¿Cómo puede vivirse un amor, cuando aquel que conquista nuestro corazón
murió setenta años antes de que naciéramos? Relato escrito por Ana Negra y Alma Oscura.
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Enfiló la recta que, flanqueada por los viejos nichos de muro, llevaban
hasta la sepultura de Tomás Valero. La de la cruz, que, majestuosa, se alzaba
hasta más de cinco metros de altura. Encogía el alma su contemplación a
contraluz, recortándose contra el sol poniente, que teñía de fugo el cielo y de
cobre las paredes que perfilaban el estrecho pasillo al reflejarse sus últimos
rayos en las cristaleras que protegían las lápidas del polvo y la intemperie.
Tomas Valero… Debió ser alguien ilustre en la localidad. Una de sus
calles llevaba su nombre. Cuando vio por primera vez su tumba y leyó el nombre
en ella, no le cupo la menor duda. No indagó más sobre el asunto. Había sentido
interés por hacerlo, pero finalmente no había llegado a ello.
Conocía bien el plano y la disposición del camposanto, sobre todo en su
parte más antigua. No le gustaba demasiado la nueva, con sus losas de brillante
mármol, perfectamente pulido y marcado con letras doradas. Ella prefería
aquélla otra, con sus sepulcros deteriorados y olvidados. Le fascinaba la
imagen que ofrecía, decrépita y quejumbrosa. Las viejas fotografías,
amarillentas por el tiempo, que miraban desde otros tiempos sin entender las
cosas de los nuevos, acompañadas por deterioradas imágenes y jarrones
portadores de flores marchitas largo tiempo ha o de plástico.
Solía acudir allí a menudo. A meditar, a dejarse llevar por profundas
reflexiones acerca de la vida y la muerte… Era Olivia, la gótica. La rara. La loca. Durante los tiempos del instituto, a
menudo se fugó las clases para
hacerlo. Allí, sentada sobre alguna de aquellas vetustas piedras, dentro de
algún mausoleo cuando llovía o el sol caía a plomo, dejaba volar su mente hacia
mundos extraños. Desconocidos, siquiera intuidos por sus compañeros. Ella era
Olivia. La gótica.
Los muertos le hablaban. Desde aquellos retratos, dejaban intuir su
esencia a través de sus miradas. Era como si en el momento en que posaron para
ellos, hubieran sabido de alguna manera del trágico fin que les esperaba y
hubiesen decidido plasmar su angustia existencial. Desde aquellas fotos, ahora
grabadas en placas y portarretratos, miraban hacia el futuro en espera del día
en que alguien, con sensibilidad suficiente como para leer su expresión, pasara
ante su sepulcro.
“Andrés González Bautista.
Fallecido a la tierna edad de 6 años. Tus padres, abuelos y hermanos no te
olvidan”. Cuánta tristeza. El niño la observaba con sus grandes ojos
oscuros. Atenta, muy atentamente. La observaba a ella. La veía. La sentía.
“Cuéntame niño. Cuéntame acerca
de tu historia. Perdiste la vida en el 47. Ya no eran los tiempos de la
tuberculosis. No de aquellos en que esa enfermedad suponía una sentencia de
muerte. ¿Qué fue? ¿Quizá la carencia derivada de la posguerra? ¿Alguna pulmonía
mal curada? Tus padres, seguramente, hará ya mucho que marcharon a reunirse
contigo en el otro mundo. Tus hermanos estarán a punto de hacerlo, si no lo
hicieron ya. Ya nadie en éste te recuerda. Nadie salvo yo. Olivia, la rara.”
Sí, la rara. Quizá no anduvieran equivocados quienes afirmaban que no
andaba bien de la cabeza. La locura no es más que un oscuro pasillo que, a
través de su siniestro trazado, nos lleva desde un punto de la realidad a otro.
“La realidad”. ¿Quién podía afirmar
qué era eso? ¿Era lo que quedaba antes de adentrarse en aquél, o más bien lo
que se encontraba a su salida en el otro extremo?
Su afición por el eterno lugar de descanso fue en aumento desde su
preadolescencia. Al principio se acercaba sólo en las horas de clase, si acaso
alguna vez tras ella. Le gustaba asistir a los entierros. Al igual que otros se
divertían en las bodas o los bautizos, ella se hallaba a sí misma en éstos. En
medio del dolor de familiares y deudos que ofrecían el último adiós a un ser
querido, Olivia encontraba su propia esencia, afín al dolor y el sufrimiento.
