viernes, 19 de octubre de 2012

AMOR DE ULTRATUMBA. (II de III) Relato de horror.







¿Cómo puede vivirse un amo r, cuando aquél que conquista tu corazón murió setenta años antes de que nacieras? Segunda parte de la historia del romance entre la bella Olivia y su amor fantasma. Relato escrito por Ana Negra y Alma Oscura.                      
"Había alguien más allí, en el viejo y decrépito panteón. Con ella, observándola desde las sombras. Una figura encapuchada, vestida de negro. De rostro sonriente, cadavérico… La Muerte. Avanzó un paso para mejor dejarse ver, semiextendiendo su brazo para mostrar lo que portaba en su mano sin carne. Un reloj de arena. Había mucha de ésta en el bulbo superior. Demasiada. Muy poca todavía en el inferior."

"Ella era Olivia. La gótica. La rara. La loca."


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(Viene de la primera parte)

     “No era necesario, amor mío”.

-Lo era.

La voz en su cabeza sonaba clara. Ya no cabían dudas. Era él quien le hablaba. O eso o definitivamente se había vuelto loca. ¿Importaba la diferencia? Si una cosa es percibida por uno mismo como real, ¿qué relevancia guarda el que para el resto del mundo lo sea o no?

-Nadie va a profanar tu sepultura.

“Es sólo un hueco en la pared, que alberga un montón de huesos. Mi esencia ya no está ahí. Está contigo. Nada cambiará eso.”

-Lo cambiaría, mi amor. Es más que eso.

Tomó asiento sobre la piedra de la tumba central. Satán acercó cariñoso su hocico para consolarla. El aspecto impasible mostrado ante los punkys era sólo una fachada. Los animales perciben más allá de las apariencias. Intuyen los sentimientos. Como toda mujer enamorada, Olivia sufría con el pensamiento de ver alejado a su amado de ella. Acarició la gran cabeza, agradeciendo la preocupación del can con una dulce media sonrisa.

“Lo que ahí quedó de mí es sólo una carcasa.”

-¿Por qué no te encontré antes entonces? Hube de esperar para hacerlo hasta quedar casualmente ante tu tumba. ¿Por qué no viniste a buscarme antes? Tampoco tú supiste hasta ese momento de mi existencia, ¿verdad?

No recibió respuesta a esa pregunta. Minutos de silencio. Satán se echó a sus pies, apoyando la cara en ellos.

-Tu quedas ya más allá de la materia, pero yo sigo aquí, donde ésta tiene su reino. El único vínculo entre nuestros mundos, son esos restos que quedan ahí abajo, dentro del cofre en que te enterraron. El destino de los huesos de las tumbas antiguas cuando las demuelen, es el osario. Los tuyos se perderían entre una montaña formada por otros miles pertenecientes a otros difuntos. No podría identificar tu individualidad para invocarte.

Sintió un acceso que desde el estómago ascendió para agarrar y estrujar su corazón. La idea resultaba aterradora. Para ella, que jamás había conocido el miedo. Lágrimas de cristal resbalaron por sus pálidas mejillas, para desde allí caer hasta el suelo.

-No podría soportarlo. No resistiría perderte.

De alguna manera, merced a algún desconocido sentido, percibió una presencia a su lado. Estaba allí, sentado junto a ella. Casi podía sentir su brazo echado sobre sus hombros para cubrirla.

-Nadie nos separará, amor mío. Nadie.


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Los días comenzaron a transcurrir en imperceptible cadencia. Pasaba las tardes enteras allí, metida en el decrépito mausoleo. Su relación con Carlos se había ido al carajo. Ni siquiera se había molestado en anunciarle que cortaba con él. Simplemente dejó de verlo. No respondía a sus llamadas y cuando fue a buscarla a la universidad para  preguntarle, tan sólo le dijo que no le apetecía seguir. Era un auténtico idiota. Un estúpido pretencioso, machista y rayano en la misoginia. Había salido con ella sólo para  marcarse la vacilada delante de sus amigos y el resto de varones. Olivia era una muchacha muy atractiva, a la que nadie había conseguido desvirgar. Quería ser él el que lo hiciera y apuntar ese glorioso tanto en su currículum. Era lo único que le interesaba de su persona. No le molestaba demasiado todo eso a ella, pues sus intereses y preocupaciones quedaban muy alejadas de las circunstancias de la gente normal, pero le permitía no sentirse obligada a dar más explicaciones de las estrictamente necesarias.

