viernes, 5 de julio de 2013

VISITAS EN LA NOCHE (secuencia de la novela "Malos recuerdos", de JFAR)



 

Alguna cripta olvidada. Paredes de piedra antaño lustrosa, hoy lóbrega y siniestra en las entrañas de la tierra. Telarañas que cubren la oscuridad, cirios nunca encendidos que no iluminan la tiniebla. Cinco sepulturas, cinco pesadas losas de mármol. Un esqueleto, sus huesos desperdigados por el suelo. La calavera sonríe eternamente, mirando sin ver, mudo testigo del horror, la decrepitud y la muerte. Un escarabajo corretea sobre lo que en otro tiempo fue un rostro, quién sabe si hermoso. Una araña espera paciente en algún rincón, atenta a su tela por siempre jamás.

Algo que debería estar muerto no lo está. Tampoco está vivo. 

Algún ruido donde únicamente debiera existir silencio. Algo araña bajo una de las lápidas. La pesada piedra comienza a moverse con tétrico sonido. Una pálida mano asoma de su interior.

El sueño acabó.

Hace mucho que nadie entra aquí y nadie volverá a hacerlo. Nadie recuerda ya los restos que en este lugar descansan, ni sabe quién son sus descendientes. Lo que una vez fueron flores, ahora son metáforas de la muerte, marchitas mucho más tiempo del que fueron lozanas.

Nadie piensa ya en este cementerio. Pocos son los que hoy acuden a él para encontrar su último lugar de reposo, y pronto nadie lo hará. Los cementerios también mueren, pero algunos no descansan en paz. 

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César duerme, pero su sueño no es tranquilo. En él busca a su difunta amada, que aquí sigue viva. La persigue a través de los bosques que rodean las montañas del pueblo de los padres de ella, bajo la luz de la luna que, plena y serena, todo lo preside y cubre de plata.

Más que una mujer, pareciera que lo que persigue es una ilusión. Siempre distante, fuera del alcance de su campo visual. De tanto en tanto, cree entreverla en la zona periférica de su visión, casi reducida a una fugaz mancha blanca en movimiento en la noche, pero un momento después desaparece de nuevo. Corre entonces en esa dirección, pero nunca consigue alcanzarla, como en la leyenda de Bécquer. ¿Acaso estará él también persiguiendo una ilusión?

A Sofía le apasionaba el poeta sevillano. Podía recitar de memoria buena parte de sus rimas y conocía todas sus leyendas. Fue precisamente por influencia d ella que él también acabó leyéndolas varias veces. A Sergio también le gustaba mucho.

¿Lobos? Hace mucho que dejaron de correr por aquellas montañas, pero aseguran que ahora han vuelto. La especie se está recuperando. Quizá perros salvajes. Para el caso es lo mismo. Afirman que son todavía más feroces y sanguinarios.

Girándose, descubre la figura del supremo cazador en lo alto de una colina, recortada contra el disco lunar en forma de negra silueta. Soberbio, orgulloso, el cuello estirado y la cabeza alzada para mirar directamente al firmamento, llorando a la noche y a la oscuridad.

Llama  sus compañeros con su lamento largo y fúnebre. Deben andar éstos por las laderas. Todavía no puede verlos, ni siquiera escucharlos, pero sabe que la persecución ha comenzado.

Presa del terror ancestral, herencia de su especie de los tiempos en que también ésta contaba entre las víctimas de los depredadores, comienza a correr montaña abajo en desesperada carrera por la supervivencia. Mientras lo hace sigue pensando. El terreno es irregular. Antes o después pisará algún canto o rama y acabará rodando por tierra con el tobillo lastimado.

Le darán alcance. Ya casi puede escuchar tras él sus pisadas sobre la seca alfombra de agujas de pino, la respiración agitada a través de sus fauces abiertas…

De repente cae en la cuenta. Ellos son más veloces y más resistentes… pero no saben trepar.  Tan sólo tiene que encaramarse a las ramas de algún árbol y quedará fuera de su alcance.

El líder aúlla de nuevo. ¿Un aullido? Quizá otro sonido. ¿Cuál? Le resulta familiar. En unos segundos lo habrá reconocido.

César despierta incorporándose en el lecho. No agitado y sudoroso, como ocurre al salir de una pesadilla saliera. Había encontrado la forma de evadir a los lobos o perros salvajes. Está tranquilo, no obstante inquieto. Había algo perturbador en su sueño… en la noche…

Escucha de nuevo aquel sonido. Largo, agudo… ahora lo reconoce perfectamente. Volviéndose a un lado para sacar las piernas de la cama, echa sábanas y mantas a un lado para buscar con los pies y a tientas las zapatillas de andar por casa.