Patética esencia. Negra, fúnebre… Ella era Olivia. La loca.
Cada vez se encontraba más a gusto allí, alargando su tiempo de
permanencia. Aprendió a permanecer en silencio cobijada en algún panteón,
cuando llegaba la hora del cierre. En otras ocasiones llegaba tras éste y
saltaba la valla. Las había en que pasaba las noches enteras allí, durmiendo en
compañía tan sólo del último silencio de los que fueron y ya no son. Era
tranquilo. Relajante. Le gustaba. Tanto, que a menudo hubiese deseado no
despertar, uniéndose a ellos en el mundo tras la tumba. La muerte era bella. Tan
bella que ya en dos ocasiones había intentado ir a su encuentro. Las cicatrices
en sus muñecas daban fe de ello. Ella era Olivia. La gótica. La rara. La loca.
Conocía bien todo aquello. Un día, mientras el enterrador, junto a sus
ayudantes, daba sepultura a un nuevo inquilino, ella aprovechó y entró en su
caseta para hacerse con la llave de la misma. Luego se acercó a la población
para procurarse una copia y, tras ello, regresó para dejarla en tierra junto a
uno de los grandes pinos que flanqueaban el camino asfaltado que hasta el
cementerio llevaba. El hombre debió extrañarse mucho al encontrarla allí pero,
en cualquier caso, no hubiera podido acertar a intuir lo realmente ocurrido.
Con ella obtuvo acceso a la base del sepulturero y así a todos los
mausoleos, panteones y estancias del camposanto. Todas las conoció bien,
pernoctando y divagando en cada una de ellas. Llegó a hacer del lugar su
segundo hogar. Probablemente el primero en realidad. En naturaleza era más afín
al mundo de los muertos que al de los vivos. Se encontraba más a gusto entre ellos
que entre quienes seguían respirando.
Se sentó sobre el segundo de los tres escalones que, rodeándola y desde
los cuatro costados, subían hasta en pilar sobre el que se anclaba la gran
cruz. Pasó los dedos suavemente por la esquela.
“Tomás Valero. ¿Quién fuiste
realmente, Tomás? Falleciste el 1893. ¿Un viejo alcalde? ¿Un hijo pródigo de la
localidad?”.
Se escuchó el sonido de algún ciclomotor acercándose hasta la verja metálica
de la puerta principal, siendo recibido por algunas voces excesivamente alegres
para lo que cupiera esperar en un emplazamiento como aquél. Bernardo y su
banda. El hijo del cristalero. El Bernie,
el Lápidas, Pablo, el Negro…
Ellos también se sentían atraídos por el lugar, pero era algo diferente a lo
suyo. Eran punkys siniestros. Para ellos aquello era una fiesta. Para ella un
sentimiento. A ellos les divertía lo lúgubre. Ella vivía sumida en una perpetua
melancolía, de la que ni deseaba ni hubiera podido salir. No era lo mismo. En
absoluto.
No le gustaba demasiado lo que hacían. Correteaban por allí gastándose
bromas y tomándoselo todo a guasa. La muerte no era cosa de guasa. Era hermosa.
El broche de oro a la vida. Hacía algunas semanas, habían destrozado la lápida
de unos de los nichos de muro de la parte antigua, para sacar el ataúd que
contenía y tomar la calavera de su inquilino. Decían que se la habían llevado
de fiesta y acabó colgada en un pub punk
de una localidad a unos 50 Km
de allí. No le gustaba. Se defendían alegando que se trataba de una de las
tumbas de la parte antigua. Según su lógica, eran muy antiguas y quienes en
ellas descansaban no contaban ya con familiares que los recordasen, con lo cual
a nadie dañaban. No le servía la excusa. Era una falta de respeto al propio
lugar. El cementerio era un sitio de tranquilidad y reflexión. No le agradaban
las burlas a la muerte.