Para Olivia la vida había entrado en una estado de lapsus, en el cual nada más allá de ella, él y su amor importaba. Todo en ella pasó a girar en torno a éste. Nació un helado día de enero. Era una pura Capricornio. Depresiva, antisocial, pesimista… La idea de perder a su amado pasó a convertirse en una verdadera obsesión. No conseguía alejarla de su cabeza.

Buscó a dos muchachos. Del grupo del Bernie y el Lápidas. Necesitaba alguien que colocase el ataúd profanado dentro del nicho de nuevo, y que cerrase éste tras ello. Si lo descubrían destapado, avisarían a Germán, el enterrador. No sabía cómo podía reaccionar éste. No quería gente rondando aquel panteón. Gregorio y ella lo necesitaban para ellos. Era su nido de amor.

Al principio los chicos se mostraron reacios. No eran de los que se habían acercado la noche del encuentro, pero estaban al tanto de éste. Desde entonces, todos los del grupo la habían mirado con resentimiento. Según su entendimiento, era ella una tía que estaba muy buena, pero rara de solemnidad. Estrafalaria donde las hubiera y muy probablemente no del todo bien de la cabeza. ¡Qué narices! ¡De ella irradiaba un aura más negativa que la del propio cementerio y las tumbas que tanto le gustaban! El tipo de chica que, por atractiva que fuera, convenía tener cuanto más lejos mejor.

La cosa cambió cuando exhibió el púrpura de su dinero. 500 euros para cada uno por una sola noche de trabajo. No estaba mal. Además de una tía maciza, era también una verdadera hija de papá. Papi tenía mucha pasta y no quería que a su princesita le faltase nada. ¡Faltaría más!

El cofre pesaba una barbaridad, más aun con los escombros dentro, pero entre los dos consiguieron manejarlo e introducirlo en el hueco. No hubieran podido meter aquéllos después, pues una vez entrado un extremo, ya no hubiese resultado posible volver a levantar la tapa más que unos pocos centímetros. El espacio quedaba demasiado ajustado. Luego tapiaron aquél. No eran ellos albañiles, pero se informaron de cómo se hacía. En una estancia contigua a la garita del sepulturero, guardaba éste los sacos de cemento, ladrillos y demás material y herramientas de su oficio. No lo hicieron demasiado mal para ser la primera vez. A lo que contaba, bastaba. Prácticamente nadie se asomaba a mirar lo que había allí adentro y el que lo hiciera, nada distinguiría. Aun en pleno día, quedaba el interior del panteón en sombras. Resultaría realmente difícil reparar en la falta de lápida en una de las tumbas y aunque alguien lo hiciera, pensaría que simplemente se había cerrado un hueco vacío o algo así. Por el estado en que siempre lo había conocido, probablemente ni siquiera Germán hubiera entrado allí nunca, ni reparado en la disposición y estado de lo que dentro se ubicaba.

Necesitaba algo más de ellos. Realmente quedaron extrañados cuando les pidió que abrieran una de las tumbas de abajo y extrajeran el féretro de su interior. ¡En verdad aquella pava era rara de narices! Les hacía devolver un ataúd a su sitio y sacar otro del suyo. ¡Qué demonios se traía entre manos! Mejor no preguntar. Su dinero era bueno y abundante. ¡Y aun les recompensó con 100 euros más para cada uno cuando hubieron terminado! Parecía haber quedado satisfecha y contenta con su labor.

-Sed buenos chicos y me acordaré de vosotros cuando necesite alguna otra cosa.

“Lo que tú digas, preciosa”, no pudieron dejar de pensar al sentir en sus manos el tacto de los billetes. “Sólo tienes que mandar”.

-No queremos que nadie se entere de esto. Si ocurriera, me enfadaría mucho y también yo podría irme de la lengua. Ya sabéis… meten a la gente en la cárcel por profanar sepulturas.

Por supuesto.

-No te preocupes, Olivia. No diremos nada. Ni siquiera al Bernie y a los demás.

-Eso está bien.

Sonrió.

-Portaos bien conmigo y yo me portaré bien con vosotros. Es posible que necesite ayuda nuevamente.

-Claro. Para lo que quieras.


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Aquello, su relación con el difunto Gregorio, llegó a convertirse en un verdadero romance. Hizo copia de su foto, llevándola permanentemente en el medallón que colgaba de su cuello, sobre su pecho. También la colocó en el portarretratos de la mesita de noche, junto a su cama, y como salvapantallas en su portátil.

Necesitaba ir más allá. Tenerlo cerca, sentir su contacto en la piel… No le costó acostumbrarse a dormir en aquel viejo ataúd, junto a él. Así lo sentía más próximo. Colocada de lado, acariciaba su calavera mirándola a los ojos, besándola. Otras personas sentían repugnancia y aprensión por lo que con los difuntos y sus cadáveres tiene que ver. No ella. Ella no. Era como el monstruo de Frankenstein. Se sentía más a gusto en compañía de los muertos que en la de los vivos.

