabo su macabro objetivo… Su alma, ahogada en su interior, clamaba por una ayuda que, le constaba, no llegaría.

Abrió la caja. Allí estaba. Con su expresión imperturbable. La imperturbabilidad de la muerte. ¿Realmente iba a hacerlo? Temblando, al borde mismo del ataque de histeria, sacó el gran cuchillo de cocina que portaba en su cintura, asegurado contra ésta por el cinturón.

“Está bien… allá vamos.”

Tras limpiar convenientemente, no se dejó notar el sabor de los productos para la conservación tanto como había recelado. No tanto. No estaba mal. En realidad, resultaba bastante sabrosa la carne humana adecuadamente cocinada. Con salsa verde quedaba una verdadera delicia.

Pasaron los meses antes de que retornase a las andadas. Sin embargo, la cosa ya fue distinta esta vez. Para entonces ya tenía la completa certeza de que volvería al cementerio en busca de “comida”. Lloró frecuentemente, se forzó a vomitar… pero sabía que ya nunca se libraría de aquella perversión que le acosaba y poseía anulando su voluntad. Llegó a la pura desesperación, incluso al intento de suicidio en un par de ocasiones, tras la segunda y tercera experiencia. En una de ellas ingiriendo una caja de pastillas para dormir entera, en la otra con una soga fijada al techo de su vivienda. En vano. Era demasiado cobarde. Un cuarto de hora  después de haber tragado las primeras, telefoneó al 112 para informarles y pedir que enviasen una ambulancia urgente a su casa. En cuanto a la cuerda, jamás llegó a rozar siquiera su cuello.

Aprendió a tapiar los nichos. No era difícil. Tan sólo había que poner los ladrillos y fijar con cemento. Se tardaba días, incluso semanas, en tener preparada la lápida. Adecuadamente restaurada la obra de los enterradores, nadie se daba cuenta de lo ocurrido. Costaba una enormidad sacar y volver a introducir el cofre, pero consiguió manejarse más fácilmente con ayuda de una cuerda y alguna palanca. Eso sí, debía elegirlos siempre a ras del suelo, lo cual suponía un requisito añadido que hacía inviables la mayoría de cadáveres. No le resultaban accesibles los de niveles superiores. ¿Cómo los regresaría de nuevo a su lugar en el hueco? En la primera ocasión había devenido una verdadera conmoción. También en la segunda. Cuando los diarios y las televisiones informaron de que una tumba había aparecido profanada, el cuerpo que albergaba con secciones de carne amputadas, se creó un enorme revuelo. ¿Quién podría haber hecho algo así? ¿Por qué lo había hecho? ¿Para que quería aquélla? Nadie quería terminar de dar forma a la horrible intuición que se formaba en la mente.

Mucho mejor cerrarlo. El nicho. Que no se enterase nadie de lo sucedido.

Por su parte, el mismo Andrés comenzaba a rondar la propia paranoia. Un día se llevó un buen susto. Fue tras la primera ocasión, la de la doña. Ocurrió mientras andaba tomando el café y echando algunas monedas a la máquina. Nunca le habían llamado éstas la atención. Que recordase, en toda su vida hasta entonces habría gastado menos de cinco o diez euros en tal menester. Fue cosa de los remordimientos. La pobre mujer había sido una ludópata incorregible. Nunca pudo vencer su vicio, que finalmente acabó costándole la muerte. El suyo era mucho peor. Y sin embargo seguía vivo. ¿Era justo? Con toda seguridad, no. Aquello era una especie de compensación. “A mi pecado añado el tuyo. Así soy un poco más miserable todavía”.

Sí, fue un buen susto. Al momento de ir a introducir un billete para obtener cambio, apreció en el reflejo del metal, junto a los botones, la imagen de una mujer junto a su lado. Su corazón dio un vuelco. Se sintió helar en el sitio al creer reconocer en ella a su primera víctima humana. Si es que se puede calificar como tal a un cadáver, claro.

Dando un salto, se levantó de la banqueta en que se encontraba sentado para dirigirse apresuradamente al WC y encerrarse allí. Una reacción estúpida. ¿Qué estaba haciendo? Ni siquiera había visto a la fémina directamente. La mente jugaba malas pasadas, sobre todo bajo la presión del sentimiento de culpa. ¿Se estaba volviendo gilipollas?