Hoy andaban por allí de nuevo. Solían acercarse de vez en cuando. Más a
menudo de lo que ella hubiese deseado. Se levantó para volverse. Hoy no se
sentía con ánimo para soportar su ruidosa compañía. Sopesó la posibilidad de
dirigirse a la puerta para llamarles la atención. “Bah, para qué…”. Sin más, se
giró para dirigirse a la pequeña entrada
trasera. Por allí podría salir sin que siquiera notasen su presencia.
Esta vez optó por el pasillo que hasta ella llevaba directamente, el
último del camposanto, al otro lado ya la ladera del calvario que a la vieja ermita
en su cima ascendía. Antes había venido por el paralelo, inmediatamente
anterior. Le sorprendió encontrar abierta la vieja puerta de uno de los
panteones, la cadena que la cerraba, tan oxidada y ruinosa como sus barrotes,
tirada en el suelo.
Curiosa, la empujó hacia adentro para asomarse. Nunca antes la había
hallado así. Tampoco había tenido ocasión de visitar su interior. La que abría
el candado que la guardaba y ahora yacía partido junto a aquélla, suponía una
de las pocas llaves que no se podían encontrar en la caseta del enterrador.
Seguramente hacía mucho ya que no existía ninguna copia. Era como decían el Bernie y los suyos. Se trataba de tumbas
y panteones demasiado antiguos. Ya nadie se acercaba allí a llevar flores.
Nadie recordaba a sus inquilinos ni se preocupaba por ellos. Probablemente
dejaron de visitarlos hacía ya muchos años. Nadie debía haber entrado allí
desde entonces. ¿A quién pues podría interesar hacerlo? Debió perderse por puro
desuso, en alguna de las reformas o en cualquier otra circunstancia, y después
ya nadie la había echado en falta. El día que hubieran de derribar aquello o
acceder al interior por cualquier motivo, forzarían o cortarían el candado o la
cadena y en paz. Quizá ese día ya había llegado.
Algo vino a chocar con la parte baja de la puerta, obturándola. El sol
ya casi se había ocultado en el horizonte, la oscuridad era ya casi total. Pasó
con cierta dificultad por el hueco que había quedado entre aquélla y el marco,
aguardando una vez dentro algunos momentos para adaptar la vista a la nueva
situación de penumbra. Una vez lo hubo conseguido, se apercibió de la presencia
de un cofre abierto en el suelo.
“Otra vez lo habéis hecho, ¿eh?”.
El Bernie y los suyos. ¿Cómo
no? Por el suelo permanecían desparramados los escombros resultantes de su
siniestra actividad. Dentro de la caja, un esqueleto amortajado sin cabeza. Lo
contempló ensimismada. El sudario era blanco, quizá amarillento. En aquellas
condiciones de luminosidad no podía apreciarse bien. Decidió salir en busca de
algún cirio encendido. Recordaba haber visto alguno en la parte de más abajo,
ya en la zona nueva. Debía hacerse con algún mechero o similar, pensó.
Resultaba útil en ocasiones.
Regresó al cabo de unos minutos ya con él. Efectivamente, presentaba
una apariencia y textura a la vista cerosa, pajiza. Probablemente fue níveo en
otro tiempo. Aquel color parecía resultado de la impregnación por los fluidos
procedentes de la descomposición del cadáver.
Había otra tumba en el suelo. Debía pertenecer al familiar más insigne,
distinguido o apreciado. Quizá tan sólo al primero que allí fue enterrado.
Mientras la suya se ubicaba en el suelo y el centro de la estancia, las otras
cuatro lo hacían en las paredes a su alrededor. Se inclinó para echar un
vistazo al nombre en la lápida. Nuevamente, se vio sorprendida al descubrir un
hueco al otro lado, que daba acceso a una breve escalera de piedra.
Decidió inspeccionar aquello, claro. Aquella era su casa. El
cementerio. ¿Cómo puede quedar un solo lugar en la propia morada que no se
conozca?
Lo de abajo venía a ser una réplica de lo de arriba. De nuevo una
sepultura central y cuatro en los muros. Se acercó hasta la que le quedaba
enfrente, acercando el cirio para echar un vistazo a la esquela.
Y entonces supo lo que era el amor a primera vista. Hasta entonces y
pese a su naturaleza esencialmente romántica, había dudado de su real
existencia. Ahora en cambio, sintió cómo el corazón le daba un vuelvo al
contemplar aquella vieja imagen amarillenta. Era un rostro divino el que en
ella aparecía. Un verdadero ángel. El ángel que siempre había esperado y no se
atrevió a considerar que realmente existiera.