Acercándose a la ventana, echa una mirada a la calle. Allá, una planta más abajo y varios metros a la derecha, una figura femenina de espaldas que, portando algo en brazos, se aleja por la callejuela de otro tiempo, flaqueada por viviendas de varios pisos tan vetustas y antiguas como aquélla en que él se encuentra.
Es una hembra soberbia. De muy largos y ondulados cabellos dorados y formas de verdadero delirio y locura. La amarillenta luz de tungsteno de los viejos faroles de hierro forjado, cae derramada para acariciar los vaporosos relieves de su liviano vestido blanco.

Aparentemente consciente de su presencia y ser observada, ella se vuelve para mirarle a su vez. Tiene los ojos verdes. Incluso desde allí puede apreciarlo. Y es bella. Bella como sólo lo maldito y lo que lleva a la condena puede serlo. Sus labios son rojos como la sangre…

Un bebé llora largamente en sus brazos. Ella lo apoya contra su vientre y sus pechos, ya de por sí voluminosos y desafiantes, resultan aun más realzados para encararle y apuntarle descarada y provocativamente con sus oscuros pezones, perfectamente marcados y visibles a través del fino y ligero tejido.

La visión es de un erotismo embriagador y César siente su virilidad pugnar contra la tela del pantalón de su pijama.

Tan sólo permanece así por un momento. Suficiente para transmitirle toda la lascivia y lujuria que anida en su perversa alma. Después se gira sin más, alejándose por la callejuela.

César abandona su habitación y corre escaleras abajo como un loco. Abandonada toda precaución, ni siquiera considerado el riesgo de tropezar y acabar con sus huesos rotos contra los duros escalones.

Con la misma ropa de dormir, perdidas las zapatillas y por tanto descalzo, sale a la calle y se lanza en la dirección por la cual ella desapareció.

Cual poseso demente y desbocado, recorre todas las calles del pueblo en su búsqueda, llegando incluso hasta el borde que, barranco abajo, lleva al lecho del río. 

Pero allí no hay nada. Igual que en su sueño. 

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“Sergio… Sergio…”

Es una vocecilla débil la que le llama. Lejana, distante… lastimera. Hay algo triste en ella. Una profunda melancolía. Algo sobrenatural.

Sergio reconoce sin problemas la voz de su hermana. Y sabe que está soñando.

-Sergio… sé que estás ahí. No me esquives, amado hermano.

Despierta con el rostro empapado en frío sudor.

“Sergio… mi amadísimo hermano…”

Ya no está soñando. ¿O sí? Ayer desconfió de su cuñado cuando le aseguró haber visto a una mujer semidesnuda en la calle. Pensó que, probablemente, se tratase de un delirio en su sueño, motivado por el dolor provocado por la muerte de su prometida. ¿Deliraba él ahora? Su propio sufrimiento no resultaba en modo alguno inferior al de aquél, y ahora escuchaba la voz de su hermana llamándole. Perfecta, nítidamente…

Llegaba a sus oídos cual si procedentes de las estancias inferiores, a las superiores de un castillo medieval ascendiera. Levantando ecos como si desde un momento distinto en el tiempo llegasen. Una voz del pasado. Una voz de ultratumba.

-No estoy escuchando esto –se aseguró a sí mismo-… ¡No es real!

“Sergio… ¿por qué me niegas?” preguntó más cercana ahora. 

Sentía los pelos de punta, la piel de gallina bajo la tela de su esquijama. Estaba escuchando con su sentido auditivo, no con su mente. Aterrado, dudó estar asomándose al borde del negro pozo de la locura, agarrado a un clavo ardiente cual náufrago a la deriva, en desesperado intento de no permitirse una idea aun más inquietante. La idea de que en verdad fuese ella la que le llamaba.

-No eres real. ¡Estas muerta! ¡Dios me maldiga! ¡¡Estás muerta!!

No resultaba necesario que el padre de todos lo hiciese. Ya lo hacía él mismo al pronunciar aquellas tremendas palabras, odiándose y culpabilizándose al proclamar la muerte de su hermana.

“¿Por qué dices eso, Sergio? ¿Por qué tan terribles palabras?”

-Estás muerta, Sofía. Maldita seas. ¡¡¡Estás muerta!!! –gritó finalmente descompuesto, el llanto en sus ojos, los engarfiados y crispados dedos clavados en las sábanas.

“Sabes que no es cierto. Tú no me dejarías morir. ¿Verdad?”

Sintió un puñal clavarse en el pecho ahora. ¿Era eso? ¿La voz de su conciencia, superada ya la barrera de la cordura, le hablaba acusadoramente por no haber estado al lado de ella en su hora más crítica?