Tranquilizándose, salió de nuevo. Ya no estaba allí. Se acercó a la barra y preguntó al camarero.

-Perdón… la mujer que estaba aquí hace un momento…

Mostró una expresión de desconocimiento el chico.

-¿Qué mujer?

-Ahí… junto a la máquina…

-Sí, había una mujer ahí –confirmó su compañero.

-¿Vive por aquí? Es decir… es sólo curiosidad. Me suena haberla visto antes, pero no recuerdo dónde.

Se encogió de hombros como respuesta.

-Ni idea. Los juzgados están cerca. Por aquí pasa mucha gente.

Claro. Cuestión aclarada. Si hubiese sido ella –o su fantasma-, la habrían reconocido. La doña había sido cliente del local. Es más, fue en éste donde él tuvo conocimiento de la noticia de su muerte.

Con el tiempo fue ahondando en su perversión. Se fue acostumbrando a la carne más… los franceses lo llaman "faissandage” (dejarla “reposar”). No siempre podía llegar a los cuerpos con la prontitud deseable. A veces debía esperar varios días, cuando las circunstancias y sus obligaciones le impedían acceder al cementerio la primera noche tras el entierro. Cuando la policía le había visto rondando por allí a horas inusuales y se había extrañado, por ejemplo. Había un vigilante. No solía salir de su caseta, pero era de imaginar que lo haría de escuchar algún ruido sospechoso o por cualquier otro motivo del estilo. Nunca asaltaba una tumba que no se encontrase a una distancia de aquélla suficiente para impedir que hasta sus oídos llegasen los sonidos de su macabra actividad. Se le ocurría que, quizá, los agentes pudieran avisarle de que habían visto a alguien extraño por allí. Mejor no arriesgar. Y dado que, además, no todas las tumbas le resultaban asequibles, cuando una lo hacía no podía dejar pasar la ocasión, con lo cual derivaba necesario esperar varios días a menudo.

La horquilla se fue haciendo más amplia. Al principio eran sólo unos pocos, tres o cuatro como mucho. Luego, poco a poco, fue añadiendo más, hasta que llegó al momento en que se vio devorando carne ya putrefacta. Cada vez en un mayor estado de descomposición. Sufrió algunas infecciones estomacales, por supuesto, que le obligaron a acudir al médico y a tratarlas con antibióticos. Algunas bastante severas. Los galenos se mostraron en alguna de ellas desconcertados. Achacaron aquello a alguna depravación sexual con toda seguridad. Coprofilia o algo por el estilo. No se lo dijeron directamente, pero sus miradas y preguntas, más o menos indirectas, hablaban por ellos.

Luego su estómago se fue haciendo a ello. Y él cogiéndole afición a la cosa. La carne podrida resultaba más sabrosa. Mucho más. Perdía por completo el sabor de los productos con que trataban los cuerpos en el tanatorio y sólo quedaba el de la propia carroña. Un sabor incomparable. Aprendió a disfrutar de él. Al principio cocinándola, después directamente cruda. Así todavía resultaba más apreciable. Una verdadera delicia para un carroñero, para un buitre humano como él.

Un buitre… de todos los animales que pudiera imaginar, aquél era con el que más se identificaba. Había pasado a resultarle próximo, a ganar completamente sus simpatías. Eso era él: un buitre. Sí… ya no había remordimientos. Habían ido desapareciendo. ¿O no? Lo cierto era que seguía viviendo en un estado de permanente excitación, rayano en la paranoia.

“¡Bah, al Diablo con todo!”

………………………………………………………………….

Se dejó escuchar de nuevo el aullido del maldito perro. Sí, fuera del cementerio. El estómago lleno. Saciado, pleno de carne humana. Carne de cadáver…

Cortó algunos filetes. También algunas secciones de glúteos y muslos. Para casa. Los envolvió en papel de aluminio. Luego echó atrás la cabeza para mirar directamente al firmamento. Miles de estrellas, millones… decían que muchas de ellas, en realidad, eran galaxias. Mudos testigos de su aberrante pecado. No había luna llena. Hoy no. Menguante. Cuando la había, se sentía todavía más bestial, más depravado. Necrófago. ¡Devorador de cadáveres!

(Continuará…)


Próximo:

Necrofilia

Cuando la pasión por la carne muerta se conjuga con el amor por un cadáver de especial belleza, las puertas del Infierno se abren para acoger en su seno al monstruo.

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