Casi no se atrevió a respirar siquiera. Con un dedo, acarició el sucio
cristal que cubría la lápida para limpiar el polvo sobre él y así poder ver
mejor en su interior. Con la propia tela de su vestido negro, terminó de
quitarlo. Ella, tan señorita e impoluta siempre. Alguien le había dicho que los
góticos venían a ser una especie de pijos
siniestros. Tenía sentido. Gastaban en ropa mucho más que sus hermanos
metálicos y su interés y cuidado por el aspecto resultaba muy superior. Si las
góticas eran pijas oscuras, ella
resultaba una aristócrata dentro de ellas. Sangre azul, que no plebeya, pija entre las pijas. El dinero de su padre, reputado y afamado cirujano, lo
permitía, y su sensibilidad e innata elegancia y distinción lo imponían. Con
todo, no dudó a la hora de ensuciar su carísimo modelo de Hirooka Naoto. Ella, claro. ¿No era acaso la loca?
Realmente sintió sus piernas temblar al mirar de cerca de los ojos a
aquél ser de belleza indescriptible. ¡Era guapísimo! Sus cabellos rubios como
la cerveza, sus ojos verdes como la hiedra en invierno. Se trataba de una fotografía
en blanco y negro que, por tanto, no
permitía apreciar aquel detalle. Pero eran verdes. Lo sabía. Amaba los
ojos verdes. Tenían que ser verdes. Muchas cosas fueron comprendidas en un
momento. No tenían que serlo porque los amaba. ¡Amaba los ojos verdes porque
los de él eran de ese color! Había nacido para amarlo. A él. A todo lo que él
era y representaba. Sus predilecciones en materia de chicos, siempre se habían
orientado a lo que ahora exactamente estaba contemplando. Era su compañero
ideal. Había venido al mundo para encontrarse con el y un desconocido sentido
había marcado y definido su atracción por la conjunción de características que
sólo en él encontraría.
Tomo asiento sobre la lápida de la tumba del suelo, elevada unos 40 cm por encima del nivel de
éste, dejando depositando el cirio a su lado sobre ella. Realmente necesitaba
hacerlo. Había estado a punto de desmayarse a causa de la emoción y el
profundísimo sentimiento vivido.
Tomó aire para serenarse un poco. Aquello había sido como un
potentísimo golpe en el estómago que deja sin aliento. Un golpe que produce
placer y no dolor, pero que aturde y hace perder el sentido igualmente. Ahora
todo pasaba a tener otro sentido en su vida. Incluso sus relaciones con el sexo
opuesto. A sus diecinueve años, hecho totalmente inaudito en las jóvenes de su
edad, continuaba siendo virgen. Había tenido varias parejas, cómo no, pero
ninguna consiguió llevarse el gato al agua. No era que se hubiese esforzado por
permanecer así a la espera de su príncipe azul ni ninguna otra chorrada del
estilo. Simplemente no se había sentido con deseos de acabar con esa situación.
Ningún varón le había despertado interés suficiente para ello. En realidad,
ninguno le había despertado interés en absoluto. Las veces que salió con
diferentes de ellos, fue más por confusión adolescente, experimentando para
conocerse a sí misma.
Ni siquiera Carlos, su actual pareja, había conseguido cambiar eso. El
tío era un verdadero idiota. Guapo, muy guapo, ciertamente. Un morenazo por el
que suspiraban muchísimas otras muchachas, pero que a ella no le despertaba ni
frío ni calor. Había apostado con sus amigos a que conseguiría desvirgarla. El
muy fanfarrón no era nada discreto, ni tampoco aquéllos. El rumor se había
corrido y no tardó en llegarle. No le molestaba. La cuestión era que todas esas
cosas la dejaban totalmente apática. Probablemente accediera. Conservar la
virginidad no revestía para ella ningún interés, ni ésta constituía ningún
valor. Quizá decidiera probar: Mera curiosidad por saber cómo era aquello que
tanto parecía gustar a las otras chicas. Nada más. No le interesaba la mera
sexualidad. Para ella, ésta rebasaba la frontera de lo puramente físico para
ubicarse el la dimensión del erotismo mental. Lo que excitaba era lo que surgía
en la mente, no lo que experimentaba el cuerpo a través de sus sentidos. Éstos
tan sólo eran mensajeros, instrumentos de aquélla.