Pasaba la lengua sobre sus dientes y lo que había sido el techo de su paladar, lamiéndolos con húmedas caricias. Fue en una de ésas, que creyó sentir cómo algo venía a encontrarse con aquélla. Los ojos cerrados, dudó en un primer momento si no se trataría de una mera impresión. Decidió dejarse llevar, no pensar en ello. Simplemente sentir.

No tenía demasiada experiencia sexual, ninguna en lo que al coito puramente se refiere, pero sí había salido con varios chicos. Los suficientes como para saber reconocer un beso sin necesidad de usar la vista para ello. Aquella cosa fue tomando consistencia en su boca. Húmeda y carnal consistencia. Lo que hasta entonces había permanecido seco, pasó a dejarse notar jugoso. Primero fue la lengua, después los labios y toda la cavidad bucal alrededor suya. Tras ello comenzó a sentir el calor de la masculina carne apretándose contra las suyas, las grandes manos apretar sus glúteos y acariciar sus pechos.

Para cuando se decidió a alzar de nuevo la ventana de sus párpados, lo que allí encontró su mirada la llenó de dicha y felicidad. Junto a ella, observándola con sus inmensos ojos verdes, aparecía él ahora en carne y hueso. Gregorio…

-Por fin puedo mirarte –apreció sonriente. También él sonreía, al tiempo que pasaba el dorso  de sus dedos por su mejilla.

-Siempre has podido. Tienes el don de poder mirar y ver más allá de las formas, directamente a la esencia de las cosas. Por eso es que pudiste ver la mía. Por eso ahora puedes verme así. Es tu poder el que me trae de regreso a este mundo esclavo de la materia.

Colocó ella uno de los suyos sobre sus labios.

-No hables. No ahora. Sólo… ámame.

Fue fantástico. Maravilloso. Sus cuerpos se acoplaban a la perfección. El tamaño de su miembro ajustado idealmente a su vagina. Aquello fue un verdadero delirio. Un instante de dolor, ¡bendito dolor!, para abrir la puerta a un universo de placer. Acoplada a su amante fantasma, cabalgó a lomos de la más desenfrenada lujuria hacia el horizonte del placer definitivo, total. Toda su vida había estado esperando ese momento. Lo que nunca antes consiguió ningún varón vivo, lo conseguía ahora uno que murió cuando todavía sus abuelos no habían nacido. Realmente aquello era una locura. ¡Una de la cual no quería sanar jamás!

Aquellas grandes y viriles manos agarraron sus pechos en el momento justo, apretándolos en el preciso momento en que su orgasmo se derramaba arrollador sobre el intruso que, pletórico, había traspasado su más íntima frontera, conquistándola por completo y para siempre. Tensó su hermoso cuerpo con un definitivo suspiro de gozo, para a continuación derrumbarse abatida sobre el torso del adorado invasor.

Quiso permanecer así por unos instantes. Los ojos cerrados, recuperando poco a poco la normalidad en el ritmo de su pulso y su  respiración. Realmente se encontraba en el Paraíso. Hubiese deseado seguir así para siempre. Era tal la sensación de dicha y plenitud… Una dulce modorra vino a embargarla sin apenas darse cuenta, quedando dormida, la cara apoyada en el pecho de su amor.

Para cuando despertó poco después, ya él no estaba allí. Volvía a ser tan sólo un montón de huesos amarillentos dentro de un cofre de madera podrida. No debían haber pasado siquiera treinta minutos desde que lo tuvo dentro de su cuerpo. Una inmensa tristeza vino a adueñarse de su alma.

-Gregorio… por favor… ¡háblame!

Las lágrimas corrían libres y abundantes sobre las juveniles mejillas. No había respuesta. Se había ido. ¿Volvería a sentirlo, a tenerlo como esa noche? Probablemente sí. Quizá no. No podía soportarlo. Necesitaba estar con él. Tenerlo permanentemente junto a ella.

Secándose el llanto con la tela de su vestido, depositado con cuidado junto al ataúd, salió de éste para ponerse en pie a su lado. Echó una mirada a la calavera que seguía allá abajo, encarándola y dirigiendo hacia ella la de sus cuencas vacías y negras.

-Ya voy, amor mío.

Se volvió a continuación resuelta para acercarse a uno de los nichos. Sin más, golpeó con el puño el cristal que cubría la lápida, haciéndolo añicos. Hirió éste su mano, rasgando la delicada piel. No le importó. El dolor, como el resto de las humanas sensaciones, quedaban en ese momento tan lejos de ella quedarían de la más fría estatua.