-No me hagas esto, Sofía.

Su propia voz sonaba lastimera ahora. Rota cual la de un niño abatido y derrotado.

-No pude hacer nada…

“Y sin embargo ahora me niegas”.

Sacudió la cabeza.

-No te niego, Sofía… jamás podría hacerlo. Hubiera dado mi propia vida por salvar la tuya, lo sabes. Pero ahora estás muerta.

“No digas eso, Sergio. Por favor… no me niegues”.

No pudo responder ahora. Sus ojos anegados en lágrimas, el rostro bañado por el llanto.

“Me has cerrado tu corazón”.

-No. No es cierto. No lo es.

“Lo es, Sergio. Lo es”.

De nuevo no supo responder a aquella voz acusadora.

“Ni siquiera me permites ya la entrada en tu casa”.

-¿Mi… casa?

“Tú mismo lo afirmaste ante la abuela: es tan tuya, como suya o de mamá. Ella no lo negó… y sin embargo no me quieres en ella”.

Sergio permanecía confundido. ¿De qué demonios le estaba hablando? ¿Qué sentido tenía todo aquello?

-Dices cosas sin sentido. También es tu casa.

Sin ser consciente de ello, Sergio reconocía entidad propia a la voz al mismo tiempo que su mente, desesperada, seguía aferrándose a la teoría del delirio.

“No, ya no lo es. No son las mismas leyes las que afectan a los seres de tu mundo y las que lo hacen a los que ya lo abandonaron. Ésta ya no es mi casa… y tú no me permites la entrada en ella”.

-¡No digas eso! ¡No lo digas nunca más! Nunca negué nada a mi hermana. Las puertas de mi casa siempre estuvieron abiertas para ella. Y siempre lo estarán.

“Sergio… mi amado hermano…”

Se escuchaba ahora emocionada la voz. Aterrorizado, fue testigo de cómo la neblina, esa misma que cubría la calle y de blanco cubría el cristal de la ventana, comenzaba a deslizarse por el borde inferior de su marco para deslizarse dentro de su habitación.

“… sabía que no me habías olvidado. Que todavía me amas”.

Observó aquello Sergio horrorizado.

-Esto no es real –se dijo una vez más-. No puede serlo.

La puerta del dormitorio se abrió de golpe, sobresaltándole y haciendo que el corazón le diera un vuelco que no mucho le faltó para llegar a infarto.

-¿Qué diablos está ocurriendo aquí? –irrumpió Asunción hecha un basilisco.

-¡Abuela…!

Se miraron a los ojos por un instante. En silencio. Los de ella hablaban sin palabras de una circunstancia terrible advertida. Los de él, buscaban consuelo y protección como si de los de un niño desamparado se tratase.

-Era la voz de Sofía. Me hablaba…

Asunción echaba fuego por la mirada, azul e intensa como las llamas del Infierno.

-Me recriminaba por no dejarla entrar en mi casa. 

El rostro de la anciana se tornó pálido. Blanco como la misma muerte.

-Y tú… ¿qué le respondiste?

-¿Qué le respondí? –preguntó él a su vez confundido. Buscaba que le dijeran que desvariaba, que estaba loco… no que le empujaran aun más en la dirección más aterradora. Dirigió la mirada hacia la ventana de nuevo. Ya no accedía la niebla por el casi inexistente hueco que quedaba entre ella y su marco. Se había retirado. Ni siquiera la había ya fuera, en la calle. Quedó estúpidamente mirando.

-¿Qué podía responder? Era Sofía… si es que no me he vuelto loco. Le dije que las puertas de mi casa siempre estarían abiertas para ella.

La tez de Asunción ahora era blanca como la nieve. Tan ausente de todo color como la tumba.

-Dios nos asista… ¿Qué has hecho, hijo? 

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MALOS RECUERDOS



Las maldiciones del pasado siempre acaban alcanzándonos.

En vísperas de una boda que habría de haberse celebrado en la iglesia del pequeño pueblo del norte del que son originales los padres de la novia, muere ésta a consecuencia en extrañas circunstancias. César y Sergio, cuñado y hermano de la fallecida respectivamente, llegan al pueblo para llorarla y despedirla en el funeral, pero lo que allí encuentran es un secretismo e insistencia en su marcha que acaban por despertar sus sospechas.

Una historia de horror y sufrimiento en la España profunda, que desde hace casi un siglo y a través de las generaciones, viene sacudiendo a una familia. Como piedra angular de todo el asunto, la figura de una bellísima y ya casi legendaria bisabuela, de cuya historia y desgracia nadie se atreve a hablar.