Ahora todo cobraba sentido. Para cualquier otra persona sería justo lo
contrario, pero no para ella. Cualquiera hubiera desesperado al hallar que el
amor de su vida, había muerto mucho antes de nacer uno mismo. “Gregorio Sabater Navarro. Fallecido en 1927
con veinticinco años.” Dejó el mundo casi setenta antes de que ella llegase
a él. No suponía ningún obstáculo. No para ella. No para la amante de la
muerte. Ni ésta ni el vacío del tiempo pretérito bastarían para separarla de su
amado.
A partir de ese día, comenzó a visitar aun más asiduamente el
camposanto. Cada tarde. Con ayuda de palancas se las ingenió para arrinconar el
cofre profanado por los punkys,
recogiendo todos los escombros para meterlos en él y cerrarlo de nuevo. Poca
gente pasaba por allí y menos todavía resultaban aquéllos a los que se les
ocurría echar una mirada al interior de esos viejos panteones. Aun así se
trataba de una solución pasajera. Debía encontrar la forma de devolver la caja
al interior del nicho y cerrar éste. Resultaba ésta demasiado pesada para
hacerlo ella misma por sí sola. Ya pensaría algo. Por ahora estaba bien.
Pasó a cuidar del mausoleo con el mismo mimo y cariño con que una madre
cuida de la cuna de su bebé. Buscó un nuevo candado para cerrar la puerta. Uno
del que sólo ella dispusiera de llave. Hubo de dotarlo de una apariencia
oxidada, para así permitir que pasara desapercibido y confundido con su
predecesor. Fácil. Era una chica inteligente. Muy inteligente. De niña fue muy
aficionada a los juegos de química y ya de mayor seguía dándosele bien ésta en
los estudios. Fue tan sólo cosa de sumergirlo algunos minutos en una solución
de sulfato de cobre.
Quedaba allí por horas, incluso a dormir muchas noches. En casa hacía
ya que no se extrañaban cuando no lo hacía allí. Bastaba con que avisara para
que no se preocuparan. Después de sus dos intentos de suicidio, sus padres,
aconsejados por el psicólogo, habían llegado a la conclusión de que era mejor
no hacerla sentir arrinconada y presionada. Cariño, mucho cariño. Éste lo había
recomendado y ellos seguían la instrucción a pies juntillas. ¡Sic! Estudiar una
carrera para eso. No era la falta de cariño, que de eso había andado sobrada
con sus progenitores, lo que a ella le había llevado al borde de la muerte,
sino la pura y poderosa atracción por ésta. En sus momentos de más profunda
reflexión, la realidad vital llegaba a difuminarse y sentía que volaba libre
hacia la oscura dimensión. La vida y sus circunstancias quedaban entonces sin
significado y aquélla aparecía como una madre que, acogedora, extiende sus
brazos para acogernos en su dulce regazo.
Hablaba con él. Pasaba horas haciéndolo. Hablaba de amor, de su día a
día y sus experiencias a este lado de la realidad. Y él le contestaba. En sus
deambulares por el cementerio, había aprendido a dialogar con los muertos. Les
comentaba y hacía preguntas, e imaginaba cómo ellos le respondían. Estaba bien.
Le servía. ¿Quién podría asegurar que sus propios pensamientos entonces, no
estaban inspirados por ellos, que así le contestaban realmente? Tampoco
necesitaba llegar a tanto. Simplemente le servía. Había un mundo en su mente.
Con eso le bastaba.
A partir de algún indefinido momento, comenzó a difuminarse la
conciencia de estar respondiéndose a sí misma al hablar con él. Algunas ideas y
palabras llegaban a su cabeza como por propia iniciativa, como procedentes de
una inteligencia ajena. En alguna revista, hace tiempo, leyó que los antiguos
no tuvieron perfectamente delimitada su identidad diferencial en su cerebro, y
como consecuencia de ello confundieron a menudo sus pensamientos con palabras
de los dioses que les hablaban. Así Ulises o Heracles recibieron los “mensajes”
de Atenea, o Eneas y Héctor los de Afrodita. ¿Era aquello lo que le estaba ocurriendo?