Tomando en aquélla uno de los trozos de vidrio resultante, apoyó a continuación su aguda punta contra la muñeca de su brazo izquierdo y presionó, perforando la carne y haciendo manar de ella la sangre. Ya tenía experiencia en el asunto. No era la primera vez que lo hacía. Luego tiró hacia un lado para cortar y abrir sus venas, repitiendo tras ello la operación con la del derecho.

Esperó. Era sólo cuestión de tiempo. Buscó asiento en el borde del cofre. Pasaba aquél lentamente. ¿Cuánto tardaría?

Había alguien más allí, en el viejo y decrépito panteón. Con ella, observándola desde las sombras. Una figura encapuchada, vestida de negro. De rostro sonriente, cadavérico… La Muerte. Avanzó un paso para mejor dejarse ver, semiextendiendo su brazo para mostrar lo que portaba en su mano sin carne. Un reloj de arena. Había mucha de ésta en el bulbo superior. Demasiada. Muy poca todavía en el inferior.

Lloró Olivia de nuevo.

-No puedes hacerme esto…

El mensaje estaba claro. Todavía no había llegado su hora. La Muerte la amaba. La consideraba una de sus hijas predilectas. No quería llevársela aún. Aún no. Había venido para hacérselo saber.

Se sintió desesperar. Por eso tampoco lo consiguió en las otras ocasiones.

-Déjame ir, por favor…

Sin respuesta.

-Si me amas, déjame ir.

Realmente resultaba patética. Una muñeca rota a los pies del Destino. Puesta en pie de nuevo, implorante. La sangre cayendo abundante de su muñeca, deslizando por el muslo desnudo para formar un charco en el suelo a sus pies.

“No puede ser, amor mío” –escuchó la voz de él en su cabeza-. “Todavía no.”

-Quiero ir contigo -suplicó llorando como una niña desconsolada-… Seguir separados es algo que no puedo resistir.

“La muerte no es una opción. Sólo quien fallece en su momento y en paz consigo mismo y con su karma, llega con normalidad al mundo más allá de la tumba. Quien lo hace de forma violenta en cambio, está destinado a vagar como alma en pena en busca de su signo. Serías un ánima extraviada en el Mas Allá. Deambularías atrapada entre dos mundos hasta reencontrar el equilibrio perdido y yo no podría llegar hasta ti. Años, decenas… hasta puede que cientos de ellos…”

Buscó apoyo a su espalda en la pared, para a continuación dejarla resbalar por ella hasta quedar sentada en el suelo. Sollozando. En silencio.

“No puedes hacerlo, mi amor. Debes vivir.”

-No quiero hacerlo, Gregorio. No me siento con fuerzas.

“Tu muerte nos separaría.”

Sintió una punzada en el corazón. Como si se lo hubiesen atravesado con un frío estilete.

“Vamos. Debes vivir. Por nosotros. Por nuestro amor.”

Haciendo acopio de toda la fuerza moral que le restaba, luchó por ponerse en pie. Tampoco quedaba mucho de la física. Había sangrado mucho. Lo primero fue practicarse un torniquete utilizando para ello una de sus medias. Luego quiso vestirse, pero se sintió marear.

“Demasiado débil”, pensó. Consideró sus posibilidades. ¿Podría llegar hasta la verja? Su conciencia parecía alejarse y volver a acercarse de nuevo. Realmente había perdido mucha sangre. No le quedaba demasiado tiempo. Si se detenía a ponerse el vestido, no lo conseguiría.

Salió entonces del panteón. Buscando apoyo en las paredes, avanzó penosamente. Debía llegar. Salir del cementerio y acercarse hasta la carretera para buscar la ayuda del conductor de alguno de los coches que por allí pasaran. Una nube de inconsciencia comenzaba a tomar cuerpo ante sus ojos. Esforzarse. Llegar hasta la carretera. Demasiado débil…

Con sus últimas fuerzas, buscó asirse al saliente de un nicho de la pared en un desesperado intento por permanecer en pie. Vano intento. Sin poder hacer más, sintió cómo aquéllas fallaban por fin, viniéndose abajo definitivamente para quedar tendida en el suelo.

-Lo siento, mi amor. Lo intenté…

Aquellas palabras se llevaron sus últimas energías. Después, la oscuridad.

(Continuará…)

3 comentarios:

  1. megusta tu pagina esta muy buena

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  2. Gracias, José. Nos alegra que encuentres interesante nuestro blog. :-)

    Comentario de Alma Negra (hermano de Ana Negra).

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