¿Estaba retrocediendo en la evolución de la conciencia? ¿Quizá más bien se
adentraba en los negros pasadizos de la locura? ¿O quizá era realmente su amado
el que con ella se comunicaba? Tampoco importaba. Era el mundo de su mente, su
mundo, y en él ella decidía lo que valía y lo que no.
Fue en una de esas noches cuando los escuchó aproximarse. Era cuestión
de tiempo. Tomando el afilado y agudo estilete de doble filo en su mano, subió
las escaleras y se apostó a un lado de la puerta, el contrario de aquél hacia
el cual había de abrirse. Oculta entre las sombras, acechante.
No tardaron en llegar. Al más puro estilo chorizo de barrio y entre risas, partieron el candado haciendo
mutua palanca entre ellas con dos llaves fijas.
No habían vuelto a meterse con las tumbas. No sabía qué venían a buscar
allí ahora. Quizá tan sólo hacerse alguna foto junto al muerto que habían
descabezado. No le importaba.
En el momento en que, tras abrirse chirriante la verja, se adentró el
primero de los punkys, pinchó rápida
como una cobra y con decisión su cuello en el lateral.
-¡¡Ah!! –gritó el chico sorprendido, al tiempo que daba un salto hacia
atrás.
Salió ella de la penumbra
entonces para encararles, siempre dentro del mausoleo. La contemplaron
sorprendidos.
-¡Mala puta…! –escupió mirándola con odio el herido, la mano llevada a
su cuello para presionar la herida.
Ella simplemente continuaba observándoles
impasible. El pulgar de la misma mano armada colocado sobre la hoja, había
impedido que ésta profundizara más allá de lo deseado. Tan sólo había sido un
pinchado de aviso, no un apuñalada mortal. Aprendió el truco de una amiga
gitana, que le comentó cómo sus primos
hacían uso de él en algunas de sus reyertas.
-¡Te voy a reventar, guarra! –amenazó aquél al tiempo que hacía amago
de avanzar, secundado por sus compañeros.
Un gruñido se escuchó entonces procedente de las tinieblas, surgiendo a
continuación de entre éstas una enorme figura canina para colocarse a su lado.
El morro arrugado para mostrar amenazadora los colmillos, su aspecto terrible.
Realmente evocador del Can Cerbero, el mítico guardián infernal.
-Satán… -lo saludó ella
acariciando su cabeza, siempre sin perder su mirada segura y suficiente.
Quedaron congelados en el sitio los punkys,
abortada al punto su tentativa de avance. La observaron dubitativos. Todos
habían escuchado acerca de los cuatro rottweilers
que guardaban su chalet. Aseguraban que se trataba de bestias sanguinarias.
Auténticos diablos. Su padre los había hecho adiestrar para cuidar de su
“princesita”. Princesa oscura. Aquélla no era una mujer normal. Su semblante y
mirada, más evocaban los de algún terrible diablo del Averno que los de una
hembra mortal. Viéndola ahora, dentro de un panteón y en aquellas
circunstancias, casi se tenía la seguridad de que así era realmente.
-Déjalo, Lápidas… -le
disuadió el Bernie colocándose a su
lado, tras él, con una mano sobre su hombro-. Está loca.
Pareció tambalearse.
-Me siento… extraño… mareado.
Buscó con sus ojos los de ella. Ojos oscuros, como los pozos de la
muerte, enmarcados por una lacia y larga melena negra. Piel blanca, como la
muerte… Sí, un diablo. Bella diablesa. Tan bella como terrible.
-Esta vez sólo fue una droga narcótica. La próxima la hoja estará
impregnada con un veneno mortal.
Claro. La profesión de su padre le permitía el acceso a esas cosas. Se
decía que era aficionada al tema y lo conocía bien.
Sintió que le fallaban las piernas, flaqueaba el valor. ¡Realmente
estaba loca!
-Haced lo que queráis. El cementerio es grande, hay muchas otras tumbas
y panteones. Éste queda fuera de vuestro ámbito. Si alguna vez volvéis a
acercaros a él…
No acabó la frase. Su mirada
resultaba suficiente.
-Vámonos chicos. No está bien de la cabeza.
(Continuará...)
(Continuará...)
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